sábado, 9 de enero de 2010

CAPITULO X: "El encuentro"

10. EL ENCUENTRO
En la cocina de la casa que ocupaba la entrada a la cueva todos (excepto los hermanos Salu y Anti, que cumplían el turno de guardia) esperaban mientras Guerrero ultimaba los preparativos de la cena.
El niño era descendiente del más importante mago de Trutón (uno de los planetas invadidos por Magmalignus) y, aunque sólo contaba seis años de edad cuando se vio obligado a abandonar la escuela de magia y huir con su padre a Kimismo para refugiarse de una muerte segura, había aprendido lo suficiente como para hacer que bandejas y fuentes vacías se llenaran de comida en un abrir y cerrar de ojos. Por eso era el encargado de la cocina, ya que Samuel y Rio tenían el poder de transformar, pero no de crear. Habían probado a convertir piedras y artea en comida, pero no consiguieron que el resultado se librase del sabor original y hasta los más suculentos manjares adoptaban el sabor amargo de la artea o el óxido de las piedras.
Sentados entorno a la gran mesa ovalada, flanqueada en su lado izquierdo por un ventanal con vistas a los arbustos que servían de camuflaje a la casa, conversaban sobre lo extraño y aliviador que resultaba el hecho de que no hubieran sucedido más acontecimientos trágicos. Temían que aquella calma fuera un mal presagio, una tregua para que se relajaran y después sorprenderles con otro golpe mortal.
--- Tal vez la muerte de mi querida compañera haya sido un aviso, una demostración de poder por parte de Magmalignus, para indicarnos que sabe dónde nos escondemos y puede destruirnos cuando le venga en gana. ---dijo Jalon, a quien la tristeza había encogido sus grandes ojos saltones.
La observación de Jalón obtuvo el silencio de los demás por respuesta, porque dedujeron que el silencio era la mejor contestación para aquella opinión que surgía resquebrajada de su pecho dolorido por la ausencia, mientras sus ojos, aún incapaces de mirar hacia cualquier horizonte, se ahogaban entre lágrimas que brotaban a la mínima ocasión. El silencio asentía, acompañaba los sentimientos de quien sufría y evitaba posibles comentarios que incrementaran el dolor, no por malas intenciones, sino por posibles malas interpretaciones.
Samuel observaba cada gesto de Jerima para ver su reacción ante el comentario de Jalon. No había conseguido que ella le contara todo lo que él creía que sabía acerca de la muerte de su amiga. Le había preguntado en varias ocasiones, pero su suegra se mantenía firme, relatando siempre la misma versión de los hechos y lamentando que, a pesar de que a ella también le habían atacado, fuera Melina quien pagara con su vida. Siempre remataba sus lamentos con un baño de lágrimas y varios ruegos a Hatai para que devolviera a Melina a la vida y se la llevara a ella como ofrenda, en lugar de su amiga.
Samuel observaba muchos (demasiados) puntos oscuros en los acontecimientos de aquel día. Apelaba a la razón y no al corazón en la búsqueda de conclusiones, tratando de ser objetivo en el análisis de los hechos. Así llegó a la conclusión de que había algo extraño, algo que se le escapaba por falta de información. Pero tenía la total convicción de que Altrus no tenía nada que ver en la muerte de Melina, sino que otros hechos, misteriosos y desconocidos, habían sido los causantes y por el momento se mantenían ocultos a su conocimiento.
Melina era alta, corpulenta, dotada de fuertes extremidades y poseedora de un espíritu valiente, además de decidido. Por ese motivo él estaba convencido de que hubiera enfrentado cualquier adversidad defendiéndose hasta el fin, si fuera preciso. Sin embargo, su cadáver no presentaba ni una sola herida de defensa; por tanto la única explicación lógica era que la muerte se había presentado ante ella con rostro conocido, atacándola a traición. Era lo más probable, pensaba Samuel.
Por el contrario, Jerima era endeble, de baja estatura, espalda encorvada y extremidades que parecían a punto de romperse en astillas al más mínimo esfuerzo. No obstante había logrado huir, a pesar de ser atacada como su amiga. Definitivamente, Jerima no contaba todo lo que sabía acerca de lo ocurrido durante aquella trágica tarde. Samuel sabía que el tiempo corría a su favor y pronto la verdad saldría a la luz porque el macabro secreto oprimiría el pecho del autor hasta límites insoportables y le obligaría a compartirlo con alguien. Debía estar atento a los movimientos de todos los de la casa (sobre todo de Jerima) porque estaba casi seguro de que el asesino estaba entre ellos y, tarde o temprano, elegiría algún confidente para compartir su secreto.
