jueves, 14 de enero de 2010

CAPITULO VI: "La primera desaparición" y CAPITULO VII: "Un amor en sueños"

6. LA PRIMERA DESAPARICION
Garfe padecía de insomnio y casi todas las noches se despertaba mucho tiempo antes de que sonara la alarma, aquel pitido estruendoso que terminaba con el descanso nocturno y daba paso a otro día de tantos, tan carente de emociones y novedades como todos los pasados desde que habían regresado a los barracones bajo las órdenes de Magmalignus y su ejército de clones.
A sus treinta años ya había perdido toda la ilusión de vivir y, con demasiada frecuencia, durante las largas noches en vela su mente recurría a la idea del suicidio como posible salida a aquel infierno.
Le había dado más de mil vueltas a la idea de quitarse la vida, llegando a la triste conclusión de que ni eso era posible, por falta de ocasiones y medios. La ocasión no se presentaba porque durante el día cada uno de sus movimientos (al igual que los de los demás esclavos) estaban vigilados por aquellos guardias clonados, diseñados de tal manera que nunca se cansaban, jamás daban la menor señal de despiste y mantenían el mismo nivel de atención de mañana por noche. Así, aunque consiguiera eludir la vigilancia (que era casi imposible), tampoco disponía de los medios necesarios para llevar su determinación a buen puerto. Necesitaría un arma, de la que carecía. Con ingesta de algún veneno mortífero o cualquier otra cosa capaz de causar la muerte tampoco era posible, ya que seguían sometidos al racionamiento de las tres galletas diarias y no les proporcionaban ningún otro alimento ni bebida añadido, salvo el agua que bebían en los abrevaderos. De esa manera no había posibilidad alguna de que algo capaz de causar la muerte llegara a sus manos para ofrecerle la solución.
Y, por si la vigilancia de los clones no bastara, Magmalignus había adoptado las precauciones necesarias para evitar que se produjera otro motín como el que años atrás había propiciado la liberación de Candai, dando como resultado el reinado de Samuel Kiyama. Una de las cautelas adoptadas consistía en equipar los colchones de los barracones con sensores de presión (y así lo hizo saber el día en que les reunió a todos en la explanada). Tenían prohibido abandonar su colchón durante la noche, debían permanecer acostados sobre él y no había pretexto alguno que pudiera liberarles de esa obligación, salvo la muerte. Por las noches, después de pasar revista, los guardias cerraban las puertas de los barracones y activaban los sensores. De este modo, si algún prisionero osaba abandonar su sitio (cualquiera que fuera el pretexto) los sensores se activaban y avisaban a los guardias para que acudieran en tropel a castigar al infractor.
“¡Si por lo menos tuviera familia! Este infierno sería más soportable…”, pensaba Garfe.
Sus padres habían muerto hacía muchos años, cuando él tenía dieciséis. Ellos formaron pareja cuando ya contaban con una avanzada edad y, aunque les hubiera gustado criar una gran prole, el tiempo se les echó encima y la naturaleza cerró la puerta a la ansiada descendencia. Y fue una lástima, porque eran los padres más maravillosos que uno pudiera desear.
Su madre, Aulen, le mimaba y cuidaba con el mismo esmero que un avaricioso cuida un tesoro muy valioso. Cuando Garfe le achacaba el hecho de que estuviera demasiado pendiente de él, ella le contestaba: “mira hijo, imagínate que alguien pusiera en tus manos una joya valiosísima, tan valiosa como toda la galaxia “La Gran Luz”, ¿no la cuidarías con esmero? ¿No estarías pendiente de ella todo el tiempo, por miedo a que alguien te la robara? Para mí, tú eres mucho más importante que esa supuesta joya.”
Garfe compartía colchón con ella por las noches. Sentir su cálido cuerpo transmitiéndole calor a través del rafai le proporcionaba seguridad y reconfortaba la ansiedad que ya padecía en la niñez
Desde que ella murió sus noches se convirtieron en un infierno de horas interminables, de maquinaciones que presentan una cara factible amparada en la oscuridad de la noche, pero que a la luz del alba mostraban su verdadero rostro y se le antojaban absurdas.
Garfe y sus padres no habían tenido mucha suerte en el reparto del trabajo y les tocó desarrollar su labor en el interior de una mina, de la que obtenían material para la construcción de edificios. Toda su vida transcurría en la penumbra y sólo conocían la luz del día porque saboreaban cada mañana una porción cuando salían de los barracones, durante el tiempo que duraba su trayecto hasta la mina. Aprovechaban cada instante para empaparse de ella como esponjas y la retenían en su memoria para que durara el resto de la jornada.
En el interior de la mina la vigilancia era escasa (Altrus no quería malgastar allí la salud de sus costosos clones). Por eso sólo les exigían resultados. Estaba estipulada la cantidad de material que había que extraer por persona y día, y también los castigos en caso de incumplimiento, que consistían en continuar trabajando durante toda la noche, hasta obtener el doble de la cantidad que el prisionero debiera haber extraído durante el día.
Sus padres sólo tenían una preocupación: velar por la salud y el correcto crecimiento de Garfe. Y quemaban la suya, agotando sus fuerzas para desarrollar su propio trabajo y gran parte del de su hijo quien, según decían ellos, era muy joven para hacer trabajos duros y, si los hacía, correría el riesgo de tener dolores de huesos durante el resto de su vida.
Cuando Garfe comprendió (mucho tiempo después) que la causa de la muerte de su madre había sido el agotamiento, ya era demasiado tarde para remediarlo. Su padre la siguió al poco tiempo. Él nunca tuvo dudas acerca del factor que desencadenó el fallecimiento de su padre: murió de pena. Cuando ella faltó, dejó de comer y de dormir. Poco después se apoderó de él una extraña locura, haciendo que su cabeza y sus ojos perdieran la órbita. No hubo compasión ni comprensión por parte de los guardias y, a latigazos, era obligado a sacar adelante su trabajo diario. Garfe se esforzaba en ayudarle (como en su día sus padres habían hecho con él) pero la falta de costumbre fue la causante de que apenas pudiera cumplir con su propio trabajo, mientras su padre era golpeado para obligarle a continuar trabajando durante toda la noche, hasta obtener la cantidad de mineral estipulada. Así continuó hasta la extenuación. Un día dejó caer al suelo la herramienta con la que trabajaba, y después cayó él. A través de las lágrimas que le empañaban los ojos, Garfe pudo ver cómo lo recogían del suelo sin la menor delicadeza, y lo tiraban en el remolque del vehículo que lo transportaría hasta el exterior, donde se desharían de su cadáver.
Terminó acostumbrándose al trabajo en la mina y a cumplir con su cometido hasta que, años más tarde, la suerte (en lo que al trabajo se refiere) vino a socorrerle y pasó a desarrollar su labor en la fábrica de galletas, un trabajo mucho más cómodo. Pero ya era demasiado tarde.
Tras la ausencia de sus padres, la soledad fue su única compañera, la más fiel, la que sabía como nadie teñir de gris el día más hermoso, la que le despertaba por las noches para que contemplara la parte más triste de la penumbra. Se había acostumbrado tanto a ella, a sentir constantemente sus punzadas en el pecho que si algún día le abandonaba, estaba seguro de que se sentiría completamente vacío.