--- ¡La cena está lista! ---exclamó Guerrero con entusiasmo, para que dejaran sus meditaciones y se dispusieran a colocar la vajilla sobre la mesa.
--- ¿Qué has preparado? ---preguntó Laila.
---Hoy no tenía muchas ganas de innovar y recurrí al pet, que siempre me da buen resultado. ---contestó sonriendo, aunque sabía que aquella comida no era muy bien aceptada por los comensales.
--- ¡Otra vez! ¿Y no hay nada de postre? ---preguntó Laila, sin ocultar su desmesurada afición a los dulces y su rechazo al pet.
--- ¡Es lo que hay! ---exclamó Guerrero, encogiéndose de hombros.
Guerrero había asumido desde el principio la responsabilidad de proveer comida para todos, usando la magia, por supuesto. El puesto de cocinero lo había ganado gracias a sus grandes dotes de mago, incrementadas por su asistencia a la escuela Trutmagic, la más famosa del planeta Trutón (donde vivió hasta los seis años con su padre biológico). En aquella escuela sólo se admitía a los miembros de las más importantes familias de magos, a quienes ya se suponía (por herencia) la capacidad para asimilar los altos conocimientos que allí se impartían.
De su padre biológico sólo recordaba el nombre, Kiet, y que ostentaba un estatus social que le elevaba a la categoría de mago más poderoso de Trutón. Durante algunas noches de insomnio aún sentía en el oído su forma de hablar pausada, semejante a un susurro, que se acercaba a su oreja para impartirle (con más cariño que normas docentes) la forma en que debía concentrarse e imaginar en su mente cualquier objeto conocido, para después crear de la nada otro igual. A la edad de cuatro años ya era capaz de crear todo tipo de cosas conocidas, almacenadas en su mente, y trabajaba con ahínco en la imaginación de otras inexistentes que pudieran tener alguna utilidad para la vida cotidiana.
Nunca llegó a conocer a su madre. Al parecer, según contaba Kiet, había muerto poco después de nacer él, víctima de un desafortunado experimento para diseñar un vehículo capaz de desplazarse por el suelo, en vez de hacerlo por el aire como siempre había sido. Fue un experimento catalogado desde el principio como innovador, pero absurdo y nada práctico. Para la generalidad de los habitantes de Trutón resultaba evidente que el transporte por el suelo sería mucho más lento que por aire, debido a la superior resistencia que ofrecía la artea. No obstante, Kilia, que así se llamaba su madre, perseveró en su inútil invento hasta que consiguió llevarlo a cabo. Pero halló la muerte en un aparatoso accidente que tuvo lugar el día que realizó la primera prueba, cuando el estrafalario vehículo se desprendió repentinamente de las ruedas mal colocadas. Aquel desajuste, unido a la inexperiencia de la piloto, provocó el desvío de la trayectoria del vehículo, que se precipitó hacia el fondo de un terraplén quedando hecho añicos en el fondo.
Su padre (muy creativo en el diseño de todo tipo de aeronaves y otros instrumentos) carecía de imaginación para la cocina. Por ese motivo siempre recurrían al pet, que era algo similar a un guiso de carne (cuya procedencia desconocía, aunque se lo preguntaban a cada momento, precisamente por desconfianzas acerca de su origen) que mezclaba con todo tipo de verduras. En algunas ocasiones el pet también se componía de alguna especie conocida de pescado, que pasaba de la imaginación a la olla en pocos instantes.
Gracias a su padre adoptivo, Samuel, había añadido a su recetario muchos dulces propios de la Tierra, que su madre adoptiva Laila comía sin ningún tipo de recato ni preocupación ante los estragos que estaban causando en su ya más que rechoncha silueta.
En cuanto a la bebida, se limitaba a proveerles de lo único que conocía: el agua (y últimamente el café y la leche para el desayuno). Aunque tampoco recibía muy buenas críticas por parte de los comensales, que le habían encontrado todo tipo de defectos y constantemente alegaban que sabía a “oxido y a sal”. Por ese motivo habían tratado de transportarla en vasijas desde el río que surcaba el valle, pero desistieron al segundo intento porque tenían que ir de noche para evitar ser vistos desde alguna nave de las que sobrevolaban la zona y, además, el camino era muy pendiente y escarpado. El primer día regresaron todos con algún tipo de lesión y tardaron un tiempo en volver. El segundo intento tampoco fue mejor y terminaron desistiendo.