Garfe era considerado muy atractivo por el sexo opuesto y no le habían faltado (ni le faltaban) candidatas para ser su compañera. Eran muchos los que le aconsejaban elegir una entre ellas, alegando que daría un nuevo sentido a su vida y le proporcionaría una familia, hijos y nuevas ilusiones que llegarían con ellos. Además casi todos coincidían en que las féminas que habían intentado convertirse en su pareja eran las más atractivas, las que nadie en su sano juicio rechazaría. Pero Garfe veía en todas ellas a su madre y le provocaban un sentimiento materno-filial que en nada se parecía a los cosquilleos por todo el cuerpo que manifestaban sentir sus compañeros cuando alguna cunche hermosa se cruzaba en su punto de mira.
Él conocía bien ese tipo de cosquilleo porque lo había sentido en todas las ocasiones que acudían a las duchas colectivas y veía a los cunches jóvenes bañarse desnudos, exhibiendo sus cuerpos musculosos perfectamente esculpidos, además de otros atributos de los que no quitaba ojo, provocando el recelo y la ofensa de más de uno, que huían de su lado procurando disimular la incomodidad de sentirse tan observados.
Nunca había escuchado a nadie decir que sintiera algo parecido. “Claro que yo tampoco lo digo”, “seguro que, entre todos los que estamos aquí, a alguno más le ocurre lo mismo que a mí, pero lo disimulan, buscan una pareja del sexo opuesto y llevan una vida normal” “Yo tengo que hacer lo mismo que ellos”, pensaba para tratar de justificarse ante sí mismo.
Procuraba desterrar cualquier idea que acudiera a su cabeza y tuviera que ver con sus orientaciones sexuales. Por eso sus largas noches en vela estaban ocupadas en contemplar el extraño contraste de luces y sombras, de soledad y de compañía. La luz artificial de la calle se colaba por las estrechas ventanas ubicadas en lo más alto de la pared e iluminaba todo el techo como si fuera pleno día; después se iba difuminando pared abajo, mezclándose con la sombra para crear distintos ambientes. Cuando se encontraban, luz y sombra compartían el protagonismo al cincuenta por ciento. Pero a medida que descendían, la sombra exigía mayor porcentaje y, llegados al suelo, dejaba a la luz una intervención mínima pero suficiente para dar forma a los cuerpos que allí descansaban y hacer volar la imaginación de Garfe hacia lugares prohibidos, haciéndole comprender que era imposible poner puertas al campo.
Sus noches más tranquilas fueron las que pasó en libertad, bajo el reinado de Samuel Kiyama. Vivía solo en una bonita casa, dormía solo y se duchaba solo. Por aquel entonces, y con la esperanza de un futuro mejor en el horizonte de su vida, incluso se había planteado aceptar como compañera a alguna joven cunche y formar una familia. Pero, aunque en principio todas ellas se parecían a su madre, cuando profundizaba un poco más en la amistad llegaba a la conclusión de que ninguna estaba a la altura.
Tras la invasión regresó la vida de antaño. Magmalignus no se esforzó en efectuar cambio alguno, salvo que las medidas de seguridad eran más estrictas y que había aumentado la frecuencia de cambio de sus clones con (también supuestamente por seguridad) para que no existiera posibilidad alguna de que llegaran a confraternizar con los esclavos.
Sin embargo Altrus no dedicaba tiempo a cambiar el diseño exterior de las caras de sus guardias, que era el mismo desde que él tenía recuerdos. Habían elegido como molde un rostro cuadrado, con idénticas medidas a lo largo y ancho, de una edad que se podía situar entorno a los treinta años, pequeña nariz y diminuta boca, con las que contrastaban unos grandísimos ojos a los que no se escapaba detalle. Pero los esclavos sabían a la perfección cuando había un cambio de remesa. La manera de comportarse de los clones novatos, torpe y con muestras continuadas de desorientación, difería mucho de la desenvoltura con la que se movían los que llevaban allí algún tiempo. Esas señales indicaban que una nueva remesa de guardias había llegado y que, durante unos pocos días hasta que se hicieran totalmente con el control, habría algo de permisividad en los movimientos.
Precisamente, hacía dos días que había llegado una nueva tanda de guardias y, como decía Llut (el compañero que dormía en el colchón de al lado) “andaban más desorientados que un cunche en un palacio”.
Pensando en Llut, su cabeza giró instintivamente hacia la izquierda. A Garfe le gustaba observarle mientras dormía. Era muy joven (casi un niño) y descansaba con la tranquilidad de los que no sienten sobre sus espaldas el peso de la vida. Su sueño era siempre tan profundo que no le permitía escuchar la sirena de la mañana y Garfe tenía que propinarle unos buenos meneos para que despertase, y luego empujarle hacia el lavadero a toda prisa. En alguna ocasión había tenido que llevarle casi a rastras.
Miró hacia la izquierda buscando el familiar rostro de LLut, que siempre dormía con el cuerpo ladeado hacia él, sin hacer el más mínimo gesto y sin ruido en la respiración. Era la viva imagen de la felicidad y hasta parecía que una leve sonrisa se dibujaba en sus labios. Al girar la cabeza, dio un salto en el colchón. ¡Llut no estaba allí! ¿Cuándo se habría levantado y para ir a dónde? Pensó que algo debía haber ocurrido durante los escasos momentos en los que él permaneció dormido, que eran muy pocos a lo largo de la noche.
“¿Y por qué no sonó el detector del colchón? ¿Por qué no entraron los guardias? ¿Habrá muerto mientras yo dormía? Imposible, Llut es joven y fuerte.”
Garfe seguía barajando hipótesis que explicaran la ausencia de su compañero y estaba tan nervioso que no vio las piedras esparcidas sobre el colchón de Llut.
Incorporó la cabeza y el tronco para obtener una panorámica del barracón. Probablemente LLut se había sentido indispuesto y estaba en el lavadero o en las letrinas.
Traspasó la tenue iluminación con la mirada, buscando por todo el barracón y prestando especial atención al abrevadero y a las letrinas. No consiguió localizarle en ninguno de esos lugares.
Su impaciencia iba en aumento al ver que la luz del alba empezaba a suplantar a la iluminación artificial que reinaba durante la noche y hacía valer su prevalencia tiñendo los bultos del suelo de un cálido color anaranjado. Pronto sonaría la alarma y Llut seguía sin aparecer por ningún lado. Los azotes que ganaría a cambio de su osadía ya le dolían a Garfe en sus propias carnes.
El tiempo nunca corría a conveniencia y ahora pasaba demasiado rápido, acelerando el temor a que sonara la alarma y Llut no hubiera regresado. Probablemente alguna joven cunche era la responsable de que su compañero arriesgara la vida de aquella manera, y el muy canalla había descubierto alguna forma de burlar los sensores de presión. ¡Efectivamente! Miró más detenidamente y vio unas piedras del tamaño de un puño esparcidas por el colchón, formando un garabato que simulaba la forma del cuerpo, de tal manera que ejercían el peso suficiente para engañar a los sensores. “Pero… ¿cómo consiguió meter esas piedras en el barracón? ¡Nos registran siempre cada vez que entramos…!”, pensaba Garfe.
Ahora estaba más tranquilo porque sabía que Llut había sido lo suficientemente listo como para burlar a los guardias. Incluso sonreía pensando en la astucia que había desplegado para engañarles. Con un poco de suerte, también sería lo suficientemente inteligente como para estar de vuelta a tiempo y evitar el castigo.
La alarma le sorprendió a traición, borrando la sonrisa triunfal de la boca de Garfe e inundando toda la sala con aquel insoportable y estresante sonido que la caracterizaba, diseñado con muy mala fe.
Y Llut no apareció.
Garfe era un manojo de nervios atado con miedos y cavilaciones que aumentaban por momentos, al ver que se iban cumpliendo los rituales matutinos de levantarse, asearse, ponerse a la cola para recoger las galletas… y Llut seguía sin dar señales de vida.