Samuel insistía en que un arroyo surcaba el interior de la cueva, que podía escuchar el movimiento de sus aguas. Pero él, vencido por la depresión, no hizo amago de explorar el interior en busca del agua, y los demás no lo intentaron, alegando que allí no había ningún arroyo, que eran delirios de Samuel; tratando de ocultar que en realidad sentían miedo a adentrarse en la oscuridad.
Pero, quejas aparte, la realidad era que, hasta hacía pocos días, todos comían con avidez lo que les preparaba y las críticas se habían convertido en una costumbre que Guerrero encajaba con buen humor, aunque hubiera preferido los halagos.
Jamás pensó que llegaría a echar de menos las quejas al respecto de su recetario de cocina, hasta que fueron sustituidas por la inapetencia y la desgana generalizada que siguió a la muerte de Melina. Desde entonces las comidas transcurrían en medio de un prolongado silencio que sólo se veía alterado por el ruido de los cubiertos.
Para evitar el esfuerzo de crear diariamente platos, vasos y otros utensilios, se lavaban los ya existentes, empleando un barreño de agua que Guerrero “llenaba” después de cada comida. Para hacer ese trabajo se habían establecido turnos de dos y aquel día eran Laila y Jerima las agraciadas.
Después de las comidas, que transcurrían rápidas y silenciosas, se levantaban para dirigirse a sus habitaciones a descansar (los que tenían ese privilegio) o a sus turnos de vigilancia, los que estaban asignados en el cuadrante que presidía la puerta de entrada.




……..




Cada noche Samuel deseaba que llegara la hora acostarse y rogaba para que el sueño se presentase pronto. A menudo sonreía pensando en lo agradecida y bondadosa que es la felicidad cuando se le pide poco. Él era feliz con unos sueños que se reiteraban lo mismo que las noches y le traían la presencia de una persona imaginaria que había llegado a convertirse en el condimento que aportaba a su vida el sabor de la dicha.
Aquella noche (como todas, desde hacía un tiempo) acudió a su cita junto al lago y, con la ilusión propia de un enamorado, esperó con ansiedad y expectación para verla aparecer por el camino, envuelta en aquella luz mágica que sólo ella desprendía y que a él le iluminaba el pecho.
Pasó un tiempo impreciso, imposible de medir por la alta dosis de anhelo que contenía, y ella no aparecía.
Mientras su mente cavilaba sobre las posibles causas de la ausencia, los pies calmaban la ansiedad dibujando círculos alrededor del árbol milenario, en una caminata que parecía no tener fin. Quizá no había podido dormir, quizá estaba enferma o… le había abandonado. Decidió desterrar esa última posibilidad, por lo dolorosa que le resultaba. En cualquier caso, dado el tiempo transcurrido, era muy poco probable que ella acudiera a la cita.
Despertó bañado en un sudor frío que le helaba el alma. Estaba angustiado y el corazón latía en su pecho como una locomotora a punto de estallar. A su lado, Laila dormía placidamente con una media sonrisa dibujada en la boca. Representaba la viva imagen de la felicidad.
Intentó quedarse junto a ella y contagiarse de aquel ambiente sosegado, pero su ansiedad no le daba tregua y parecía un caballo desbocado, dispuesto a arrollar todo cuanto encontrara a su paso.
“Necesito regresar a la Tierra”, pensó, completamente seguro de que se estaba volviendo loco. Ella, el lago y aquellas citas nocturnas no eran sino malas pasadas que le jugaba el subconsciente, que clamaba por volver a la tranquilidad de su casa en la calle del Peral. Pero ¿cómo regresar? Podría “construir” una nave, pero desconocía las coordenadas para hacer el viaje de vuelta a La Tierra. Le había resultado relativamente fácil llegar hasta Kimismo, pero las coordenadas de regreso eran diferentes. Además, había adquirido una responsabilidad porque había engendrado un hijo y adoptado otro. Por otro lado estaban los kimismanos, que dependían de él para alcanzar su libertad. No podía regresar. Aún no. En su imaginación vio cómo el techo cedía bajo el peso de la responsabilidad y amenazaba con aplastarle contra el suelo.
Se levantó de la cama y, a hurtadillas, salió de la oscura habitación, guiado por sus poderes para ver en la oscuridad (gracias a que sus ojos poseían la capacidad para distinguir objetos más allá del espectro luminoso). Se encaminó escalera abajo y, procurando hacer el mínimo ruido posible, salió de la casa.
--- ¿Quién anda ahí? ---preguntó Anti, que montaba guardia en la parte frontal.
---Soy yo, Samuel. No puedo dormir y me apetece salir a dar una vuelta. Perdón por no haber avisado con anterioridad.