Todo estaba perdido. Aunque Llut se presentase en esos momentos, ya no conseguiría evitar que los guardias se enterasen de sus correrías nocturnas. Ya estaban en la fila para recoger las galletas y pasar por el control (aquel sencillo aparato en el que los guardias tecleaban el símbolo que cada uno de ellos llevaba impreso en la parte posterior del rafai, y que servía para hacer el recuento; así comprobaban que no faltaba ningún prisionero).
Y, efectivamente, cuando toda la fila acabó de pasar, el detector avisó a los guardianes de que faltaba un cunche, aquel cuyo símbolo era tan invisible e insignificante como un simple punto. Era Llut.
--- ¡Paren la marcha! ¡Que nadie se mueva del sitio! ¡No den ni un paso más! ---exclamaba a voz en grito uno de los guardias encargados del control a la salida de los barracones.
--- ¿Qué ocurre? ¡No podemos detenernos, ya estamos fuera de tiempo! ---gritó el encargado de escoltar la fila de trabajadores hasta las fábricas.
--- Falta uno. Hay un cunche que no ha pasado por el detector.
Dijo el primero, encogiéndose de hombros para exculparse del retraso que estaba ocasionando.
--- ¡Alto! ¡Continuad todos donde estáis ahora! Si alguno se atreve a hacer alguna tontería, lo mataré aquí mismo. ---gritó otro guardia desde el medio de la fila, mientras llevaba su mano derecha al encuentro del arma.
Hubo un tiempo de espera, que a Garfe más que largo le pareció interminable. Sabía que la suerte de Llut estaba echada. Si había huido (como todo parecía indicar) se montaría una cacería en la que no escatimarían tiempo ni medios para darle alcance y, cuando lo tuvieran a su merced, una muerte rápida sería para él el mejor de los regalos.
Uno de los guardias caminó hasta la cabeza de la fila que formaban los cunches, mientras los demás, un grupo muy numeroso, se posicionaban armas en mano a lo largo del barracón.
--- ¡Prestad atención los cunches del barracón número uno! Esperad en la misma posición que os encontráis ahora. ---gritó el guardia desde el frente de la fila---. ¡Atención los demás guardias! Conducid a los otros esclavos hasta sus lugares de trabajo. Este problema sólo atañe al barracón número uno.
Los que debían quedarse eran los que compartían barracón con el desaparecido.
Garfe notaba cómo su estómago se encogía, causándole una punzada de dolor que se repetía una y otra vez con la misma frecuencia. Mientras tanto su mente trataba inútilmente de prepararse para el interrogatorio que estaba seguro llegaría a continuación, y en el que él sería una pieza clave porque el ausente dormía a su lado. No sabía nada del asunto y eso era lo que más le preocupaba. Cuando los guardias le interrogaran y no pudiera dar respuesta a ninguna de sus preguntas, creerían que, además de mentir, les estaba tomando el pelo y se ensañarían con él sin piedad.
--- ¡En marcha hacia la explanada! ---gritó el guardia que había tomado el mando de la situación.
Garfe cavilaba posibles respuestas que, aunque significaran “lo ignoro”, no sonaran a tomadura de pelo. Palabras que resultaran creíbles.
La explanada estaba muy cerca (al otro lado del barracón) pero Garfe sintió que le faltaban fuerzas para llegar.
La fila avanzaba con la cabeza gacha, la espalda encorvada, las piernas cansadas y la voluntad abatida. Querían demorar la llegada el mayor tiempo posible porque muchos de los presentes habían presenciado y otros muchos habían escuchado relatos sobre los interrogatorios a los que eran sometidos aquellos que tenían la desgracia de compartir barracón con alguien que causaba algún tipo de problema. Y todas las veces, las preguntas pertinentes venían seguidas de una matanza en la que salir vivo o muerto dependía únicamente de la suerte, y de lo que cada uno entendiera por suerte. Garfe, aunque sentía que el miedo le estaba dejando paralizado, se consideraría muy afortunado si ese mismo día le llegara una muerte rápida a manos de alguno de aquellos guardias y su moderno armamento.
--- ¡Alto! ¡Media vuelta! ¡Todos mirando hacia mí! ---gritó el que parecía ostentar la jefatura de los clones.
Los giros torpes y desacompasados descuadraron la fila.
--- Falta uno de los vuestros… ---continuó, con una voz que oscilaba entre la ironía y la preocupación---. Su nombre es Llut, su símbolo el artug (planeta representado por un diminuto punto). Que se acerquen aquí aquellos que duermen a su vera, los demás que permanezcan en sus lugares.
Garfe abandonó la fila seguido por una encorvada anciana cuyo rafai apenas encontraba percha en su escuálido cuerpo. Ella le dirigió una mirada rápida e implorante desde sus ojos vidriosos, de ultratumba. Él le devolvió una mirada fría. En esos momentos, su único deseo era que aquellos guardias tuvieran algo de compasión y les obsequiaran con una muerte rápida, capaz de liberarle a él de sus pesares y a la anciana de su interminable agonía.
Consiguieron presentarse juntos ante el Jefe de los guardias, que les recibió alternando miradas de desprecio hacia la anciana y de admiración ante la notable belleza física de Garfe, que no pasaba desapercibida en ninguna circunstancia.
--- ¿Cómo es Llut? ¿Joven o viejo, alto o bajo…? ¿Cómo es? ---preguntó sin dejar de mirar a Garfe de forma descarada.
---Es un joven de veinticinco años, alto y fuerte. ---contestó Garfe, tras tragar saliva para deshacer el nudo de la garganta.
--- ¿Tenía pareja?
--- Creo que no.
--- ¿Tú tampoco lo sabes? ---preguntó, dirigiéndose a la anciana sin poder evitar el gesto de asco que le arrugaba la expresión.
--- Creo que no. ---contestó ella con una voz potente que no se correspondía con su debilidad física.
--- ¿Os comentó algo Llut? ¿Observasteis en él algún comportamiento extraño? Me refiero a preparación de fuga o similar…
---No, nunca me comentó nada de eso. ---contestó Garfe.
---A mí tampoco ---repuso la anciana.
---Ayer por la noche, cuando terminasteis vuestro trabajo… ¿entró Llut con vosotros en el barracón?
El Jefe de los Guardias empleaba un tono de voz amigable y adoptaba poses distendidas, que invitaban a soltar las palabras.
---Sí, estaba delante mío en la fila y le vi acostarse en su colchón, como todos los días. ---contestó Garfe
---Yo también le vi. ---dijo la anciana, que parecía ser muy prudente y siempre cedía al joven el turno para contestar y luego ella asentía y reforzaba esa respuesta.
--- ¿Los dos le visteis acostarse la noche pasada?
---Sí.
---Sí.
--- ¿Ocurrió algo especial durante la noche?
--- No. Tengo el sueño muy profundo y dormí enseguida, sin percatarme de la falta de Llut hasta esta mañana, cuando sonó la alarma. Entonces pensé que quizás el hecho de que no estuviera en su colchón obedeciera a una explicación lógica.
Garfe rogaba para que los clones no llevaran incorporado algún detector de mentiras o similar.
---Yo también me quedé dormida nada más acostarme, estaba muy cansada debido a mi avanzada edad, y tampoco desperté hasta que sonó la alarma y, aún así, no me di cuenta de que faltaba alguien hasta que dieron orden de parar el avance de la fila y explicaron el motivo. ---dijo la anciana, con buen criterio.
---Entonces… ¿no escucharon ningún ruido durante la noche?
---No
---No, ninguno.