Contestó, al ver el sobresalto que había causado en el rostro famélico de Anti, que siempre lucía el mismo aspecto enfermizo, a pesar de que devoraba cantidades ingentes de comida. Lo mismo ocurría con Salu, su hermano gemelo. Eran hijos de Zetu pero, por un capricho de la genética, no habían heredado ni su estatura ni su complexión atlética.
---Voy a adentrarme en el interior de la cueva. Hace tiempo que tengo ganas de hacerlo, desde que Jerima nos relató lo que ocurrió el día que murió Melina, refiriéndose a que fueron atacadas por seres misteriosos que aparecían y desaparecían con la velocidad del rayo.
--- ¿Quieres que te acompañe? No debes entrar ahí tú solo. ---sugirió Anti, frunciendo el ceño en gesto de preocupación.
---No te preocupes. Nada me puede ocurrir. Además, me volveré invisible tan pronto rebase la parte conocida de la cueva.
Samuel no tenía ninguna intención de hacerse invisible, pero en esos momentos le hubiera molestado cualquier compañía, aunque tuviera tan buenas intenciones como las de Anti.
Avisó telepáticamente a Salu, que hacía guardia en el otro lateral de la casa (el lado que miraba al interior de la cueva), con el fin de no asustarle.
Pasó por su lado sin dirigirle la palabra y siguió caminando con paso decidido hasta que llegó al sitio donde habían encontrado el cadáver de Melina. Allí se detuvo para volver a inspeccionar el lugar de los hechos a solas, sin la presión, la urgencia y el público que acompaña a las tragedias recién acaecidas. Dedicó especial atención al lugar que había acogido el cuerpo de la difunta. Allí la artea adquiría tintes más oscuros, por combinación con la sangre derramada. Samuel se agachó y pinzó con sus dedos una muestra de artea, aún húmeda, espumosa y más negra de lo habitual. Con gesto instintivo sacudió las manos repentinamente, para deshacerse de los restos orgánicos que se habían adherido a ellas como el pegamento. Siguió tanteando en busca de posibles pistas. Todo estaba en su sitio, aparentemente. En el suelo, cientos de pisadas de todos los tamaños ahondaban en el suelo húmedo y morían en aquel mismo lugar; ninguna iba más allá, hacia el interior de la cueva. Había pequeñas piedras esparcidas sobre el suelo en un desorden natural, pero ninguna tenía el tamaño suficiente como para causar la colosal herida que presentaba el cráneo de Melina, y ninguna era tan afilada como para rasgar sus vestiduras y penetrar en la carne con la precisión de un puñal.
Cuando se convenció de que el suelo no le ofrecería nada novedoso, levantó la vista para comprobar qué le deparaba el resto. Las paredes y el techo se componían de una mezcla de artea pardusca, veteada con roca firme de aspecto similar al granito, y algún que otro hierbajo que se aferraba a la vida minimizando sus funciones vitales y aprovechando al máximo la poca luz que le llegaba desde el exterior.
Reparó especialmente en dos grandes rocas, que captaron su atención por lo desproporcionado de su tamaño en comparación con las pequeñas piedras que alfombraban el suelo de la cueva. Por su ubicación (adosadas a la pared lateral derecha) podrían constituir un parapeto perfecto para un atacante al acecho. Aunque estaban a dos metros escasos del lugar donde hallaron el cuerpo de Melina, no había reparado en ellas el día de los hechos, quizá porque aquel día su atención se centró en la búsqueda de restos de sangre y armas mortíferas.
Se acercó a la primera roca. Medio metro más atrás estaba la segunda. Se colocó entre ellas, comprobando que constituían el escondite perfecto. Alcanzaban la altura de su pecho y le ofrecían una visión panorámica de la entrada, sin posibilidad de ser descubierto porque estaba amparado a partes iguales por la oscuridad (que a aquella distancia ya era notable) y por la formidable protección que daban ambas rocas.
Cuando ya se disponía a abandonar su privilegiado parapeto, captó otra vez su atención una mancha oscura que se posaba sobre el lomo de la segunda roca. Al mirar con más detenimiento el estómago le pegó una sacudida que le obligó a desviar la vista durante unos momentos para templar sus pensamientos y proveerse de la objetividad suficiente para analizar lo que estaba viendo. Probó otra vez. Una mano negra se plasmaba con todo detalle sobre la roca. Era una mano derecha, pequeña y de seis dedos, cuyo titular era alguien joven, a juzgar por el tamaño y porque las huellas dactilares aún estaban muy poco marcadas.
Samuel sabía que, a diferencia de los humanos que ya nacen provistos de huellas dactilares, los kimismanos vienen al mundo con las manos lisas. Los surcos se van formando con el paso de los años, de tal manera que las huellas no se hacen totalmente visibles hasta que alcanzan una edad aproximada entre veinte y veintidós años.
Por lógica, la mano que se dibujaba sobre la roca no pertenecía a ninguno de los que habitaban la casa de la entrada de la cueva. En su confusión, Samuel dio un repaso a esa posibilidad pero no le encontró cabida. Los más jóvenes eran Rio y Guerrero, pero sus manos eran humanas y por tanto tenían cinco dedos. Y todos los demás tenían edad suficiente como para que sus huellas también alcanzaran la madurez.
Llegó a la conclusión de que no eran los únicos habitantes de aquella cueva y que, fuera lo que fuera lo que se ocultaba allí dentro, tenía que descubrirlo para poder proporcionar a los suyos la seguridad adecuada.
Había demorado demasiado tiempo la inspección de aquel lugar. Debió haber revisado toda la cueva cuando tomaron la decisión de habitarla, pero aquella extraña depresión le había mantenido atado a su habitación a través de unas cuerdas invisibles que le impedían moverse y cuando salía al exterior no se sentía con fuerzas suficientes para hacer inspección alguna. Por aquel entonces, ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de que aquel lugar podía guardar algún peligro en su interior. Creía que las posibles amenazas vendrían todas del exterior, quizá en forma de tripulantes de naves que avistaran la casa desde lo alto y alertaran a Magmalignus. Por eso su única precaución había sido ocultar la casa tras aquellos arbustos que plantó en la boca de la cueva.
Con tal determinación continuó caminando hacia las entrañas de la cueva. Unos quinientos metros más adelante (Samuel aún no se había acostumbrado a medir la distancia en escais) el sendero se abría de repente dando paso a una enorme gruta, cuyos flancos y techo se adornaban con admirables colgantes que el agua y el paso de los siglos habían regalado a aquel mágico lugar. Por el costado izquierdo un riachuelo surcaba la cueva rompiendo el silencio con su murmullo dejando un aroma a tierra mojada que enfriaba el ambiente.
--- ¡Samuel! ¡Samuel!
Sobresaltado, miró hacia todos lados tratando de identificar la dirección de la que provenía aquella voz femenina que le resultaba familiar. ¿Le habría seguido Laila? Parecía improbable, dada la profundidad del sueño en el que la dejó.
Miró hacia todos lados antes de contestar. La voz le resultaba conocida, pero no la relacionaba con nadie de la casa.
--- ¿Quién eres? ¡Da la cara! ---dijo al fin en tono retador y desafiante.
---Voy caminando hacia ti. Espérame ahí. Tengo algo muy importante que decirte. ---contestó aquella voz, suave, agradable y… conocida, cuyo eco se repetía mil veces en la cueva y en la mente de Samuel.
--- ¿Quién eres? ---continuaba preguntando, continuaba preguntando mientras se esforzaba en localizar a su interlocutora.
---Soy Monnie.
--- ¿De dónde vienes tú? No conozco a nadie que se llame Mo--.
De repente su garganta se acalló sin dejarle terminar de pronunciar aquel nombre, que no dejaba de sonar reiteradamente en su cabeza como un eco.
Miró hacia el interior de la cueva. Una silueta femenina avanzaba por el camino hacia él y, con cada paso, se hacía más reconocible y familiar. ¡Era ella! La chica de los sueños. ¡¡Y venía desnuda!! Su piel blanquecina se abría paso en la oscuridad como la luna entre las nubes.
Monnie… Monnie…, repetía el eco. ¡Monnie! ¡¿Seguía soñando?! ¡Aquello no era posible!. Recordaba perfectamente haber regresado del sueño en el que había estado esperándola a orillas del lago. Y ella no había acudido a la cita. Recordaba la angustia con la que se despertó en su cama, junto a Laila. Después bajó la escalera, salió de la casa. Aún tenía fresca en la mente su conversación con Anti, el descubrimiento de las dos rocas… No era posible que siguiera soñando.
--- ¿Estoy soñando? ---fue todo lo que se le ocurrió preguntar cuando la tuvo de frente.
---Ahora mismo no. Y yo tampoco. ¿Por qué lo preguntas? --- cuestionó ella en la creencia de que aquella pregunta tenía que ser pura casualidad, o que Samuel la hacía refiriéndose a su desnudez, pues no era posible que ambos compartieran los mismos sueños.
Aquellos sueños eran obra de su mente, que desde que le vio le abrió las compuertas y él entró para quedarse. Pero Samuel no la conocía, no era posible que también hubiera soñado con ella.