--- ¿Alguna vez vieron a Llut entrar en el barracón portando piedras? ---preguntó el guardia.
Su tono de voz amigable se tornó irónico, esbozando una sonrisa que preludiaba venganza ante la sarta de mentiras que creía estar escuchando.
---No ---se limitó a contestar Garfe.
---No ---le siguió la anciana.
---Entonces… ¿nunca visteis piedras en el barracón, en el colchón de Llut o en los alrededores?
---No
---No
El rostro del Jefe se tornó severo casi de repente, y dirigió la mirada a los guardias que permanecían a su lado.
--- ¡Coged a estos dos y encargaros de que reciban el escarmiento que merecen! ---gritó.
Al grupo compuesto por los cinco guardias que durante el interrogatorio habían permanecido a la derecha de su Jefe, inmóviles como estatuas, les pilló la orden por sorpresa (dado el buen humor del que había hecho gala durante todo el interrogatorio) y reaccionaron al unísono echando mano a sus armas, sin saber muy bien cual era el escarmiento requerido, pero dispuestos a emplearse con contundencia para no quedarse cortos.
La anciana exhaló un suspiro de resignación y Garfe otro de súplica, rogando para sus adentros que todo terminase pronto, aunque sabía que no sería así. En ese caso “un buen escarmiento” era sinónimo de una lenta agonía, que sólo terminaría con la muerte.
Voces lejanas interrumpieron el proceder de los guardias (que volvieron a quedar petrificados, con las manos pegadas a las armas) y sobresaltaron al Jefe.
--- ¡Jefe Madus! ¡Jefe Madus!
Un guardia corría hacia ellos, gritando con ansiedad y emergencia, como si proclamara el inminente fin del mundo.
--- ¿Qué ocurre? ¿A qué viene tanto escándalo? ---preguntó Madus, sorprendido por los gritos.
--- ¡Hemos encontrado el rafai del desaparecido! ---decía, con la voz entrecortada por la carrera y tal vez por la emoción, mientras mostraba la prenda entre sus manos.
Cuando comenzaron a sonar los gritos anunciando la aparición de la significativa prueba, los guardias aún no habían tenido tiempo de agarrar a Garfe y a la anciana para cumplir la sentencia de escarmiento que había pronunciado Madus. La curiosidad que provocaron los nuevos acontecimientos les hizo soltar sus armas y también olvidar que Garfe y la anciana seguían en el mismo lugar, en primera línea, presenciándolo todo.
Cuando el alarmado guardia consiguió llegar hasta ellos, tendió la prenda a Madus para entregársela como una ofrenda y Garfe pudo comprobar que realmente se trataba del rafai de Llut. Y parecía estar intacto, sin roturas ni manchas de sangre. ¿¡Habría decidido huir desnudo!?
Los hechos eran cada vez más desconcertantes e inexplicables.
El extraño hallazgo logró desbaratar las hipótesis que cada uno de los presentes había barajado para explicar los hechos. Todo eran intercambio de miradas, unas desconcertadas y otras cómplices. La incertidumbre parecía unirles momentáneamente, creando un clima de confraternización ante el desconcierto.
--- ¿Dónde lo habéis encontrado? ---preguntó Madus, mientras palpaba el rafai con la punta de los dedos y las facciones contraídas por el asco que le causaba la mugrienta prenda.
---Al lado del colchón donde dormía el desaparecido. ---contestó el guardia, aún fatigado pero con la cara henchida de satisfacción, lo que denotaba que él era el autor del hallazgo.
Madus extendió el rafai, le dio varias vueltas hacia un lado y hacia el otro, arriba y abajo, como si entre los pliegues buscara algo que no terminaba de encontrar.
--- ¡No tiene nada! ---se limitó a decir como conclusión, dibujando en su cara una expresión que hacía dudar sobre si era sorpresa o inocencia, mientras giraba la cabeza en todas direcciones buscando la respuesta entre los presentes.
--- ¡No tiene nada! ---repitió, con gesto bobalicón.
--- ¿Nada de qué, Jefe? ---preguntó un guardia de los presentes, dando a su voz una entonación paternalista al ver a su Jefe tan desorientado como un niño que encuentra su estuche vacío.
---No está roto, no tiene sangre… Ha huido desnudo o alguien le ha proporcionado otra ropa. ---acertó a decir Madus.
---Caben las dos posibilidades, Jefe. ---contestó el mismo guardia.
---Esto es muy extraño. Voy a contactar con Altrus para darle cuenta de lo ocurrido.
Madus cogió el andum (aparato de transmisiones que colgaba del cinturón de su rafai), carraspeó levemente para aplacar los nervios, acercó el aparato a su cara, pulsó un botón y, al instante, la voz de Mejún (el lugarteniente de Altrus) se oyó en toda la explanada, al tiempo que su cara aparecía nítida en la pantalla, visible para los que estaban cerca de Madus, como Garfe y la anciana quienes, debido al descontrol de la situación, aún seguían en primera línea.
--- ¿Qué ocurre en Kimismo para que a estas horas aún no hayáis dado todas las novedades? ---preguntó Mejún, malhumorado.
---Señor, si me permite… no pudimos dar las novedades porque hubo un incidente. --- contestó Madus, con sumisión.
--- ¿¡Un incidente!? ¿Qué clase de incidente?
Mejún asomaba en la pantalla con el ceño fruncido y cara de pocos amigos.
---Ha desaparecido un cunche, Señor. ---soltó Madus, como quien se libera de un peso inmenso.
--- ¿¡Cómo que ha desaparecido un cunche!? ¿Habrá muerto?
---No, no Señor, no ha muerto, ha desaparecido. Lo encontramos en falta al hacer el recuento esta mañana. ---contestó Madus.
--- ¿¡Cómo!? ¡Eso es una tontería! Si no está muerto… tiene que estar en su barracón, escondido. ¿Habéis revisado el barracón? ---preguntó Mejún con gesto cansado y la paciencia agotada.
---Sí Señor, palmo a palmo.
--- ¿Y qué? ¿No habéis encontrado nada? ---volvió a preguntar Mejún, en tono más elevado, marcando excesivamente las sílabas para mostrar su paciencia ante el novato Jefe de Guardias.
---Hemos encontrado su rafai y, encima de su colchón, unas piedras debidamente colocadas para burlar los sensores.
---Entonces… ¿se os ha olvidado bloquear la puerta del barracón ayer por la noche?
---No señor… la puerta ha sido debidamente bloqueada y también se ha colocado la alarma. ---Madus acompañó su contestación con un suspiro que daba a entender su preocupación por lo ocurrido y su falta de responsabilidad en los hechos.
--- ¡Totalmente imposible! Para empezar, si hubierais hecho bien vuestro trabajo, el cunche no habría conseguido introducir las piedras dentro del barracón para engañar los sensores del colchón, y mucho menos habría podido salir por una puerta de alta seguridad que se precinta durante la noche. Esto pasa por mandar novatos a hacer el trabajo de profesionales. Sigue conectado, voy a hablar con Altrus ---ordenó Mejún, desapareciendo de la pantalla.
La sola idea de ver el rostro de Altrus hizo que la relativa tranquilidad de los presentes se tambaleara. No mermaba el pánico el hecho de saber que su imagen aparecería comprimida en una pequeña pantalla, mientras él se encontraba a millones de escais de distancia y con poca capacidad de hacer daño, al menos de forma inmediata. Pero su leyenda y las ideas a ella asociadas traspasaban barreras físicas y temporales.
El tiempo de espera transcurrió en medio de un silencio sepulcral y una inmovilidad absoluta.
--- ¿Qué pasa con mis inútiles guardias novatos?