---Por nada… ---contestó, percatándose a tiempo de lo absurdo que resultaría decir que la había conocido en sueños.
Repentinamente dejó de mirarla y corrió hacia el arroyo que serpenteaba a su izquierda, mientras su corazón latía desbocado y dispuesto a abandonar el pecho. Se tiró de bruces en la orilla para meter la cabeza en las templadas aguas, con la esperanza de que ese gesto le devolviera la vigilia o la cordura.
Tras varias inmersiones continuadas tuvo la certeza de haber espantado el sueño y se incorporó, con la cabeza chorreando y la esperanza de que el espectro de la chica de los sueños hubiera desaparecido. Nada más levantar la mirada se encontró con la de Monnie, sonriendo y esperando pacientemente a que terminase. Ella mantenía un gesto descarado, con las manos pegadas a la cintura dando a su cuerpo forma de jarrón de porcelana fina.
--- ¿Has terminado? ¿Podemos hablar?
--- ¿Aún sigues ahí? ---preguntó Samuel, turbado ante la desnudez de Monnie.
---Sigo aquí porque no estás soñando y ni toda el agua de este riachuelo podrá hacerme desaparecer. Aunque metas la cabeza otras cien veces en ella, seguiré estando aquí.
--- ¿Nos conocemos? ---preguntó él.
---Yo a ti te conozco. Te llamas Samuel y habitas la casa de la entrada de la cueva. ---contestó ella, sin ceder un milímetro de sonrisa.
---Quiero decir… ¿nos conocemos de algo más? ¿De algún sueño quizá? ---“¡Qué tonterías digo!”, pensó, ya demasiado tarde.
---Creo que sí. ¿Te suena un hermoso lago, rodeado de montañas? --preguntó ella, arriesgándose a meter la pata, segura de que aquél lugar no le sonaría de nada, pero deseando que la respuesta fuera afirmativa.
---Allí hay un árbol solitario donde espero cada noche…
---Donde acudo cada noche… ---interrumpió ella.
---Entonces… ¡eres real! Los dos hemos soñado lo mismo, conocemos los mismos sitios… ---comentó Samuel, sin terminar de creer que estuviera despierto.
--- También conozco la Tierra y una casa que hay allí, con un espejo a la entrada y un salón que alberga una gran librería repleta de historias…
Monnie interrumpió su relato al observar que Samuel no levantaba la vista del suelo y parecía ajeno, distante y pensativo. Quizá su historia en común estuviera bien dentro del marco de los sueños, como el personaje de un cuadro que gusta observar en determinados momentos, pero que resultaría problemático si abandonara el lienzo para participar en la vida diaria del observador. En cualquier caso, no eran los sueños lo que la había llevado hasta Samuel, sino asuntos de mayor urgencia y gravedad.
--- ¿Quién eres, qué haces aquí y por qué vas indecentemente desnuda? ---preguntó él bruscamente, dirigiéndole una mirada severa que no daba opción a la evasiva.
---Este es mi hogar. Vivo aquí desde hace siglos. ---contestó ella, no reconociendo a su interlocutor bajo aquella mirada sombría.
---Te hice una pregunta y no aceptaré tomaduras de pelo. ¿Quién eres y qué haces aquí? ---volvió a preguntar Samuel.
---La explicación es larga y no tenemos tanto tiempo. Vine a prevenirte de que algo grave está ocurriendo al otro lado. ---contestó ella, angustiada.
---Te repito la pregunta ¿Quién eres y qué haces aquí? Y tengo todo el tiempo del mundo para escuchar tu explicación.
---Está bien. Trataré de ser lo más breve posible. Acomódate en el suelo o encima de una piedra, si quieres, porque el relato será largo de todas formas. ---contestó ella con ironía.
Monnie no disponía del tiempo suficiente como para relatar a Samuel todas las peripecias ocurridas desde hacía quinientos años, pero también sabía que no la dejaría marchar así como así, sin explicar quién era y el motivo de su presencia en aquel lugar. Así, atajando nimiedades, relató a grandes rasgos cómo era su vida en el Candai de hacía quinientos años, la invasión, el traslado a Atia donde recibieron el tratamiento que le transformó en inmortales, la maldición y la vida en el interior de la cueva.
--- ¿Cuántos habitáis ese lugar? ---preguntó él por inercia, con la mente emborrachaba por el estremecedor relato que acababa de escuchar.
--- Ahora quedamos veinte. Hubo cinco que lograron suicidarse… ---contestó ella, encogiéndose de hombros y tratando de ofrecer una incipiente sonrisa que no cuajó.
---Es lo más espantoso que he escuchado jamás. Sólo una mente como la de Altrus puede ser capaz de idear una venganza tan cruel.
Samuel se preguntaba cuántas sorpresas más le depararía el destino y aquél siniestro planeta, tan lejano del lugar que le había visto nacer.
---De todos modos no vine hasta aquí para lamentarme, sino para hacerte partícipe de lo que está ocurriendo al otro lado de la cueva. ---reiteró Monnie.
---Dime… ¿cuánto tiempo hace que nos observas? ---preguntó Samuel, obviando las palabras de Monnie.
---Hace algún tiempo… aunque sólo he visitado el lugar en unas diez o doce ocasiones. Pero el problema no sois vosotros…
--- ¿Qué ocurre entonces? ---interrumpió Samuel.
---La cueva tiene dos extremos, el que habitáis vosotros y el otro, donde están los cunches, que permanecen esclavos de Altrus…
--- ¿Tienes acceso a ellos? ¿Los has visto? ---volvió a interrumpir Samuel.
--- Por eso vine hasta aquí. Si me dejas explicar…
---Adelante.
Samuel cruzó los brazos y se preparó para escuchar otra historia más. A esas alturas ya estaba completamente seguro de que nada ni nadie podía sorprenderle. En aquél extraño planeta todo parecía posible.
--- Ayer fui hasta el otro extremo de la cueva, donde están los cunches. ---Monnie estaba nerviosa y las palabras le salían a borbotones---. Allí tengo preparada una mirilla que me permite observar el interior de uno de los barracones. Llevaba años sin ir porque nunca ocurría nada, simplemente llegaban de trabajar en las fábricas y se acostaban a dormir en viejos colchones tirados por el suelo; pero ayer decidí volver y pude comprobar que la disciplina se ha vuelto más permisiva, coincidiendo con la presentación de un nuevo jefe. No salía de mi asombro al ver que los cunches hablaban distendidamente mientras esperaban la llegada del recién estrenado mandamás y así, por casualidad, escuché una conversación que en principio parecía un diálogo entre dos enajenados. No tenía sentido alguno pero, al oírles mencionar tu nombre, presté más atención. Continué escuchando y poco a poco sus palabras fueron encajando como las piezas de un engranaje. Apenas podía creer lo que llegaba a mis oídos. Parece ser que cada noche desaparece uno de ellos, sin dejar ni rastro. Sólo queda de él su rafai intacto, sin indicios de haberle sido arrancado con violencia. Los guardias andan alborotados buscando los motivos de tan extrañas desapariciones, mientras que los infelices cunches no caben en sí de alegría creyendo que tú los estás liberando uno a uno para llevarlos a un mundo mejor.
---Yo no tengo nada que ver en eso. ---se limitó a contestar Samuel, mientras en su cabeza anidaba un torbellino de dudas.
---Lo sé… Y ahí está precisamente el problema. Si no eres tú… ¿qué es lo que ocurre en los barracones? ¿A dónde van? ¿Estarán huyendo?
Con tanta sorpresa, Samuel no había tenido tiempo de reparar en la gravedad del asunto, simplemente guardaba toda la nueva información para tratar de encajarla posteriormente.
---Esa alternativa me parece muy improbable. ¿Cómo van a huir? Supongo que actualmente las medidas de seguridad se habrán incrementado aún más, sencillamente porque Magmalignus no querrá correr el riesgo de que los esclavos vuelvan a tomar el poder. Cuando yo vivía en los barracones, los guardias cerraban herméticamente las puertas durante la noche. Además, en el supuesto de que consiguieran idear la forma de abrirlas, ¿por qué escapar desnudos? Es una idea disparatada.
Al sacar a colación el tema de la desnudez, Samuel se percató de que Monnie había tapado parcialmente la suya sentándose en el suelo con las piernas flexionadas, cruzadas delante del tronco con los brazos abrazados a las rodillas.
---Eso mismo pensé yo.
Se hizo el silencio y él comenzó a sentirse incómodo. Ella permanecía sentada con la mirada varada en el suelo.
---Debo marcharme. Creo que he tenido sorpresas suficientes por esta noche…
No hubo respuesta por parte de Monnie. Ya le había facilitado toda la información de la que disponía (ocultando el hecho de que su hijo Rio era el nuevo Jefe al otro lado de la montaña) y, a partir de ese momento, era asunto suyo decidir si debía intervenir en el asunto, si era conveniente tomar medidas de seguridad extraordinarias, o lo que fuera. Ella le había puesto sobre aviso y ahí terminaba su cometido.
Antes de girarse para retomar el camino de vuelta, Samuel lanzó furtivamente una mirada dirigida a los ojos de Monnie y contuvo la sonrisa que comenzaba a aflorar en las comisuras de su boca. Ella seguía sentada en la misma posición y con el semblante serio.