Preguntó de repente una voz de ultratumba, melodiosa y malvada a la vez. Era Altrus.
El estómago de Madus dio una fuerte sacudida que traspasó las barreras de su uniforme e incomodó a los presentes. Dirigió su turbada mirada a la pantalla del andum que, no obstante, seguía negra.
---Hay un desa—pa—re—ci--do, Se—ñor Al--trus. ---tartamudeó Madus.
---No te molestes en darme más detalles, ya lo hizo mi lugarteniente.
---Sí, Gran Jefe… ---contestó Madus.
--- ¡Escúchame bien! Es necesario que tú mismo compruebes todos los sistemas de seguridad, uno por uno, constantemente, dando novedades después de cada comprobación. Asegúrate también de que las puertas están completamente cerradas por la noche, de que funcionan los sensores, de todo. Los cunches no desaparecen porque sí, en mitad de la noche, sin dejar rastro… Es evidente que alguien del exterior le ayudó a huir. Alguien con poderes suficientes para burlar cualquier puerta de seguridad, para introducir las piedras en el barracón bajo cualquier forma y sin ser visto… Sabes a quien me refiero, ¿verdad?
La voz de Altrus sonaba aleccionadora, como la de un maestro que trata de enseñar a un alumno desaventajado.
---Si Gran Jefe, al Rey Kiyama ---contestó Madus, seguro de dar la respuesta correcta.
---Con un sí o un no me hubiera bastado ¡imbécil! ¡NO VUELVAS A REPETIR ESE NOMBRE EN MI PRESENCIA! Y mucho menos llamarle Rey. ---contestó Altrus, elevando tanto la voz que parecía que el aparato iba a estallar en mil pedazos.
---En-te-ra-do, Gran Je-fe Al-trus.
El aparato de transmisiones temblaba tanto como las manos de Madus, hasta que se silenció de repente, dejando un vacío que fue sustituido por un murmullo generalizado que circulaba por toda la explanada; mientras los guardias, inexpertos y aturdidos momentáneamente por la presencia de Altrus, no sabían como acallar a los cunches...
Incluso Garfe se atrevió a girar la cabeza para mirar hacia donde estaban sus compañeros. Y lo que vio fueron rostros sonrientes, ojos que brillaban con el fulgor de la ilusión e intercambio de comentarios esperanzadores. Uno de ellos le miró diciendo en voz alta: “Samuel no ha muerto, sigue vivo, se ha llevado a Llut a una vida mejor y volverá a buscarnos también a nosotros, uno a uno nos irá llevando con él”, decía aquél cunche como si estuviera recitando una profecía.
--- ¡Silencio todos! --- gritó Madus.
El murmullo se fue acallando poco a poco y los presentes guardaron la ilusión para mejor ocasión.
--- ¡Quiero ver unas filas perfectas! Tú y tú… ¡volved a vuestros sitios! ---dijo Madus dirigiéndose a Garfe y a la anciana.
Los dos obedecieron sin dilación, contentos de que su castigo no hubiera sido ejecutado. La anciana caminaba ahora con una energía renovada y hasta Garfe parecía haber vuelto a apreciar el placer de contemplar más amaneceres.
Cuando estuvieron de nuevo insertados en el interior de la fila, la voz de Madus volvió a sonar para ordenar la vuelta al trabajo.
Ahora la fila se deslizaba con soltura sobre la artea. Todos parecían contentos de quemar en sus trabajos las horas que restaban hasta que apareciera la noche, y con ella la posibilidad de que la suerte decidiera cuál sería el siguiente afortunado en abandonar los barracones para ir al lado de Samuel. Hatai nunca había recibido tantas plegarias.



7. UN AMOR EN SUEÑOS
Al igual que muchas noches anteriores, cuando el sueño les transportaba al mundo del subconsciente haciendo posible lo imposible, Samuel y Monnie quedaron en reunirse junto al lago. Era una cita sin horario convenido, a la que cada uno acudía tan pronto el sueño nocturno le rescataba de la monotonía diaria. Aunque el tiempo de espera solía ser corto, él casi siempre llegaba antes y le tocaba esperar. A Monnie le gustaba contemplarle, aguardando al lado del árbol centenario, mientras ella descendía por el sendero hacia su encuentro. Sin embargo a Samuel le ocurría lo contrario, prefería llegar primero al lugar, esperar allí acompañado de ese gusanillo que la emoción le ponía en el estómago y contemplarla mientras caminaba hacia él con una sonrisa en la boca.
También era una cita sin punto de encuentro real. ¿Dónde estaba aquel sitio? ¿Existiría en la realidad aquel idílico entorno? Eran preguntas que los dos se hacían continuamente cuando a su mente acudía la estampa de aquel lago de aguas claras que formaba una circunferencia perfecta en medio de montañas escarpadas.
El “yo” consciente de ambos les repetía constantemente: “No existe en la realidad, se trata sólo de un sueño”, decía una y otra vez, como un niño fastidioso que se empeña en desvelar a los más pequeños que no existen los Reyes Magos, dando al traste con todas sus ilusiones infantiles.
Monnie, al menos, se consolaba sabiendo que Samuel era real. Ella lo había visto en varias ocasiones durante sus excursiones a la entrada de la cueva.
Samuel no tenía esa certeza. Su mente se negaba a aceptar que Monnie fuera real. “No puede existir alguien tan especial”, se repetía constantemente a sí mismo. Una vez se convencía de que ella no era de aquel mundo, sino fruto de su imaginación, sentía la agradable sensación que le proporcionaba el hecho de tener la seguridad de que no estaba perdiéndose nada al mantener su vida atada a Laila, de saber que no estaba siendo infiel, porque no se puede cometer infidelidad con alguien que no existe. Era un sentimiento liberador, que le eximía de toda culpa, pero que le helaba el corazón y le hacía sentirse solo en cualquier compañía.
Esa noche era especial (todas lo eran, pero esa un poco más). Él esperaba inmóvil, de pie junto al árbol. La impaciencia le impedía tomar asiento en la que parecía ser una mullida alfombra de hojas secas tendida a sus pies entorno al árbol. No quería perder ni un segundo. En cuanto ella llegase, se marcharían.
Mientras sus ojos escudriñaban la oscuridad para verla bajar por el sendero que descendía de las montañas, la voz que anhelaba oír se hizo presente a sus espaldas, causándole un sobresalto.
---Hoy cambié de ruta… ---dijo Monnie sonriendo, al ver que Samuel se había girado de un brinco tan pronto escuchó su voz.
---Cualquier ruta es buena, siempre que te conduzca a mí. ---contestó él, también sonriendo, aunque un poco descolocado por el sobresalto.
--- ¡Te has asustado! Sí, te has asustado… ---repetía ella, riendo y bromeando sin recato.
---Vale… reconozco que me asusté un poco. Esperaba verte bajar por el sendero y apareciste de repente a mis espaldas. ---contestó, tratando de justificar aquella improvisada puesta en guardia.
---Yo también me asustaría. ---dijo ella, para quitar importancia al incidente.
---Y ahora que ya ha pasado el susto, ¿nos vamos? ---propuso Samuel, tendiéndole la mano.
--- ¿No me habías prometido algo especial?
--- ¡¿Especial…!? ¿Cómo qué? ---preguntó él, haciéndose el olvidadizo.
--- ¿No te acuerdas?
---No
---Habrá sido fruto de mi imaginación… ---dijo Monnie, mientras su semblante se iba nublando.