---Me gustaría conocer a tu familia. ---escuchó decir a sus espaldas.
---Todo a su tiempo…
Sin atreverse a girar la cabeza para mirarla, apresuró la marcha empujado por un huracán de dudas que le obligaban a regresar a la relativa seguridad de su casa. Y lo que más le perturbaba de todo era el hecho de que ella existiera realmente. Había traspasado la barrera de los sueños y amenazaba con instalarse en su vida, aprovechando un cúmulo de problemas que supuestamente debían resolver juntos, o más bien que él deseaba que resolvieran juntos, a pesar de la falsa indiferencia que gobernó cada una de sus palabras y gestos durante la reciente entrevista que habían mantenido. Ella existía, era real y ponía de manifiesto que los cimientos de su relación con Laila se alzaban sobre el fango y se hundirían un poco más cada vez que Monnie pusiera un pie en su vida. Pero esa relación no podía ser porque Monnie era muy joven, casi una niña. Una niña de quinientos años, pensó Samuel para justificar sus sentimientos y abrir un hueco en el sólido muro que se erigía firme ante la posibilidad de una vida futura a su lado.
Su angustia fue en aumento cuando, tras sortear el primer muro que le separaba de Monnie y descubrir que existía en la realidad, otros se fueron erigiendo en el interior de su mente atormentada. ¿Y si fuera ella la que causó la muerte de Melina? Todo encajaba. Había puesto de manifiesto sus visitas a la boca de la cueva. Además… estaba la descripción de Jerima: una figura blanca, de aspecto kimismano, ágil… El cuerpo de Monnie, desnudo, esbelto y vestido con una piel tan blanca como la leche alumbró su imaginación como una bombilla que le iluminaba y le quemaba al mismo tiempo.
¿Y si fueran caníbales? Las horribles imágenes exportadas de algunas películas de cine acudieron a su mente proporcionándole una visión clara del rechoncho cuerpo de Melina cociendo a fuego lento en el interior de una enorme olla, en cuyo entorno danzaban en corro una docena de cuerpos desnudos cuya extrema blancura suavizaba el color naranja de las llamas, mientras en sus rostros se reflejaba la malvada sonrisa que alimentaba la gula con la promesa del macabro banquete que se estaba cocinando. La inmediata reacción de Jerima y la rápida respuesta de todos los de la casa para acudir al lugar de los hechos, habían frustrado sus planes y evitado que el cadáver de Melina fuera engullido por aquel grupo de salvajes que, para paliar el hambre habían buscado otras alternativas, hallando al final de la cueva una despensa de carne donde abastecerse. ¿Y si los cunches estaban corriendo la misma suerte que tenían preparada para Melina?
Cuando quiso darse cuenta ya estaba al resguardo de su lecho, donde Laila dormía a pierna suelta, ajena a los acontecimientos que tambaleaban su vida como un terremoto.
Pero su mente no paraba de barajar hipótesis. Recordó el viejo refrán que tanto había escuchado en Madrid: “al toro hay que agarrarlo por los cuernos”. En ese caso, el animal con el que lidiaba se mantenía oculto en el interior de la cueva dejando asomar sus cuernos a ambos lados, unas astas afiladas como cuchillos que segaban vidas para mantener en pie a la enorme bestia que no se dejaba ver.
Y el hilo de conexión era Monnie. Ella había manifestado su deseo de conocer a los que vivían en aquella casa, y debía complacerla porque así también podría pedirle algo a cambio: el acceso a los suyos. Pero, antes de darle entrada en sus vidas, debía mantener una charla con los que vivían en la casa porque se hacía necesario adoptar fuertes medidas de seguridad, ya que ahora se tambaleaba la certeza que tenía anteriormente con respecto a que el asesino estaba en la casa, y asomaban nuevas variantes que trataban de explicar los hechos de manera muy distinta. Existía un alto porcentaje de posibilidades de que los que habitaban el interior de la cueva fueran los causantes de las desapariciones de los cunches y de la muerte de Melina.
Pero, en el fondo de su corazón, y a pesar de todas las evidencias, Samuel buscaba incesantemente explicaciones de los hechos que alejaran a Monnie de toda culpa.
Debía meditar detenidamente sobre lo ocurrido, barajando toda la información de la que disponía, antes de poner los hechos en conocimiento del resto de habitantes de la casa.
A pesar del ambiente tranquilo que reinaba en la casa, no podía conciliar el sueño. Volvió a salir y se dirigió al interior de la cueva, buscando la soledad.

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