Al parecer, entre sus muchos sueños, había imaginado que él iba a convertirla en humana por una noche. Le había pedido un hermoso pelo ensortijado de color rojo, una cara blanca en la que destacaran de forma especial unos grandes ojos verdes, labios carnosos y un cuerpo esbelto, como los de aquellas mujeres que se asomaban por la televisión en el salón de la casa de Madrid, delgadas en exceso y con piernas interminables; que aseguraban haber alcanzado la felicidad a través de aquel maravilloso cuerpo, y que todo aquello era obra de determinados productos que ellas consumían, invitando a los espectadores a que siguieran sus pasos. Monnie ansiaba sentir esa felicidad que dibujaba en la cara aquellas hermosas sonrisas mostrando una dentadura perfecta. Deseaba ser admirada como ellas, que parecían tener el mundo a sus pies. Incluso su delgadez, que en principio le pareció estrafalaria, había logrado despertar su admiración. Ella estaba gorda. Aquellas mujeres tenían el vientre plano y en el suyo se dibujaba una pequeña curva, que pensaba atajar a base de reducir su ingesta de hojas de fangut.
Monnie conocía la forma de vida humana a través de la televisión, que miraba sin perder detalle en el salón de la casa que Samuel tenía en La Tierra; y había llegado a la conclusión de que, para los humanos, era importante ser mujer, joven y hermosa. Esos eran los valores en alza. En realidad, no había escuchado que ninguna otra cosa tuviera importancia. En la televisión hablaban constantemente sobre ese tipo de mujeres, que eran las verdaderamente triunfadoras. Por eso se había hecho ilusiones con experimentar en propias carnes lo que significaba sentirse en la cima del mundo, aunque sólo fuera por un momento.
--- ¿Qué ocurre? ---preguntó Samuel, preocupado al ver el rostro taciturno de Monnie.
--- Nada. ---contestó ella, escondiendo la mirada detrás del árbol.
---Cuéntame…, sé que estás preocupada por algo. ---insistió.
---Es que… esta noche me habías prometido convertirme en humana, durante poco tiempo por supuesto.---contestó ella con timidez.
--- ¡Ah, es eso! ¡Claro que me acuerdo! Pero necesitamos un espejo para que puedas ver la transformación. De todas formas, no podré convertirte en una belleza, como tu quieres… ---dijo Samuel, calibrando el efecto que causarían esas palabras.
---Lo sé ---se limitó a contestar Monnie.
---No puedo convertirte en una belleza… porque, en este caso, la transformación siempre sería menos bella que el original. ---terminó él, arriesgándose a piropearla por primera vez.
Ella sonrió para sus adentros, deseando que el rubor fuese benevolente y abandonara pronto sus ardientes mejillas.
---Gracias. ---acertó a decir, aunque le parecía una respuesta cuando menos estúpida.
--- ¿Nos vamos? ---preguntó Samuel, volviendo a tenderle la mano.
--- ¡¿A qué esperamos?! ---contestó ella, aferrándose a la mano de Samuel.
En instantes estaban en el salón de la casa de Madrid y Monnie llevaba una única idea fija: ir al espejo grande que había en el recibidor; pero le pareció conveniente no insistir más en el tema.
--- ¿Me acompañas al recibidor? ---preguntó él, adivinando sus pensamientos.
--- ¡Claro!
Antes de visitar aquella casa, ella nunca había visto un espejo. La reacción fue inmediata: dio un brinco hacia atrás a la par que en su cara se dibujaba una expresión de sorpresa, mientras sus manos nerviosas recorrían brazos, piernas y cara para comprobar que todo seguía en su lugar y no había nada extraño.
--- ¿Recuerdas la primera vez que viste el espejo? ---preguntó Samuel, adivinando una vez más sus pensamientos.
--- ¡Claro que lo recuerdo! ¡Menudo susto, pensé que me había quedado plana!
--- ¡Y yo que pensaba que nunca habías visto tu imagen!
--- ¡Claro que la había visto! Pero no plana. Nosotros teníamos los sagutes, que son como vuestros espejos, pero reflejan la imagen en tres dimensiones.
Samuel sintió un poco de vergüenza al haber imaginado que aquellos seres, para los que el Universo no tenía secretos, ignoraran la existencia de un artilugio capaz de reflejar la imagen. Él no había llegado a conocer los sagutes porque fueron absolutamente prohibidos por Magmalignus nada más instalar el régimen de esclavitud en Candai. Ni siquiera había escuchado hablar de ellos a los cunches y roggies con los que convivió. Era evidente que muchos de los antiguos conocimientos se habían ido extinguiendo a lo largo de quinientos años de retroceso.
Ella (ya acostumbrada a verse reflejada de aquella manera) se situó delante del espejo del recibidor. Estaba nerviosa, en parte por el cambio de imagen y en parte por la cercanía de Samuel, que se había colocado justo detrás de ella, tan cerca que podía sentir cómo su pecho se ensanchaba al ritmo acompasado de la respiración. Le había puesto las manos sobre los hombros, sin llegar a tocarlos, y su cabeza asomaba por la parte izquierda de la cara de Monnie. A través del espejo ella observaba como Samuel depositaba la mirada sobre su cuello. Estaba hecha un manojo de nervios.
Los deseos de Monnie oscilaban entre la expectación por conocer lo más pronto posible la imagen que se reflejaría en el espejo instantes después y la plegaria que elevaba su alma en ruego para que se detuviera el tiempo en ese preciso instante y seguir sintiéndole a su lado por toda la eternidad.
De pronto, una espectacular pelirroja de cabellos ondulados, cara redonda y ojos verdes, que cubría su escultural cuerpo con unos vaqueros ajustados y una camiseta negra de tirantes, sonreía en el espejo acaparando la atención de ambos.
--- ¿Qué te parece?
Samuel hizo su pregunta por cortesía, pero en sus adentros se sentía tan orgulloso de su obra como debió hacerlo Miguel Ángel cuando terminó El David, pues aquella mujer era un auténtico monumento, pensó, guardándose para sí tales conclusiones.
--- ¡Me encanta! ---exclamó ella, entusiasmada.
---A mí también… ---pensó él, obviando añadir “¡estás impresionante!”.
--- ¿No te habrás pasado un poco? Me veo como muy… muy llamativa. ---observó ella.
---Pues yo te veo hermosa. ---concluyó, dando a entender que no pensaba quitar ni poner nada.
--- ¿Y ahora qué? ---preguntó Monnie, jugando con coquetería con los rizos rojos que adornaban su cabeza.
---Ahora es media tarde, hace un día estupendo, ideal para dar un paseo…
--- ¿Por qué no vamos a coger esas cosas tan bonitas que hay en la televisión? ---preguntó ella, sonriendo con ilusión.
Samuel enmudeció unos instantes tratando de comprender a qué se refería.
--- ¿Te refieres a ir de compras? ---preguntó al fin.
Monnie no comprendió la pregunta y se le quedó mirando con cara de interrogación.
---Esas cosas que vemos en la televisión las venden en las tiendas y para comprarlas hay que tener dinero. Yo no lo tengo… ---contestó Samuel, tratando de justificarse.
--- ¡¿Dinero?! ¿Qué es dinero?
--- Es un objeto que te entregan a cambio del trabajo. Tú haces algo porque alguien te lo pide, y él te corresponde entregándote ese objeto que sirve para adquirir las cosas que quieras, siempre y cuando tengas la cantidad suficiente, por supuesto. ---contestó él, a sabiendas de que la explicación le había quedado muy resumida y era imposible que con esos pocos datos ella se hiciese una idea de lo que era el dinero.
Monnie se encogió de hombros.
--- ¿No existía el dinero en Kimismo?
--- Por lo que me dices, es una cosa u objeto que representa un valor previamente establecido. Se entrega y a cambio te dan las cosas. En Kimismo existió algo así durante un tiempo. Eran unas piezas pequeñas de zafran que tenían valor por sí mismas, pero nuestros gobernantes tuvieron que prohibirlo…
--- ¿Por qué? ---interrumpió Samuel.
--- Por varias razones. Una de ellas fue que aumentaron muchísimo los delitos. Antes del zafran apenas existían robos ni asesinatos, después se multiplicaron. También surgió una nueva clase social, que se volvió muy poderosa. Eran aquellos que habían conseguido tener mucho zafran, y amenazaban con destruir todo el sistema político establecido para situarse ellos en el poder. Nuestros gobernantes sintieron temor y prohibieron el trueque. Después de aquello volvimos al sistema tradicional. A cada familia se le otorgaba una casa completamente equipada y en concordancia con su estatus social, también se proporcionaban los alimentos y vestidos necesarios, la educación, etc.…
Samuel pensó que sería una solución a los muchos problemas que había en la Tierra, pero no se manifestó al respecto.
---Como te decía… tenemos un estupendo día soleado, ¿damos un paseo? ---propuso.
--- ¡¿A qué esperamos?! ---repitió Monnie por segunda vez aquella noche, alargando la mano para coger la de Samuel, que se limitó a dejarse llevar sin poner reparos.
Cerraron tras ellos la puerta de entrada a la vivienda y se dispusieron a cruzar el estrecho pasillo embaldosado que separaba los dos pequeños jardines que formaban la antesala de la casa. En ese momento Samuel tuvo la impresión de que parecían dos fantasmas merodeando por los alrededores de una casa abandonada, a juzgar por el deteriorado aspecto del jardín, en el que tan sólo crecían hierbajos que no respetaban los límites de territorio establecidos y se habían instalado entre las baldosas, en los peldaños de escalera que subía hasta el porche y encima de los pequeños muros, dejando notar su descuidada presencia por todas partes e inundando el entorno con ese color pardusco que combinaba a la perfección con los sofocantes días del verano madrileño y contrastaba con el antinatural verdor que lucían los jardines de las casas vecinas.
El paso del tiempo y la falta de una mano de pintura también habían hecho estragos en la verja que custodiaba la casa. Años atrás, Samuel había comprado aquella vivienda con la ilusión del que cumple un deseo del pasado e invierte en ello todo el fruto del trabajo futuro. También se había esmerado en perfeccionar hasta el más mínimo detalle, tratando de que su bolsillo no se resintiera en demasía (por lo menos no más de lo que ya estaba con el cargo de la hipoteca mensual). Con la escasa ayuda de sus padres había pintado toda la casa, sencillamente porque aborrecía aquel color ocre que tenía cuando se la entregaron. Y la verja de la entrada no fue una excepción. Cambió su color marrón original por el negro, que la resaltaba mucho más.
En ese momento sintió pena al ver aquella verja ferruginosa de color ocre mezclado con algún que otro pegote de la pintura negra de antaño, que permanecía allí para dejar constancia de que la casa había conocido tiempos mejores.
--- ¡Samuel! ¿Eres tú?
Gritaba desde el otro extremo de la calle una voz de mujer que le resultaba tan familiar como inoportuna. Se trataba de Marta, la vecina que vivía dos casas más adelante y que, años atrás, cuando Samuel residía en la urbanización, había mostrado un constante interés sentimental por él, tanto que casi rayaba el acoso. Hasta el punto de que él vivía en un continuo sobresalto, siempre esperando escuchar de un momento a otro la inconfundible voz, que saldría del rincón más insospechado como preludio de que Marta estaba cerca.
Ese día no la esperaba. Ver a su antigua vecina era lo último que tenía en mente.
Ella ya había cruzado la calle y se disponía a abrir la verja de entrada sin necesidad de invitación previa. Samuel se apresuró a salir, convencido de que el encuentro era inevitable y de que debía celebrarse en un terreno neutral, dejando en paz el jardín de su casa que, por otra parte, no estaba presentable.
--- ¡Hola Marta! ---contestó él, intentando aparentar alegría, mientras apoyaba su brazo sobre el hombro de Monnie, para darle a entender que ya no estaba libre.
--- ¿Dónde has estado? Desapareciste de la noche a la mañana, nunca mejor dicho. ---preguntó Marta, mientras sus ojos vivarachos, adornados con unas lentillas en color verde esmeralda escaneaban a la acompañante de Samuel.
---Por ahí fuera… Tuve que marchar apresuradamente y no hubo tiempo de despedidas. Ya sabes… cosas del trabajo.
Samuel escudriñaba también cada detalle de la anatomía de Marta. Los años le habían pasado una factura que ella pretendía saldar a base de cirugía. Había cambiado y ahora parecía una “barbie” esculpida en los quirófanos, embutida en unos vaqueros dos tallas menos de las necesarias y alzada sobre unas sandalias de tacón de aguja que eran la viva imagen de la incomodidad. Con el transcurso de los años su anterior pelo castaño había devenido en rubio platino y su mirada había mudado la poca inocencia que aún le quedaba para vestirse de picardía, adornada con un gesto característico que indicaba estar ya de vuelta de casi todo.
--- Cuando desapareciste, todos pensamos en lo peor. Estábamos muy preocupados al comprobar que faltaba tu coche y el garaje estaba abierto. Pensamos en un secuestro, porque nos parecía imposible que una persona tan cuidadosa como tú se hubiera marchado sin avisar y dejando la puerta del garaje abierta. ---continuaba Marta, sin quitarle ojo a Monnie, a quien miraba con la mezcla de envidia y respeto que produce la belleza arrebatadora e insultante.
---Todo surgió de repente y no tuve tiempo de avisar a nadie. Tenía que llegar al aeropuerto para coger un vuelo a Estados Unidos y llevaba el tiempo contado. Por eso no me percaté de que dejaba abierta la puerta del garaje. ---improvisó Samuel.
Estaba avergonzado de sí mismo y de las mentiras que en esos momentos le estaba contando a Marta. Miraba a Monnie buscando gestos de desaprobación en su cara, pero ella ofrecía una sonrisa ingenua que indicaba no estar comprendiendo absolutamente nada.
---Hubo muchas más cosas que nos extrañaron… ---dijo Marta, mirándole con ojos inquisidores.
--- ¿Qué cosas?
--- Barajamos la posibilidad de un secuestro y no conocíamos a ningún pariente tuyo. De hecho, tras la muerte de tus padres, creo que alguna vez me has comentado que no te quedaba familia. Por eso llamamos a la policía… ---dijo Marta, esperando a ver la reacción de Samuel, antes de continuar con el relato.
--- ¡Habéis llamado a la policía! ---exclamó.
--- ¿Qué querías que hiciéramos? Todo apuntaba a un secuestro o cualquier otra cosa, no muy buena, desde luego. Pero tú, veo que no has perdido el tiempo… ---dijo Marta, señalando descaradamente a Monnie.
---Ah, perdona que no te haya presentado aún. Es Monnie, mi novia. Monnie, esta es Marta. ---replicó Samuel, haciendo la reverencia con la mano, primero hacia Monnie y luego hacia Marta.
Marta pensó que el nombre le venía al pelo a aquella engreída que no paraba de sonreír, extendiendo al máximo sus abultados labios operados para enseñar una dentadura de anuncio. Parecía una mona, pensó, disimulando la risa malintencionada bajo el velo de una agradable sonrisa, más oportuna en ese momento.
Marta intentó cumplir con el ritual de cualquier presentación. Se acercó a Monnie e hizo amago de darle dos besos en la cara aunque, para no estropear el maquillaje, el beso debía quedar en un simple acercamiento de mejillas, sin llegar a tocarse, acompañando el gesto con una ridícula mueca en los labios en forma de beso. Ese acto provocó el temor de Monnie, hasta el punto de obligarla a dar un brinco hacia atrás para sustraerse al alcance de aquella desconocida, que venía hacia ella usando un gesto que le hizo recordar las afrentas infantiles que había tenido con otros niños, y que se solventaban a base de mordiscos en las mejillas, para que todo el mundo pudiera ver la herida y catalogar al que la exhibía como “buscador de líos”. Así todos sabrían que era poco recomendable acercarse a él.
--- ¿¡Qué le pasa a esta!? ¿Es que se cree tan hermosa que siente asco de todo el mundo? Menos de ti, claro… ---preguntó Marta, encogiendo los hombros en un gesto que oscilaba entre la estupefacción y el enfado.
--- Es americana. Por eso no entiende lo que hablamos ni tampoco nuestras costumbres… --- improvisó Samuel, soltando la primera respuesta con algo de lógica que pasó por su mente.
---Hello! I am Marta. How are you? --- preguntó usando un inglés adornado con el acento y la gracia andaluza.
Monnie había vuelto a sonreír, pero seguía guardando lo que ella consideraba una distancia prudencial.
--- ¿En qué lugar de América la encontraste?
--- La conocí en New York. Es una chica muy amable y simpática, lo que ocurre es que también es muy tímida porque tuvo una experiencia muy triste en su familia. A cualquiera que le hubiese ocurrido lo que a ella, se le quitarían las ganas de hablar con desconocidos para siempre… ---seguía improvisando Samuel.
---Pero está comprobando que yo no soy peligrosa. ¿O no te ve a ti hablando amistosamente conmigo? Si me tiene tanto miedo como para no corresponder a mi saludo… ¿por qué me sonríe?
---Ella es así. Le gusta quedar bien y, a la par, no dar excesiva confianza a la gente que no conoce.
---Está bien... ---dijo Marta, ya resignada ante aquel extraño episodio.
---Y… ¿no me estabas contando que habíais llamado a la policía? ---preguntó Samuel, desviando el motivo de la conversación.
--- ¡Lógicamente! Desapareciste en circunstancias más que sospechosas…
--- ¿Y qué hizo la policía?
---En principio no le dieron demasiada importancia. Nos dijeron que debíamos esperar cuarenta y ocho horas y, si pasado ese tiempo no habías regresado ni sabíamos dónde estabas, deberíamos formular una denuncia por desaparición.
--- ¿Y denunciasteis?
--- ¡Por supuesto! Empecé a contar las horas cuando terminé de hablar con los agentes. Al llegar a la que hacía el número cuarenta y siete, cogí mi coche y me presenté en la Comisaría. Allí di cuenta de tu desaparición. Me hicieron un montón de preguntas, que no recuerdo ahora mismo, pero si tienes mucho interés en conocerlas aún guardo la copia de la denuncia en algún lugar de mi casa. Después vinieron dos policías de paisano, comprobaron los alrededores de tu casa e interrogaron a todo el vecindario para que les explicasen lo que supieran sobre ti: edad, ocupación, si tenías novia, familiares, personas extrañas que hubieran merodeado por la urbanización, si solías ausentarte a menudo… Les hablamos del viaje a Kenia. ¡Ah! Y también nos preguntaron si acostumbrabas a salir de juerga, emborracharte, tomar drogas, etc.
--- ¿Habréis contestado a todo que no? ---bromeó Samuel.
--- ¡Por supuesto! ---exclamó ella, dirigiéndole una mirada envuelta en llamas.
---Como te comentaba…, me llamaron del trabajo para comunicarme que tenía que partir inmediatamente para Estados Unidos, con el fin de asistir a un curso en New York. Era imprescindible para la buena marcha de la fábrica y la persona encargada de asistir se sintió indispuesta el mismo día que debía coger el vuelo, así que recurrieron a mí y tuve que salir precipitadamente. Con los nervios y las prisas, se me olvidó cerrar la puerta del garaje. El coche lo dejé en el parking del aeropuerto y después, cuando ya tuve claro que no iba a regresar tan pronto, le encargué a un compañero de trabajo que gestionara su venta.
--- ¿Cuánto tiempo de duración tenía prevista el curso?
---Quince días, no más…
--- ¡Quince días que pasaron a convertirse en más de diez años!
---Así son las cosas… Una vez allí me ofertaron un puesto de trabajo dotado de importantes mejoras, tanto profesionales como económicas, que no podía rechazar. Y allí continúo.
--- ¿La conociste en Nueva York? ---preguntó Marta, cambiando de tema a traición.
--- Sí. Nos unió la soledad. Ella está sola en el mundo, como yo. ---contestó con cara nostálgica.
--- ¿Cuántos días piensas quedarte en Madrid? ---preguntó Marta, continuando con el interrogatorio.
---Poco tiempo, quizá una semana… Pero estaremos poco en la urbanización, porque tengo que enseñarle Madrid a mi novia. ---contestó Samuel, cogiendo a Monnie por la cintura para atraerla hacia sí.
---Ya veo que estás muy enamorado. Pero ten cuidado, esta chica es muy joven. Yo diría que incluso es menor de edad y eso te puede traer problemas. ---dijo Marta, liberando una pequeña porción del veneno que llevaba dentro.
---Tiene veinticuatro años. ---repuso él, poniéndose en guardia.
--- ¡Eso no hay quién se lo crea! Esta chica no tiene más de dieciséis años. ---contraatacó Marta
---Piensa lo que quieras… No voy a mostrarte ahora su pasaporte y, si nos disculpas, vamos a continuar… mejor dicho, a comenzar nuestro paseo. ---dijo Samuel, dando por concluida la conversación.
---Piénsalo bien, no te vayas a meter en un lío. Esta chica es menor de edad y lo sabes. ---siguió diciendo Marta, aunque ya Samuel y Monnie le habían dado la espalda y avanzaban cogidos de la mano por la acera de la pequeña carretera que dividía ambos lados de la calle.
¡ESTA CHICA ES MENOR DE EDAD, ES MENOR DE EDAD, ES MENOR DE EDAD! Repetía la voz de Marta en la cabeza de Samuel, aumentando el volumen con cada frase.
--- ¡Samuel! ¡Samuel! ¿Qué ocurre? ¿Qué estas diciendo? ¿Quién es Monnie?
Despertó envuelto en un sudor que le helaba todo el cuerpo, temblando y mirando con gesto extraño la habitación en la que dormía desde hacía varios años y a la persona que compartía con él su vida desde su llegada a Kimismo.
---No pasa nada, Laila. Tuve una pesadilla, eso es todo. ---contestó nada más recobrar la memoria.
--- ¿Quién es Monnie? ---volvió a preguntar---. No es la primera vez que te escucho nombrarla en sueños. ¿Alguna novia que tenías en La Tierra?
Laila se había incorporado en la cama y se dirigía a él con gesto amenazante.
---No lo sé. Sólo era un sueño. ---contestó él, debatiéndose entre el sentimiento de culpa y la incomodidad de verse sometido a un interrogatorio.
--- Tú me estás engañando. ---acusó Laila, antes de salir de la cama con gesto airado y abandonar la habitación, dejando tras de sí un portazo que tambaleó la casa y la conciencia de Samuel.

Él clavó la mirada en el techo de la habitación y esperó la llegada del amanecer, seguro de que ya no podría volver a conciliar el sueño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario