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KIMISMO
miércoles, 1 de febrero de 2012
miércoles, 3 de marzo de 2010
PUBLICACION DE "EL SUBMUNDO DE MONNIE"
Ficha del libro
KIMISMO. El Submundo de Monnie. Por Elisa Cotarelo.
Referencia: Artgerust
Género: Juvenil
Temática: Ciencia Ficción y Fantasía
Idioma/s: Español
Formato: 150 X 210mm, 489 páginas.
Precio del libro en papel: 17,50 euros (+ gastos de envio)
Precio del e-book: 4 euros
Editorial: http://www.artgerust.com/
ISBN: 978-84-15240-25-9
Sinopsis:
Vencido por Altrus, Samuel huye de Candai junto con su familia. Se refugian en la entrada de una cueva y cae en una profunda depresión, hasta que una de las personas que viven con él es asesinada, lo que le obliga a reaccionar. Tendrá que investigar una muerte acaecida en extrañísimas circunstancias. Por si fuera poco, en los barracones de Candai desaparece un esclavo cada noche, evadiendo rigurosas medidas de seguridad...
Por si fuera poco, un amor que comienza en sueños y después se traslada a la realidad, irrumpe en la vida de Samuel llenándola de misterio, pues encuentra el amor de su vida (Monnie) pero ella llega envuelta en secretos que le llenaran de dudas, pues es la principal sospechosa del asesinato y de las desapariciones.
OS DEJO 10 CAPITULOS PARA QUE VEAIS SI OS INTERESA LA NOVELA (EL LIBRO TIENE 29)
PODEIS COMPRARLO O DESCARGARLO EN EL SIGUIENTE ENLACE
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SI QUEREIS CONTACTAR CONMIGO, HACER SUGERENCIAS, QUEJAS, HACEROS FAN DEL LIBRO (ME AYUDARÍA MUCHO), O LO QUE QUERAIS, OS DEJO EL ENLACE DE KIMISMO EN FACEBOOK:
http://www.facebook.com/pages/Kimismo-La-odisea-del-ultimo-Kiyama/254078843620
NOTA DE LA AUTORA: el libro en papel está muy bien, viene con una calidad excelente, pero sale un poco caro debido a que la impresión bajo demanda siempre es más costosa que si se imprime una gran cantidad de libros, además están los gastos de envío. En cambio el e-book lo he puesto al precio más reducido que pude, para que todos (los que os guste esta historia) podáis leerla completa. Yo gano muy poco con las ventas de libros en papel (1 euro), con los e-books tampoco, pero me interesaría acreditar un número de descargas para ver si así alguna editorial se anima a publicarme. Además también me serán de gran ayuda vuestros comentarios para dar a conocer esta historia. Es lo que más valoro y, lo que creo que podría resultarme de mayor ayuda, además de las descargas del e-book. Pero lo que más me puede ayudar es que la gente que lea estos capítulos deje sus comentarios en los blogs, redes sociales, amigos, etc. Es muy difícil salir adelante sin dinero para promocionar y sin editorial que respalde al autor. Muchísimas gracias, de corazón.
Si quieres descargar o comprar la primera parte, también os dejo el enlace:
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KIMISMO. El Submundo de Monnie. Por Elisa Cotarelo.
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Género: Juvenil
Temática: Ciencia Ficción y Fantasía
Idioma/s: Español
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Sinopsis:
Vencido por Altrus, Samuel huye de Candai junto con su familia. Se refugian en la entrada de una cueva y cae en una profunda depresión, hasta que una de las personas que viven con él es asesinada, lo que le obliga a reaccionar. Tendrá que investigar una muerte acaecida en extrañísimas circunstancias. Por si fuera poco, en los barracones de Candai desaparece un esclavo cada noche, evadiendo rigurosas medidas de seguridad...
Por si fuera poco, un amor que comienza en sueños y después se traslada a la realidad, irrumpe en la vida de Samuel llenándola de misterio, pues encuentra el amor de su vida (Monnie) pero ella llega envuelta en secretos que le llenaran de dudas, pues es la principal sospechosa del asesinato y de las desapariciones.
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domingo, 31 de enero de 2010
CAPITULOS I: LA VISITANTE
La cataplasma con la que había untado su cuerpo desnudo comenzaba a secarse, formando profundas grietas que tiraban de la piel hacia los lados causándole una sensación muy molesta. Era la señal de alarma. Si se demoraba en eliminarlo, aquel improvisado vestido de barro se secaría dejando su piel cubierta por una capa tan dura que, para borrarla sin dejar rastro, demandaría un concienzudo lavado. Esa faena agotaba el tiempo que ella consideraba prudente para llegar a casa sin levantar sospechas. Además, si la capa se endurecía, sería necesario un intenso frotado para eliminarla, y eso traería como consecuencia el inevitable enrojecimiento de su blanca piel. Por si fuera poco, conociendo la indiscreción y ansias de cotilleo que tenían tanto su familia como los vecinos para buscar entretenimiento con el que llenar sus monótonas vidas, vendría necesariamente seguido de preguntas sobre las causas de ese cambio en el color cutáneo, a las que no podría dar respuesta.
Era el momento de regresar.
Añadido a lo anterior estaba el hecho de que no debía abusar de la poca paciencia de su padre. Tras muchos días de discusiones y negociaciones, había logrado que él le permitiera disponer (sólo de vez en cuando) de un tiempo libre después del trabajo en los campos de fangut. En algunas ocasiones consentía en que ella abandonara sus labores un tiempo antes de que el resto de la familia se retirara a la casa para tomar la comida de mediodía; otras veces le permitía ausentarse un rato algunas tardes, cuando ellos se retiraban para descansar hasta el día siguiente. En ese aspecto se consideraba privilegiada con respecto a los demás niños y jóvenes del poblado. Ellos no tenían tanto tiempo libre.
Se preguntaba durante cuánto tiempo más podría mantener el engaño, ya que en realidad no empleaba ese tiempo en jugar, como le había dicho a su padre, sino en explorar las rutas interiores de la cueva. Si sus padres supieran la verdad, la encerrarían en la casa durante el resto de su vida. No querrían correr el riesgo de que la maldición proferida por Magmalignus cayera sobre ella con todo su peso.
Aunque realizaba con frecuencia aquellas visitas desde hacía mucho, demasiado tiempo, de pronto se percató de que a pesar del cambio que aquel descubrimiento había representado en su aburrida vida, nunca se había molestado en calcular cuántos días habían transcurrido desde aquella primera vez en la cual descubrió que todo un mundo, desconocido y apasionante, se abría en la boca de la cueva. El tiempo para ella era tan insignificante como una moneda para un millonario. Tenía mucho tiempo, todo el tiempo del mundo. Calculó que quizá había transcurrido un año, aunque también podían ser dos, o diez… Era imposible saberlo con exactitud.
Pero, a pesar de la regularidad con la que frecuentaba aquel lugar, el camino siempre le deparaba sorpresas que se presentaban en forma de rocas que aún no había visto, montículos de artea aquí o allá, en los que nunca antes había reparado. En ese momento pensó que siempre recorría el camino de vuelta tan embebida de la vida que había en la entrada de la cueva que si su secreto quedara al descubierto y se viera obligada a recurrir a su memoria para describir la ruta que le llevaba hasta ellos, le resultaría imposible hacerlo. Como escueta respuesta sólo podría decir que un sendero le guiaba hasta un pequeño pozo con agua suficiente para lavar su secreto y osadía haciendo desaparecer todo rastro del “protector” que usaba para que los escasos rayos de luz que se colaban por la entrada de la cueva no causaran estragos en su piel. Y continuaría el relato diciendo que, una vez satisfecha parcialmente su curiosidad, regresaba a casa siguiendo un largo camino que discurría paralelo al pequeño riachuelo que surcaba las entrañas la cueva y que le conducía a las casas a través de subidas, bajadas, rocas que sortear y otros imprevistos que podrían convertirse en grandes obstáculos para un explorador ocasional que, desde el exterior, se adentrara en la penumbra, pero que resultaban insignificantes para ella, acostumbrada a vivir en la oscuridad. En su relato tampoco podría obviar hacer mención a las dos grandes rocas que le servían de parapeto, colocadas en un punto estratégico por la naturaleza que, en su búsqueda de lo bello y práctico, jamás sospechó acerca del indiscreto uso que podría darles un observador curioso.
Antes de que pudiera darse cuenta sus pensamientos ya habían abandonado la escarpada ruta y estaban de regreso con aquellos seres que despertaban su interés hasta el punto de arriesgarse a espiarlos, aún a sabiendas de lo que podía sucederle si su fechoría era descubierta por parte de alguno de los dos bandos. Si lo hacían los suyos, el castigo sería el confinamiento eterno en aquella choza, a la que no le quedaba más remedio que llamar casa para no ofender a cuantos la habían levantado con mucho sudor y escasos medios. Si la descubrían aquellos a quienes espiaba… mejor no pensarlo. El miedo le cortó la respiración, dejándole la mente en blanco.
También volvió a su mente el recuerdo de aquel día en el que por primera vez vio la casa, ocupando casi toda la entrada de la cueva. Entonces creyó estar ante un gran cubo que una mano gigantesca había escondido allí de forma deliberada, ocultándolo a la mirada de posibles curiosos con una vegetación exterior que lo camuflaba a la perfección, tapando la boca de la cueva sin olvidarse de aparentar casualidad a primera vista, como si aquellos árboles estuvieran allí por obra y gracia de la naturaleza.
No comprendió que aquello era un hogar hasta que un día escuchó una discusión en tono suficientemente elevado como para traspasar las paredes hacia el exterior. Las frases le sonaban raras, pero pudo distinguir en ellas el idioma kimis aunque, eso sí, algo modificado por el transcurso de los siglos y el deterioro del sistema educativo, supuso en esos momentos. Habían pasado varios siglos desde que entraron en aquella cueva y en el exterior la vida seguía su curso, sometida a constantes cambios que tampoco pasaban de largo para el idioma.
Aquel cubo en nada se parecía a las auténticas casas que ella recordaba (obviando los cuchitriles en los que habitaban ahora). Las de antaño (las residencias del Candai libre, previas a la invasión por parte de Altrus y sus secuaces) eran semejantes a esferas cortadas por la mitad, que descansaban en el suelo apoyadas sobre su parte plana. Pero en ningún caso tenían la forma cúbica de un sacai pues, según los expertos constructores de la época, aquella forma era absolutamente inapropiada para la construcción de viviendas porque necesariamente implicaba que al menos una parte de la casa permaneciera completamente oculta a los rayos de Asten que, en cambio, se aprovechaban mejor si las construcciones eran esféricas. Monnie pensó que desde el reinado de aquellas doctrinas habían pasado demasiados años y tal vez los actuales expertos tuvieran buenas razones para ejecutar aquel cambio tan drástico.
Mientras se sumergía en el pequeño pozo de aguas ferruginosas, de donde saldría preparada para emprender el camino de vuelta y presentarse en su casa como si nada hubiera ocurrido, su mente siguió vagando por los recovecos de aquella ciudad que recordaba libre y hermosa. Aquella ciudad albergaba un mundo que, muy a su pesar, se vio obligada a abandonar cientos de años atrás.
Por aquel entonces Candai, con sus viviendas de semiesfera bañadas en cientos de colores diferentes, parecía un hermoso manto de lentejuelas que vestía la colina sobre la que se asentaba. Las casas de los cunches formaban la falda que cubría la ladera. Más arriba, las distinguidas residencias de los roggies adornaban el cuerpo de la montaña. Y el fastuoso palacio que el Rey Kiyama compartía con su hermano Altrus formaba la corona perfecta para la cima. Para ese fin habían segado la cabeza de la montaña y en su lugar instalaron el gran palacio de estructura circular, que abrazaba un inmenso patio en su interior donde guardaba celosamente las más impresionantes naves espaciales jamás diseñadas, según había oído comentar, ya que ni ella ni su familia tuvieron jamás acceso a él. Tenían que conformarse con contemplar las imponentes siluetas de aquellas naves recortarse planas en el cielo, adoptando múltiples formas extrañas, e imaginar cómo sería el resto de su estructura.
A la par que sus manos trabajaban mecánicamente, apresurándose para eliminar la capa de barro que le cubría el cuerpo, su mente seguía vagando por el antiguo Candai, desplazándole hasta las semiesferas asentadas por toda la montaña siguiendo un diseño de urbanización en el que habían trabajado algunos de los mejores arquitectos de la ciudad, capaces de guardar la estética sin olvidar las distinciones que las viviendas debían tener, dependiendo de la clase social de sus moradores. Así las había más grandes y más pequeñas, mejor situadas y peor, unas eran más lujosas y otras más humildes; pero la diferencia fundamental la marcaba el hecho de que sólo algunas de ellas disponían de anduria que, a modo de sombrero plano, cubría la semiesfera. La utilidad real de aquel singular techo era servir de base para el aterrizaje y aparcamiento para la nave familiar, pero también (y ese era su cometido más preciado) llenaba el orgullo de sus dueños aportando estatus social a la vivienda, pues sólo los roggies y kiyamas disponían de nave familiar y de anduria para exhibirla.
Dentro de la clase social de los roggies también había distinciones, que se manifestaban a través de la ubicación de sus viviendas y estaban directamente relacionadas con la afinidad de parentesco o amistad que cada familia compartiera con el Rey Kiyama, con su hermano Altrus o con la compañera del Rey. Así, las casas de los parientes y amigos de la realeza se apostaban en la parte alta de la montaña para que sus dueños disfrutaran del privilegio que aportaba el hecho de residir tan cerca del palacio, beneficiándose del prestigio social que les daba la ubicación de su vivienda y de la seguridad que les proporcionaba la guardia real, que ampliaba su vigilancia hasta sus hogares. Además, el rango social que tenían reconocido les llevaba a ocupar los puestos de mayor responsabilidad en el gobierno de Kimismo.
El Rey Mahi y su compañera Deila eran los moradores habituales del enorme palacio que dominaba la ciudad desde lo alto de la colina, mientras que Altrus Kiyama sólo pasaba allí temporadas, cuando el aburrimiento o la soledad le incitaban a buscar la compañía de la familia.
El palacio, entre otros muchos lujos, disponía de un patio con capacidad para más de mil naves; pero se comentaba que, a pesar de su magnitud, resultaba insuficiente cuando Altrus venía de visita acompañado de todo su séquito, desplazado desde el planeta Atia sin más motivo que el de impresionar a los habitantes de Candai con semejante despliegue de medios y poder. Para magnificarlo aún más, la impresionable ciudadanía había corrido el rumor de que aquello sólo era una pequeña muestra de su verdadero poder y que en el planeta Atia disponía de un palacio mucho más imponente que el de Candai, de tal magnitud que ocupaba una superficie igual a la cuarta parte del planeta y millares de soldados lo custodiaban noche y día.
Aunque ya importaba poco, Monnie sonrió al recordar que ella también descendía de una estirpe de roggies auténticos. Su árbol genealógico no estaba manchado por emparejamientos inadecuados, que solían ser frecuentes cuando algún antepasado enamoradizo se unía con un o una cunche, anteponiendo su felicidad a los intereses de la familia, con la consiguiente mancha en la inteligencia y el honor de todos sus descendientes.
Ella no daba demasiada importancia a las clases sociales y, de hecho, solía compartir juegos con los niños cunches que vivían próximos a su casa ya que, a pesar de ser roggies, la familia de Monnie no estaba directamente emparentada con la realeza y sus ascendientes tampoco habían tenido la habilidad suficiente para ganarse amistades en el palacio. Ese era el motivo por el cual ocupaban una vivienda situada en los últimos peldaños de la colina, a poca distancia de donde comenzaba la ciudad de los cunches, con sus casas formando hileras horizontales y verticales, perfectamente alineadas, por cuyo centro circulaba el sacai (cuadrado como la casa de la entrada de la cueva) que los llevaba de un lado a otro de la ciudad, cubriendo las necesidades de transporte provocadas por la carencia de naves familiares, que les estaba vedada porque era símbolo indiscutible de una distinción social de la que ellos carecían, al formar parte de una raza inferior tanto en inteligencia como en poderes.
A pesar de ser bastante más humilde que las situadas en las partes altas de la colina, la casa de Monnie también se cubría con una anduria en la que se aparcaba la nave familiar, cuyo único uso eran aquellas excursiones que la familia realizaba los días de descanso y que a ella tanto le fascinaban porque aportaban aventura a lo que por aquel entonces consideraba una vida monótona. Siglos después, el recuerdo de aquella época inundaba sus ojos de lágrimas cada vez que pensaba en el tiempo desperdiciado y en lo feliz que era entonces, cuando disponía de casi todo sin darse cuenta ni apreciar su valor. Su abuela siempre le repetía que no se aprecia lo que se tiene hasta que se pierde para siempre. ¡Qué razón tenía! Ahora lloraba envuelta en recuerdos que la transportaban hasta la nave de su familia que, como casi todas aquellas cuyo único destino era el ocio, estaba construida con material completamente transparente. Los asientos, el fondo y el techo permitían divisar el paisaje desde cualquier perspectiva.
Al rememorar aquella sensación de libertad y de dominio del medio, una media sonrisa asomó entre el barro mojado y las lágrimas que corrían por su cara.
Unido al de la nave familiar también llegó el recuerdo de su padre pilotándola. Por aquel entonces él guardaba intacta la lucidez mental (sin el egoísmo y la pereza que más adelante le caracterizarían) y solía llevarles de paseo por la zona que más le gustaba a ella, al sur, donde habitaban los grandes animales. Frec, su padre, era un hábil piloto y se acercaba a ellos hasta distancias tan temerarias que ponían la nave al alcance de sus fauces, para luego esquivarles con una maniobra rápida y genial, capaz de desatar la risa de Monnie y el mal humor de su madre.
Frec trabajaba en el observatorio espacial, en la sección de estudio del Universo conocido. Así en aquella época a Monnie le resultaban familiares los términos de distancias interplanetarias, agujeros en el tiempo, en el espacio y composición de los planetas, porque eran usados con frecuencia por Frec cuando, durante la reunión familiar diaria entorno a la última comida del día, buscaba la comprensión de los suyos tras una jornada de trabajo que él describía como agotadora. Pero no lo era tanto, porque su vida laboral transcurría en el laboratorio y nunca viajaba al espacio para hacer prospecciones sobre las zonas ya estudiadas, con el objeto de medir las distancias exactas y aportar muestras materiales. Esa tarea (considerada aburrida y, hasta cierto punto, peligrosa) estaba reservada a los cunches. Ellos la llevaban a cabo dirigidos a distancia por el maestro roggie correspondiente y apoyados por la avanzadísima tecnología de la nave que, por sí sola, hubiera sido capaz de realizar todas las funciones, de no ser por la desconfianza que en aquellos tiempos había hacia la tecnología moderna. “No olvides Monnie que las máquinas necesitan supervisión, no se les puede dejar trabajar solas”, solía contestar Frec cuando ella le preguntaba sobre el motivo de que los cunches tuvieran que realizar trabajos tan peligrosos, en especial después de que el padre de un compañero de juegos hubiese muerto en una de aquellas prospecciones y ella tuviera ocasión de vivir en directo el dolor de su amigo ante la ausencia de su progenitor.
Su madre, a quien ella tenía por costumbre llamar Rostie (nunca “sati”, como hacían los demás niños cuando se dirigían a sus madres) también se las ingeniaba para acaparar la atención en las reuniones familiares y, más a menudo de lo que Frec podía soportar, le interrumpía para contar anécdotas sobre su puesto de responsabilidad en el Control de población de Kimismo.
La labor de Rostie estaba relacionada con la orden Real de que todos los habitantes del planeta se aglutinaran en la ciudad de Candai y la prohibición de residir en cualquier otro lugar. Así se había estipulado para un mejor control de la población y del planeta. Fuera de Candai y su más que vasta zona de influencia (campos de cultivo, minas, fábricas…) comenzaba el dominio de las bestias, delimitado pero respetado, donde vivían y convivían conforme a las leyes naturales, ajenas al complicado e inexplicable avance y dominio del entorno por parte de aquellos que habían sido dotados de una inteligencia superior. Para mantener el nivel de vida, asegurar la reposición natural de los recursos consumidos y evitar la expansión hacia los terrenos del sur (reservados a los animales), se había estipulado que el número ideal de habitantes debía oscilar entre un millón trescientos mil y un millón quinientos mil individuos. Si la población llegaba a superar esa cifra, se debían activar los sistemas de freno para los nacimientos. Si el baremo descendía por debajo del millón trescientos mil, era necesario poner en marcha algún medio para que la natalidad aumentase.
Rostie dirigía las estrategias a utilizar para mantener la población a raya pero, afortunadamente, el número de individuos siempre osciló entre los límites permitidos; sin necesidad de que ella pusiera en práctica sus geniales ideas de control, que exponía con total seriedad en casa durante las cenas, buscando la aprobación y la admiración de la familia, aunque únicamente conseguía causar el estupor de la abuela Amand, la risa de Frec y la incomprensión de Monnie, que por aquel entonces era demasiado joven para saber en qué consistía eso de coger a la mitad de los varones en edad de procrear y colocarles en sus partes un “cucurucho” de zafrán, u obligar a las parejas a dormir separadas los días pares, o implantar cursos de cocina y “saber estar” para los que pretendían vivir juntos, con el fin de retrasar la unión y de paso la natalidad. Hubo muchas otras ideas, similares en su absurdo, aportadas por su madre en las tres ocasiones que había saltado la alarma a causa de que el recuento de la población dio como resultado más de un millón cuatrocientos mil individuos pululando por las calles de Candai.
Sumergida en recuerdos, Monnie había terminado de asearse y hasta había recorrido el camino que separaba la entrada de la cueva de los campos de fangut cercanos a las casas. Iba tan ensimismada que no se percató de presencia alguna.
--- ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Al fin apareció la solitaria! Tu familia te está buscando, seguramente porque tu padre quiere comer y acostarse. ¡Debe estar tan cansado de trabajar el pobrecillo…!
Aquellos aullidos que pretendían ser palabras le trajeron de vuelta a la cruda realidad. Ya estaba llegando a las casas y quien le hablaba era Alabel. Con ella estaban Llui, Anex, Josan, Ire y Dram, que junto a Monnie formaban toda la población infantil y juvenil del lugar. Aunque a ella no le gustaba que la insertaran en ese conjunto, pues estaba convencida de que sus eternos dieciséis (casi diecisiete) años le daban derecho a acceder al grupo de los mayores.
--- ¿Todas esas explicaciones te dio mi padre?
Monnie usó la ironía como arma defensiva porque no lo pudo evitar, aunque sabía que con Alabel era mejor no entrar en dialéctica. Su envidia y perversidad le impedirían mantener la conversación dentro de los límites del respeto.
--- ¡Por supuesto! Está preocupado por ti. Eres demasiado pequeña para salir de aquí tú sola… ¿dónde estuviste?
---Por ahí… dando una vuelta. ---contestó Monnie, aparentando indiferencia.
---Por ahí… dando una vuelta. ---repitió Llui con sorna--- Sólo los tontos dan vueltas en un sitio como este, donde no hay a donde ir.
---Ja, Ja, ja, ja, ---rió Ire, abriendo una boca ya de por sí demasiado grande, sin preocuparse de ocultar los cuatro dientes negros que le quedaban.
--- Se te ha caído esto, ¿de dónde lo sacaste?
Además de una sonrisa perversa, Alabel mostraba un trozo de tela raído que, en sus buenos tiempos, pudo haber sido la manga de un bonito rafai azul celeste; pero en esos momentos apenas conservaba color y forma alguna.
---No es mío. ---contestó escuetamente Monnie, mirando con asco la cara de Alabel, desde siempre manchada con grandes pecas que le daban un aspecto sucio.
---Sí, sí que lo es. Yo lo vi caerse de tu mano. ---insistía Alabel, mirando a los demás con gesto retador, exigiendo su complicidad.
Todos asintieron con la cabeza, embobados y sin saber muy bien de qué iba el asunto.
---Que no es mío, repito. Hace unos doscientos años que no tengo, ni tenemos en mi casa telas. Desde que se gastaron las que traíamos cuando entramos aquí. ---contestó Monnie, arrastrando las sílabas de cada palabra para asegurarse de que eran comprendidas por todos los presentes, y sin poder evitar acompañarlas con un gesto de hastío en la cara.
Simplemente quería dar por terminada aquella absurda conversación de la cual ninguno de los presentes, salvo Alabel, parecía comprender ni una palabra.
--- ¡Sí, sí que tienes telas!
Intervino de repente el pequeño Dram, hablando en medio de un gesto de dolor, supuestamente provocado por un inesperado pellizco. Alabel se había situado detrás de él y escondía las manos sospechosamente. Dram, con sus tres años de edad, no podía recordar lo que era la tela, ni los rafai; pero el instinto (y el pellizco) le decían que había llegado el momento de que entrara en escena.
---Que no, Dram, que nooooo. No es mío, será de otro o se habrá quedado ahí cuando entramos en la cueva hace quinientos años. ¡Yo que sé! Y tú tampoco sabes porque eras, y sigues siendo, demasiado pequeño como para recordar.
Monnie se esmeraba en hablar pausado para que el pequeño comprendiera, e incluso se puso en cuclillas para dejar su cara a la altura de la de Dram, suponiendo que con ese gesto ganaría la confianza del niño y le haría rectificar.
--- ¡Que sí! ¡Que sí! Es tuyo --- gritaba Dram, haciendo caso omiso a las explicaciones de Monnie.
El pequeño daba rienda suelta a su rabieta saltando sin cesar. Su cara redonda se transformaba continuamente a través de cientos de muecas que pretendían captar la atención de los demás, pero sobre todo la misión de tal ataque de furia era recabar el auxilio de sus hermanos mayores. La cercanía de Monnie, lejos de darle confianza, le había resultado intimidante.
--- ¡Mira! Ya hiciste llorar a mi hermano. Coge la tela y vete a tu casa o no respondo de lo que pueda pasar aquí… --- amenazó Anex, el hermano mayor de Dram, ensayando una voz autoritaria y retadora, mientras apretaba los puños en señal de contención.
A los quince años Anex ya se consideraba adulto y responsable del cuidado de sus tres hermanos: Josan (un año menor que él), Ire (de once años) y el pequeño Dram, que en esos momentos buscaba protección escondido detrás de sus piernas.
--- ¡Trae esa tela! Es mía, debí perderla sin darme cuenta. --- dijo Monnie, mientras con un gesto rápido arrancaba el andrajo de manos de Alabel.
Había mentido porque le pareció la forma más rápida de dar por terminada aquella absurda conversación que no conducía a ninguna parte.
--- ¡Escuchad cómo miente! ¡Escuchad! ---dijo Alabel de repente, dibujando en su boca una sonrisa triunfal---. Yo misma puse esa tela en el suelo y ahora ella dice que es suya.
--- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ---gritaban todos al unísono, riendo la astuta ocurrencia de Alabel.
Monnie enrojeció de rabia, se giró tan rápido como pudo y comenzó a correr hacia su casa. La cara le ardía de vergüenza mientras a sus oídos seguían llegando las voces que repetían sin cesar “¡mentirosa! ¡mentirosa!”, seguidas de sonoras carcajadas para ridiculizarla aún más, si cabía.
El camino que conducía a la mugrienta cabaña con pretensiones de ser un casa (de la que sólo tenía el nombre) trascurría por el centro de la zona de cultivos, dividiéndola en norte y sur. Y era relativamente corto, pero ella tenía la sensación de que tardaba una eternidad en recorrerlo para ponerse a salvo entre los muros de su vivienda. Sus piernas corrían rápido, pero la casa seguía demasiado lejos. De no ser por la angustia que le atenazaba el estómago y las lágrimas que hacían borroso el sendero, se hubiera imaginado que había regresado a su vida en el exterior y se divertía con uno de sus juegos favoritos: correr contrasentido en una de aquellas cintas que les transportaban colina arriba hacia el palacio. Allí también se esforzaba para avanzar en sentido contrario a la dirección de la cinta mecánica pero ésta, tan rápida como sus piernas, la mantenía constantemente en el mismo lugar.
Ahora la impotencia y la rabia habían frenado el paso del tiempo y los escasos instantes que la separaban de su refugio no llegaban nunca.
Cuando al fin logró cruzar el arco de la entrada se fue directa hacia las siaras, sin mirar hacia los lados, por si acaso los suyos ya estaban en la casa (no quería dar explicaciones sobre su llanto). Se dejó caer de golpe en la siara del centro, sin respetar propiedades, pues la suya era la de la izquierda. La del lado derecho la ocupaban sus padres y la que ahora había invadido era de la abuela Amand, la más mullida, por ser la última a la que habían cambiado las hojas debido a un exceso de humedad que procedía de la roca a la que estaba arrimada.
La casa de Monnie, al igual que las otras tres que componían el tétrico poblado, se había construido adosada a una pared de roca que se encontraba en la gran cueva, justo al lado de los campos de cultivo. Su ubicación era tan ideal que decidieron aprovecharla para formar el muro trasero de las cuatro casas. Además, la pared tenía amplitud suficiente para construirlas sin necesidad de que estuvieran adosadas unas a otras. Estaban cercanas pero, aun así, guardaban la distancia suficiente para preservar la intimidad de las familias que las habitaban. Para cerrar los laterales y la parte delantera emplearon la dura artea que alfombraba el suelo, a la que dieron forma usando métodos primitivos, a falta de otros recursos. Primero la transportaban con las manos hasta el riachuelo, allí la humedecían con agua y la amasaban hasta darle la forma de una piedra de tamaño medio. Después moldeaban los bordes y lados hasta que el amasijo adquiría una forma más o menos rectangular. Luego las dejaban secar (proceso lento debido a la humedad del interior de la cueva) hasta que servían para ser empleadas en la construcción de las paredes. Así, lentamente, al cabo de varios años, fueron construyendo sus hogares. Todos similares en tamaño y forma. Por todo elemento decorativo presentaban un pequeño hueco con forma de arco en la parte delantera, que también hacía las veces de puerta de entrada.
El interior era diáfano. Al fondo, pegadas a la roca, estaban las siaras que habían fabricado con hojas secas de fangut, la mejor base (y la única) que habían encontrado para descansar. El resto de la casa estaba ocupado en su mayor parte por la mesa donde comían (una gran roca en cuya extracción y transporte habían colaborado todos los vecinos), algunas incómodas sillas, que también eran rocas más o menos pulidas, y los utensilios que usaban para comer, en cuya elaboración habían empleado muchas horas desgastando piedras hasta darles forma de cuenco. La roca para fabricar todos aquellos utensilios había sido robada a la pared en los primeros tiempos de vida en la cueva, a base de emplear muchos días de esfuerzo colectivo, cuando aún reinaba la armonía y el sentido común entre los habitantes de aquél lúgubre lugar.
Sin objetos, ropas, ni comodidades de ninguna especie, la utilidad de las casas no era resguardarse del frío, ni del viento, ni de la lluvia (ausentes en el interior de la cueva) sino única y exclusivamente aportar un poco de intimidad a las cuatro familias que habitaban el lugar.
--- ¿Se burlaron de de ti otra vez?
Aunque Monnie había aprendido a llorar en silencio durante las miles de noches que pasaba en vela buscando una salida a aquella maldición que la había condenado a vivir eternamente en sus dieciséis años, su llanto no consiguió pasar desapercibido para la abuela Amand.
---No pasa nada tati. Ya estoy acostumbrada. ---respondió, mezclando palabras y llanto.
---Ya sé que estás acostumbrada y eso es lo que más me preocupa, porque también sé que hay algo más. Los enfados con los otros jóvenes te ponen de mal humor, pero hasta ahora nunca habían conseguido arrancarte el llanto. Te conozco lo suficiente como para saber que algo más ronda por tu cabeza. Cuéntame, soy toda oídos…
---No lo sé, tati. Nada tiene sentido. Nuestra vida no tiene rumbo porque no progresa, no vamos hacia ninguna parte. Dime… ¿con qué soñabas tú cuando tenías mi edad?
Amand frunció el entrecejo en señal de sorpresa ante la pregunta que le hacía su nieta, mientras trataba de transportarse lo más rápido posible a la época en que tuvo la edad de Monnie, quinientos ochenta años atrás.
---Soñaba con el futuro, con la libertad que me traería y también con las responsabilidades que vendrían en ese mismo lote. También con tener mi propia casa, una familia, una profesión por la que sería respetada… Todas esas cosas, lo normal… ---contestó Amand, cerrando sus pequeños ojos en un gesto que decía sin palabras “¡he metido la pata hasta el fondo! Monnie nunca tendrá ese futuro”.
---No te preocupes tati. Ya sé que no puedo permitirme soñar como tú lo hacías, porque nunca seré adulta. Me pregunto qué pasará dentro de otros cien, doscientos, mil años… ¿cómo envejecerá mi espíritu? ¡Ya soy una anciana envuelta en un cuerpo joven! Pero, cuéntame… ¿todo salió como esperabas?
Al darse cuenta de que una lágrima descendía por las mejillas de su abuela, surcaba sin obstáculos su regordete cuello y desaparecía en medio de una de las pocas arrugas que tenía en el pecho, Monnie trató de esbozar una sonrisa para paliar los estragos que sus lamentaciones y preguntas estaban causando en los sentimientos de su abuela.
---Nada de lo que vino después se asemejaba a mis sueños infantiles y todo, absolutamente todo, resultó mucho más duro de lo que yo esperaba. ---comenzó diciendo Amand, mientras rebuscaba recuerdos en un pasado muy lejano---. Cuando quise darme cuenta estaba encasillada hasta tal punto que no era dueña de mi propia vida, como les ocurre a casi todos los adultos, aunque la mayoría no se percata de ello. Verás Monnie…, cuando empiezas a trabajar, esa tarea te condiciona gran parte de la vida. Tus actos no son fruto de la libertad de elegir, sino que debes atenerte a lo que ordenan tus jefes, a lo que esperan de ti los subordinados, a lo que es conveniente… Si además convives con una pareja y tienes hijos, el resto de tu tiempo también está condicionado, pues has de dedicarte a ellos, a sus familiares, a los amigos comunes… y llega un día en que no te reconoces a ti misma porque nada queda de lo que fuiste y el reducto de tiempo en el que puedes permitirte ser tú misma, sin condicionamientos, es muy pequeño o inexistente. Nada queda tampoco de los sueños del pasado ni de la persona que los tejía. Por eso, cuando nos trajeron a este inmundo lugar, ya mi único deseo era que llegara el momento de ir a vivir al Pinate. A ti, como al resto de los jóvenes, no solíamos hablaros de ese lugar, para que no os sintierais tristes con motivo nuestra partida. Pero ese sitio existía gracias a que la sociedad de Candai estaba muy bien organizada para sacar el máximo partido a todos sus habitantes, pero también velaba por su confort cuando ya no le resultaban útiles. Así, cuando nos hacíamos viejos y no servíamos para trabajar ni para cumplir ninguna otra función social, recibíamos un aviso del Departamento de Abandono de las Funciones para que nos dispusiéramos a dejar nuestra casa y preparar el traslado al Pinate. Por supuesto, recibíamos la notificación con tiempo más que suficiente para poner en orden lo poco que quedaba de nuestra vida. En esa tarea ocupaba yo el tiempo poco antes de venir aquí, y estaba feliz porque el Pinate era un sitio hermoso, rodeado de amplios jardines exteriores, donde pasear y meditar al calor de los rayos de Asten; y en el interior también me esperaban todo tipo de comodidades para hacerme más llevadera la última etapa de mi vida.
--- ¿Por qué nunca hemos hablado de esto, tati? ---preguntó Monnie súbitamente, percatándose de que siempre usaba a su abuela como pañuelo de lágrimas y nunca se había preocupado de averiguar cuáles habían sido sus sueños.
---No lo sé, quizá porque eso ya no importa. ---contestó la abuela, regresando del pasado con los ojos empañados de lágrimas.
--- ¿Qué te gustaría que ocurriera ahora? Quiero decir…, si hubiera futuro.
---Me gustaría que llegara el descanso eterno. Verás Monnie… me siento cansada, muy cansada de vivir arrastrando de un lado a otro este cuerpo que ya no me responde. También siento que mi alma está resquebrajada por los disgustos de toda una vida. La condena es la misma para todos ---prosiguió Amand, mientras acariciaba con cariño la mandíbula de su nieta--- pero tú eres afortunada dentro del infortunio, porque siempre serás joven, tu cuerpo mantendrá su vitalidad y no te faltará la energía. ¡Mírame a mí! Estoy condenada a subsistir por toda la eternidad dentro de una carcasa debilitada, vieja y aquejada de dolores continuos. O, si miramos hacia el otro extremo, ¡piensa en Gonza!, ella siempre será un bebé, nunca llegará a comprender nada de la vida.
---Lo sé, tati. Si por lo menos hubiera otros niños distintos…
---Ya sé que no has tenido mucha suerte. ---contestó Amand, levantándose de la siara, no sin antes besar a su nieta en la mejilla---. Continuaremos hablando, pero ahora debo preparar la comida. Tu padre está a punto de llegar y ya sabes cómo se las gasta.
Monnie asintió en silencio.
En verdad no había tenido suerte alguna con sus compañeros de cautiverio.
La primera casa, comenzando por la izquierda, estaba habitada por la pareja formada por Trot y Ciosta, sus dos hijas y dos familiares. Trot era joven, alto, esbelto, pero sobre todo inteligente y buen conversador; aunque el ambiente se había apoderado de él y, con el paso de los siglos, también se había vuelto taciturno y mezquino, al uso del lugar. Ciosta, su compañera, era entrometida, mandona, coqueta y presumida, sin base física que lo justificara porque sus anchas caderas suponían un antiestético abultamiento en su cuerpo escuálido, además de una cara que captaba todas las atenciones gracias a su nariz extremadamente larga y torcida hacia la izquierda. Tenían dos hijas: Llui, un par de años más joven que Monnie, y Gonza, un bebé de pocos meses de edad. Llui había sido amiga de Monnie en otros tiempos, cuando vivían en Candai; pero el cautiverio también había conseguido sacar a la luz su parte chismosa y envidiosa de cualquier cosa por mínimo que fuera su valor. Con ellos vivía la anciana Venig, la más vieja del lugar, que gozaba de la beneficencia de la familia por ser tía de Trot. Venig nunca había tenido pareja, hijos u otros familiares que se hicieran cargo de ella, por eso su sobrino había decidido acogerla, aún en contra de la opinión de su compañera, que no soportaba las continuas visiones extrañas de la anciana ni sus conversaciones con los difuntos, que tenían lugar a cualquier hora del día o de la noche, soliviantando a cuantos se encontraban a su alrededor con fuertes aullidos que eran fruto de posesiones y abducciones, según decía ella. Completaba el grupo familiar la joven Carr, hermana de Trot, que arrastraba problemas mentales desde una desgraciada caída que había sufrido en su más tierna infancia.
La siguiente casa estaba ocupada por Portio, Aurea, Pel y Alabel. Portio era un varón de baja estatura y complexión delgada, vestido con una piel que se fruncía en mil pliegues delatando su avanzada edad. La maldad que anidaba en su interior le salía por cada poro de la piel. Su compañera, Aurea, muchos años más joven que él, había ocupado en su día un puesto de alta responsabilidad en el Gobierno de Candai, pero su mente no pudo soportar el encierro en el interior de aquella cueva y su personalidad se había deteriorado hasta límites que rayaban la locura. Solía reír por cualquier causa, con sonoras carcajadas que ponían en vilo a todo el poblado. Su hija Alabel era el fruto de aquella extraña familia y hacía cuanto estaba en su mano para superar la maldad de su padre y la locura de su madre. Junto a los tres, tratado como un marginado, vivía Pel, hermano de Aurea. A la desgracia de convivir con aquella familia, Pel unía una deficiencia física que le impedía caminar correctamente. Así arrastraba cada día su pierna izquierda peinando los campos de fangut, donde le obligaban a trabajar hasta que caía exhausto.
La siguiente casa pertenecía a la familia de Monnie, seguida por la última del pueblo, habitada por la pareja formada por Roggie y Socie, cuyas mentes también habían sido superadas por el largo cautiverio. Solían pasar los días cantando y bailando sin que hubiera nada que celebrar. Sus campos de cultivo estaban abandonados y no daban el fruto suficiente para alimentar a sus cuatro hijos (Anex, Josan, Ire y Dram), que sobrevivían como podían valiéndose de su astucia y de la poca caridad ajena que aún quedaba en el lugar.
Pero, a pesar de las deficiencias de la compañía, el cautiverio hubiera sido soportable si no les hubieran estirpado el valvas (un chip que desde niños llevaban colocado en el interior de la cabeza, anexo al cerebro) que contenía todo el saber necesario, además de la diversión apropiada para combatir la soledad porque en él se podían cargar novelas, películas y música, entre otras muchas cosas.
En el Candai que Monnie había conocido no existían escuelas, institutos o Universidades. Sólo ocio y diversión para aprovechar al máximo la mejor etapa de la vida, la infancia.
Cuando los niños alcanzaban la edad de cuatro años sus padres les llevaban al Centro del Saber, donde expertos profesionales instalaban en su mente un chip que contenía los conocimientos que se consideraban apropiados para esa edad. Después, cada año el chip era sustituido por otro que se adecuaba mejor al cambio mental del niño porque contenía conocimientos más avanzados. Al igual que los rafais se iban ajustando al crecimiento físico, el valvas se amoldaba al crecimiento mental.
Al cumplir los veinte años, los jóvenes debían decantarse por una profesión en concreto. En ese momento su cerebro estaba preparado para recibir un segundo chip que le proporcionaría toda la información necesaria para desarrollar la labor elegida. Si el sujeto era aplicado y destacaba porque iba más allá del mero cumplimiento de su trabajo, esforzándose en aportar cosas nuevas que sirvieran para mejorarlo, sus descubrimientos o invenciones pasaban a formar parte de la base de datos del Centro del Saber y serían insertados en las mentes de todas las generaciones futuras, con la consiguiente gloria que ese logro suponía para el inventor.
Por aquel entonces, en el domicilio de cada roggie había un ordenador conectado directamente al Centro del Saber. A él llegaban cada día las noticias que generaba la ciudad. También se recibían las últimas novedades literarias, musicales y las películas que se producían por ordenador en el Centro de Ocio de Candai. El proceso para pasarlas del ordenador al chip mental era sencillo, sólo había que seleccionar la materia en concreto y pulsar una tecla para que la información se transmitiera a través de ondas hasta llegar al chip de la mente receptora. Después, las novelas en audio sonaban con voz clara y pausada en el interior del cerebro, pudiendo incluso elegir entre múltiples tonos de voz. Las imágenes de las películas también se percibían con total nitidez y sólo había que cerrar los ojos para entrar de lleno en el mundo de la fantasía.
Sin embargo los cunches, como clase inferior que eran, tenían restringidos los conocimientos. Por ese motivo se les insertaba un chip diferente, que contenía la cultura considerada adecuada para las funciones que la sociedad les demandaba.
---Abuela ven, quiero preguntarte algo… ---dijo en voz alta, con el fin de que Amand pudiera escucharla desde la cocina.
Los pasos silenciosos de la anciana se acercaron a la siara donde descansaba Monnie.
--- ¿Dime? ---preguntó, esbozando una sonrisa amable.
--- ¿No echas de menos el valvas? ---preguntó, percatándose de que estaba interrumpiendo la labor de su abuela con cuestiones absurdas.
---No tanto como tú… ---contestó Amand, mostrando una media sonrisa con poso triste.
--- ¿DÓNDE ESTÁ LA COMIDA?
Su conversación se vio interrumpida por la fuerte y desagradable voz de Frec (hijo de Amand y padre de Monnie) que llegaba a casa después de dar por terminaba su jornada diaria en los campos de fangut y tenía por costumbre exigir su comida a gritos. No se sabía muy bien si ya no recordaba cómo hacerlo de otra manera o si su mal carácter no se lo permitía.
Amand y Monnie cortaron la conversación de repente, pero sin ningún tipo de sobresalto. Estaban acostumbradas a una escena que se repetía a diario: Frec traspasaba el arco de entrada, inflaba el pecho, levantaba la cabeza y exigía su comida a gritos; tras él venía Rostie, cabizbaja, mirando al suelo mientras arrastraba los pies y el alma, cansados del trabajo y de la pareja que le había tocado en suerte. Normalmente les seguía Monnie, salvo los días (como aquel) en los que su padre le permitía ausentarse. Para obtener de él esa anuencia, ella había puesto el pretexto de que necesitaba un tiempo para jugar, y él había quedado convencido de que esos momentos de asueto servirían para que ella rindiera más cuando estuviera trabajando en los campos.
Ni la abuela ni la nieta se molestaron en dar explicaciones acerca del motivo por el cual aún no estaba su comida sobre la mesa. Sabían que Frec no prestaba atención alguna a sentimentalismos que, según decía él, eran una debilidad propia de las hembras y reclamaba de inmediato lo único que para él tenía verdadera importancia: la comida. Su segunda prioridad era el descanso, como recompensa a lo que consideraba el mayor de los castigos: tener que trabajar para subsistir. Solía engullir rápidamente las hojas de fangut que Amand le servía y después se encaminaba hacia su siara en busca del merecido descanso, y todo eso ocurría sin intercambiar palabra alguna con el resto de la familia. El trabajo era para Frec la mayor de las maldiciones. Por eso ocupaba gran parte de su tiempo en desarrollar complicados cálculos mentales que tenían por finalidad encontrar la proporción exacta entre trabajo y descanso, una fórmula que le permitiera subsistir obteniendo la cantidad de comida necesaria para no fallecer de inanición, pero empleando el menor esfuerzo posible para conseguirla. El resultado era que (sin tener en cuenta la casa de Roggie y Socie) Frec y los suyos pasaban hambre más a menudo que el resto de los vecinos, en cuyas casas siempre había provisiones acumuladas para sortear épocas peores.
---Ya voy, ya voy… No hace falta que grites tanto. ¡No estoy sorda! --- contestó Amand que, aunque estaba acostumbrada a los toscos modales de su hijo, no estaba dispuesta a responder a sus exigencias en un tono amable.
Monnie también se puso en pie. Con gesto rápido se secó los restos de llanto que aún le quedaban en la cara. Sabía que no debía demorarse en acicalamientos porque su padre quería ver a la familia reunida durante las comidas y no tenía paciencia para esperarles demasiado tiempo.
---A veces hay cosas que tienen prioridad sobre la comida. Además, aunque comas un poco más tarde que de costumbre no pasa nada. --- seguía diciendo Amand, arriesgándose en el empleo de un tono de voz que rozaba el límite de lo que Frec consideraba tolerable.
--- ¿Qué puede haber más importante que reponer fuerzas después de trabajar? Quien diga que comer no es tan necesario, es porque no está cansado de trabajar como lo estoy yo. ---contestó Frec.
Amand hizo caso omiso.
Mientras esperaba su ración, tomó asiento en el sitio que desde siempre tenía reservado al lado derecho de la entrada y que todos, familiares y vecinos, respetaban porque sabían que el simple hecho de tener que sentarse en cualquier otro lugar resultaba para Frec un contratiempo y una incomodidad que no estaba dispuesto a asumir bajo ningún concepto, y mucho menos por hospitalidad. Él consideraba que si las visitas tenían la mala educación de sentarse en aquella silla, a sabiendas de que era su preferida, él no tenía ningún motivo para ser cortés con ellos. Con ese tipo de planteamientos, nadie quería arriesgarse a saber hasta donde podía llegar Frec en su descortesía.
---Aquí tienes tu comida. ---dijo Amand, mientras le acercaba el cuenco con un gesto rápido y desairado que él decidió pasar por alto.
Amand y Rosti se sirvieron su propia ración de fangut y se sentaron en silencio a degustarla, procurando no perturbar más a Frec, que ya estaba terminando de dar cuenta de la suya y después se retiraría a descansar, siguiendo la rutina que él mismo había establecido al poco tiempo de entrar en la cueva y de la que no se desviaba si no existía un motivo realmente importante, de vida o muerte, que estuviera relacionado directamente con él. Aún era renombrado el día en que se suicidó el padre de Aurea y Pel. Acababa de recibir su cuenco de manos de Amand cuando entró Aurea pidiendo ayuda a gritos porque su padre estaba muerto. Frec, incómodo, le contestó que si ya había fallecido bien podía esperar un poco más de tiempo, y si no que se hubiera suicidado en otro momento, porque también había que ser maleducado para importunar de esa manera a todos los vecinos durante los momentos de comida y descanso.
--- ¿No vas a comer Monnie? ---preguntó la abuela
---Sí, tomaré algo…
Cogió con desgana el único cuenco que quedaba y se sirvió algunas hojas machacadas y aliñadas con agua. Se sentó a comerlas en compañía de su madre y abuela, procurando mantener el silencio que reinaba en la casa para no sobresaltar el sueño de Frec, que ya se había retirado a descansar en su siara.
A pesar de que Frec exigía que los cuatro se reunieran entorno a la mesa durante las comidas, con el fin de recordarles que aún eran una familia y aportar al acto de alimentarse un toque de solemnidad, como hacían cuando vivían en el exterior, ellas tenían asumido que la única función de aquel ritual que celebraban tres veces al día era proporcionar a su cuerpo los nutrientes necesarios para recuperar el gasto de energía realizado. Pero ya habían olvidado lo que era disfrutar de una buena comida en un ambiente distendido y familiar. La suya era todos los días la misma, el menú se repetía en cada una de las comidas del día y el silencio también se sentaba con ellos a la mesa para recordarles que nada era, ni volvería a ser como antes.
Se alimentaban de hojas de fangut, una planta genéticamente modificada en los laboratorios de Magmalignus, que crecía en el interior de la cueva sin necesidad de luz. Además, para asegurar la horrible supervivencia de los que había condenado a vivir en la oscuridad, Magmalignus modificó la planta de tal manera que por sí sola contenía todas las vitaminas, proteínas y otros nutrientes necesarios para que la salud de los que se alimentasen de ella no se resintiese y quedase así asegurada su condena eterna. No quiso correr el riesgo de que la desnutrición les matara, liberándoles de la maldición que les había echado como castigo a su fidelidad al Rey Kiyama.
El día de la invasión de Candai (quinientos años atrás), los demás roggies (a quienes el miedo del momento había borrado el sentimiento de fidelidad que sentían hacia a su soberano) corrieron mejor suerte que Monnie y sus compañeros de cautiverio, porque ellos hallaron la muerte aquel mismo día. Cuando Altrus les preguntó acerca de sus fidelidades a la realeza, ellos renegaron del Rey Kiyama y declararon su lealtad a Altrus, quien la rechazó en medio de una sonora carcajada, alegando que el nuevo Rey de la galaxia no quería traidores entre sus súbditos. Acto seguido y sin perder la sonrisa, ordenó a sus secuaces que les dieran muerte inmediata. Monnie y los suyos se mantuvieron fieles al Rey Mahi y, como recompensa a su lealtad, recibieron una vida eterna, confinados en el interior de aquella cueva y subsistiendo a base de hojas de fangut.
En los primeros tiempos de adaptación a la vida en la cueva comían las hojas directamente de la planta, cada uno cuando le apetecía. Por aquel entonces estaban desorientados y asustados. Temían por lo que pudiera depararles el futuro y, en aquellas circunstancias de provisionalidad, consideraban absurdo establecer normas de convivencia. Pasaban el día acostados los unos al lado de los otros, sin tener en cuenta parentesco o relaciones de pareja, con la única finalidad de sentirse acompañados en el miedo, que era común a todos ellos.
Las primeras reacciones se produjeron cuando comenzó a escasear la comida y se percataron de que la plantación que Magmalignus les había dejado necesitaba de unos cuidados diarios o, de lo contrario, las plantas se morirían, tal y como él había vaticinado.
Para atender los campos establecieron una rutina diaria de trabajo, que durante años realizaron todos juntos en buena armonía. Pero poco a poco fue desapareciendo el miedo que les unía y surgieron las desavenencias, principalmente porque todos ellos habían llegado a la misma conclusión: que desarrollaban más trabajo y que consumían menos cantidad de comida que los demás. Así era como el prójimo se aprovechaba de su labor. Las discusiones surgían a cada momento y los reproches también. Finalmente, después de muchos debates, llegaron a un acuerdo: para evitar que todos consideraran que estaban trabajando en beneficio del vecino, la mejor solución era repartir la plantación en cuatro partes iguales, una para cada familia, de esa manera cada uno trabajaría para sí mismo y para los suyos.
Así fue como acabó la cooperativa agraria para dar paso a explotaciones particulares, quedando los grupos familiares bien definidos.
Al reparto de la zona de cultivo le siguió el deseo natural de intimidad, que a su vez trajo consigo la necesidad de construir aquellas modestas casas, para que las familias no estuvieran mezcladas.
Y poco a poco fueron recuperando algunas otras costumbres que daban a su vida un falso aspecto de normalidad, entre las que estaba el ritual de la comida que se repetía tres veces al día, tratando de respetar los horarios de antaño, presentes en la mente de todos ellos como reminiscencias de lo que había sido su vida en el exterior.
Aunque ignoraban cuando era día y cuando noche (el interior de la cueva siempre estaba invadido por la misma luz, muy tenue y de color rojizo), lograron establecer una rutina de asombrosa coincidencia con el ciclo horario del exterior, basada únicamente en la intuición colectiva y en la exacta repetición día tras día de cada una de las tareas que hacían. Su reloj biológico les indicaba cuando era el momento de levantarse y tomar la primera comida del día, seguida del trabajo en los campos de fangut hasta que su cuerpo daba la señal de alarma para la siguiente comida. Luego volvían al trabajo, bien en el fangut, en la expansión de los terrenos o fabricando utensilios caseros. Y la jornada finalizaba con otra comida que daba paso al siguiente descanso, supuestamente el nocturno.
Sólo Monnie sabía con certeza que estaban perfectamente sincronizados con el exterior, que trabajaban cuando afuera era día y dormían al caer la noche. Sus visitas a la boca de la cueva así se lo habían demostrado.
Ella pasaba los días ansiando que llegara el momento de irse a dormir. El trabajo en los campos se le antojaba eterno, las comidas también y en general cada instante de actividad en la cueva. Era como si los días fueran más largos cada vez y la noche no llegara nunca. Cuando se acostaba sobre la siara, sonreía de felicidad pensando que, al fin, había llegado el momento.
Desde que comenzó a visitar la boca de la cueva, en concreto desde el mismo día que le vio a él, su mente dejó de viajar en pesadillas a los lúgubres sitios de antaño; y ahora sus sueños la transportaban hasta una maravillosa vida exterior que se desarrollaba en una casa llena de luz, de ropas bonitas y de exquisitos manjares que se reponían por arte de magia para que a ella nunca le faltara de nada. En esa casa sólo estaban ella y el humano de extraño aspecto, con la cabeza coronada de filamentos dorados. En realidad sólo sabía su nombre, Samuel, aunque en sus sueños eran amigos y cada mañana se despedía de ella con un beso en la mejilla y un susurro al oído para decirle que no faltase a la cita en el siguiente sueño. Ella asentía, sonriendo y pensando en la primera vez que le había visto. No lograba entender por qué se sentía tan bien a su lado, teniendo en cuenta el susto que se había llevado en aquella primera ocasión.
Cómo había logrado colarse en sus sueños y hacerse imprescindible en su vida era todo un misterio.
Todo había empezado con el hallazgo de la casa en la que habitaban (el “sacai” como ella solía llamarle a aquella vivienda con forma de cubo).
Durante los primeros cien años de su vida en el interior de la cueva se abstuvo de hacer indagaciones por los alrededores. Sentía auténtico temor a lo que pudiera encontrarse más allá del poblado y los campos. Su familia y vecinos decían que aquella luz tenue que invadía la cueva se convertía en cegadora nada más traspasar la zona de cultivo, y que quemaría la piel y los ojos de todo aquel que se aventurase a exponerse a ella.
Pero poco a poco la curiosidad fue venciendo al miedo. Con mucha cautela se acercó primero hasta el límite de los campos. En la zona este había un túnel invadido por la misma luz rojiza, ni más ni menos intensa que la del poblado. Esa luz permitía ver un estrecho sendero que partía desde la entrada y se perdía a lo lejos, donde sus ojos ya eran incapaces de distinguir. De la zona oeste salía otro sendero, con trazo paralelo al riachuelo que surcaba la cueva.
Pasó muchos días acercándose hasta el túnel del lado este, mirando, tratando de escudriñar en su interior para adivinar a dónde conduciría aquel sendero. Un día se atrevió a dar un paso hacia a delante y comprobó que su piel y ojos seguían en buen estado. Al día siguiente regresó. En lugar de un paso, avanzó dos. Al otro día tres, y así hasta que, al cabo muchos días, quizá años, consiguió recorrer el túnel completo. Se decepcionó cuando comprobó que el camino moría de repente al tropezar con una gran pared de artea. No obstante le pareció el escondrijo perfecto. Cuando estaba exhausta, cansada de trabajar en los campos, de ver como su familia y el resto que le rodeaban iban perdiendo la cordura poco a poco, enfilaba el túnel (que ya había sido bautizado como “El túnel del Velven” -Velven significaba muerte en el lenguaje kimis-) y se refugiaba al final, sentándose en el suelo con la espalda apoyada contra la pared que le daba fin. Todos le preguntaban a dónde iba durante aquellas ausencias. Ella se limitaba a contestar que le gustaba sentarse a descansar en la boca del túnel. Estaba segura de que ninguno se atrevería a aventurarse para comprobar si eran ciertas sus afirmaciones.
Un día de los tantos que acudió al lugar, escuchó voces al otro lado de la pared de artea. Eran casi inaudibles. No conseguía comprender lo que decían, pero estaban allí al fin y al cabo. Quizá fueran su salvación y la del resto de los condenados a vivir en aquella inmunda cueva. Debía llegar hasta ellos.
Empleó más de doscientos años en arañar la pared. Cada día acudía al lugar y sacaba unos cuantos puñados de artea, los envolvía en el viejo rafai con el que había entrado en la cueva (que ya le resultaba inservible como vestido porque estaba tan desgastado que era lo mismo que ir desnuda) y luego los iba desperdigando poco a poco a lo largo del túnel durante el camino de vuelta.
Al desconocer la orientación del lugar que provenían las voces, al principio escarbaba la pared en las tres direcciones (frontal, izquierda y derecha). Tras muchos años y puñados de artea extraídos consiguió formar una especie de sala cuadrada. Siguió excavando hasta que percibió que los ruidos estaban al otro lado de la pared frontal. Entonces centró su trabajo en aquel lateral.
Los sonidos y conversaciones del otro lado se iban haciendo más perceptibles a medida que progresaba la excavación, hasta que un día tuvo la sensación de que, si seguía avanzando, abriría una ventana al otro lado y la descubrirían. Ya podía escuchar perfectamente lo que hablaban: casi siempre quejidos y lamentos acerca del tipo de vida que les había tocado en suerte. Las conversaciones duraban un espacio de tiempo muy corto y después reinaba el silencio. Poco más tarde se adueñaban del ambiente los sonidos típicos del sueño: una inmensidad de ronquidos, tosidos, quejidos amorosos, etc. ¡Al otro lado de la pared habitaba una multitud! Y ella debía verlos. Quería saber quienes eran, por qué estaban allí, por qué eran tan desgraciados en la vida. Deseaba saberlo todo de ellos.
Con sumo cuidado y ayudada por una pequeña piedra plana, abrió una ranura en la estrecha pared que la separaba del objetivo de su espionaje.
Tardó en comprender qué era todo aquello. Durante los primeros días sólo pudo mantener la mirada en la mirilla durante escasos segundos porque la visión que percibía desde el otro lado le producía pánico y malestar. Cientos de sucios colchones alfombraban el suelo de aquel lúgubre lugar, cuyas paredes grisáceas cerradas a cal y canto (salvo por aquellas pequeñas ventanas ubicadas cerca del techo) producían claustrofobia. Todo allí estaba sucio, vacío, inhóspito y sus habitantes rezumaban tristeza por cada poro de la piel.
Cuando comprendió que aquellos eran los descendientes de los cunches que ella había conocido y que estaban sometidos a la esclavitud por parte de Magmalignus, descendió del altillo al que se subía para llegar a la mirilla (que había colocado en un sitio elevado para tener una visión más amplia), emprendió la huida a la carrera y tardó muchos días en regresar a aquel lugar.
Después, durante un tiempo repitió las visitas casi a diario, hasta que tuvo que dejarlo para cuidar a su abuela, que se sumergió durante años en una extraña enfermedad que la había confinado en la siara haciéndole llorar de tristeza constantemente.
Cuando Amand se hubo recuperado, ella regresó al final de la cueva con visitas diarias, hasta que se aburrió porque siempre hacían lo mismo y en el mismo momento del día.
Fue entonces cuando decidió explorar la parte oeste.
Se aventuró por el sendero que acompañaba al riachuelo en su recorrido a través la cueva hasta que consiguió llegar hasta el otro lado. Se paró en cuanto percibió la luz que provenía del exterior. Pero allí no había nada y tampoco podía tomar aquel lugar como sitio de aislamiento y descanso porque corría el riesgo de que la luz le quemara la piel. La segunda vez que visitó aquel lugar, mucho tiempo después, encontró la casa. Ante ese nuevo hallazgo las visitas se hicieron diarias, pero no podía acercarse hasta ella lo suficiente como para averiguar qué era aquello porque la escasa luz que se colaba por los laterales era suficiente como para quemarle la piel y dejarla ciega.
Después de dar muchas vueltas al asunto se le ocurrió la idea de fabricarse un vestido de barro tan opaco que la luz exterior fuera incapaz de traspasarlo. Serviría de base la artea del suelo, que humedecida con agua del riachuelo formaría una especie de pasta con la que embadurnaría su cuerpo. Taparía los ojos con las manos, dejando únicamente una pequeña ranura por la que espiar el horizonte.
Con dudas sobre la eficacia de tan singular protector, avanzó despacio hasta parapetarse detrás de las dos rocas que estaban cercanas a la casa. Y entonces le vio a él.
El susto fue tan grande que durante un tiempo sólo pudo recordar el impacto que le causó la visión del “monstruo” y como acto seguido, sin saber qué ocurrió en el intermedio, apareció acostada en su siara, temblando de miedo e incapaz de discernir si lo vivido había sido sueño o realidad. Aquel ser no se parecía a ningún animal de los que ella recordaba. Salió de una esquina de la casa caminando solo, pensativo, con aquellos pequeños ojos clavados en el suelo. ¡Y se dirigía al lugar donde ella se ocultaba! Pero, por suerte, se paró antes de llegar y decidió repentinamente dar media vuelta. Los ojos de Monnie, acostumbrados a la oscuridad, vieron perfectamente su cara, pálida como la del único muerto que había visto (el padre de Aurea y Pel). Su aspecto era espeluznante. Coronaba su tronco con una cabeza diminuta y sin orejas, pero adornada en la parte de arriba con una especie de filamentos que le colgaban por delante, detrás y los laterales.
Esa misma noche él se adentró en sus sueños. Monnie le veía acercarse al poblado y observarla desde la lejanía mientras ella, a su vez, le miraba parapetada detrás del arco de entrada a su casa.
En la realidad pasaba los días sin atreverse a salir fuera del poblado. Cuando finalizaba el sueño y ella estaba de regreso en el mundo real, sentía pánico con sólo recurrir a la visión de Samuel avanzando por el camino hacia el lugar donde ella se encontraba.
Pero, transcurrido un tiempo, la curiosidad volvió a vencer al miedo para animarla a regresar a la entrada de la cueva. ¡Y lo vio de nuevo! Pero esta vez no huyó, sino que aguardó en su escondrijo, como hizo todos los días que siguieron, en los que pudo comprobar que había otros dos “monstruos” en tamaño pequeño, y uno de ellos era una réplica exacta del mayor.
Pero también había otros kimismanos como ella, varones y hembras, que convivían con los monstruos sin darle importancia a su aspecto. Todos ellos guardaban gran respeto y pleitesía hacia el mayor, al que llamaban Samuel. En alguna ocasión le pareció escuchar también el nombre Kiyama, pero… ¡no era posible!
Tan grande había sido el impacto que ahora aquél extraño se había colado en su subconsciente, ella se había acostumbrado a su presencia y no quería enseñarle la puerta de salida.
A punto de quedarse dormida y dispuesta a acudir a la cita nocturna que tenía lugar durante sus sueños, Monnie estaba pensando que los quinientos años de vida en la oscuridad le estaban pasando factura y que su mente imaginaba cosas extrañas. Tal vez aquellos sueños sólo eran un bastón en el que apoyarse. Era triste vivir de ilusiones para eludir el enfrentamiento con la realidad, pero lo peor era tener la certeza de que nada podría cambiar, pues la maldición de Altrus había sido muy estricta: “SI LA LUZ TOCA VUESTRA PIEL OS QUEMAREIS Y MORIREIS SUMIDOS EN EL DOLOR MAS GRANDE QUE SE PUEDA CONOCER. SI LA LUZ TOCA VUESTROS OJOS, QUEDAREIS CIEGOS. TAMPOCO ABANDONAREIS LA CUEVA DE NOCHE, PUES, SI VUESTRA PIEL ENTRA EN CONTACTO CON EL AIRE DEL EXTERIOR, REACCIONARÁ CREANDO ERUPCIONES, CUYO DOLOR SE HARÁ INSOPORTABLE DURANTE TODA LA ETERNIDAD”.
Quinientos años en las tinieblas habían aclarado su piel hasta dejarla casi transparente y también habían obstruido sus sentidos, salvo el del oído, que era cada vez más agudo. En compensación, algunos de los condenados, y especialmente ella, fueron desarrollando la capacidad de percibir y reconocer el espíritu ( la parte no visible de los seres); y, no sin asombro, descubrieron que era tan personal e irrepetible como el aspecto físico y, como éste, puede ser bello y atrayente, o feo y desagradable. Y, como el cuerpo, el alma también es vital e irradia frescura al comienzo de la vida y se muestra cansada y arrugada en la vejez.
Era el momento de regresar.
Añadido a lo anterior estaba el hecho de que no debía abusar de la poca paciencia de su padre. Tras muchos días de discusiones y negociaciones, había logrado que él le permitiera disponer (sólo de vez en cuando) de un tiempo libre después del trabajo en los campos de fangut. En algunas ocasiones consentía en que ella abandonara sus labores un tiempo antes de que el resto de la familia se retirara a la casa para tomar la comida de mediodía; otras veces le permitía ausentarse un rato algunas tardes, cuando ellos se retiraban para descansar hasta el día siguiente. En ese aspecto se consideraba privilegiada con respecto a los demás niños y jóvenes del poblado. Ellos no tenían tanto tiempo libre.
Se preguntaba durante cuánto tiempo más podría mantener el engaño, ya que en realidad no empleaba ese tiempo en jugar, como le había dicho a su padre, sino en explorar las rutas interiores de la cueva. Si sus padres supieran la verdad, la encerrarían en la casa durante el resto de su vida. No querrían correr el riesgo de que la maldición proferida por Magmalignus cayera sobre ella con todo su peso.
Aunque realizaba con frecuencia aquellas visitas desde hacía mucho, demasiado tiempo, de pronto se percató de que a pesar del cambio que aquel descubrimiento había representado en su aburrida vida, nunca se había molestado en calcular cuántos días habían transcurrido desde aquella primera vez en la cual descubrió que todo un mundo, desconocido y apasionante, se abría en la boca de la cueva. El tiempo para ella era tan insignificante como una moneda para un millonario. Tenía mucho tiempo, todo el tiempo del mundo. Calculó que quizá había transcurrido un año, aunque también podían ser dos, o diez… Era imposible saberlo con exactitud.
Pero, a pesar de la regularidad con la que frecuentaba aquel lugar, el camino siempre le deparaba sorpresas que se presentaban en forma de rocas que aún no había visto, montículos de artea aquí o allá, en los que nunca antes había reparado. En ese momento pensó que siempre recorría el camino de vuelta tan embebida de la vida que había en la entrada de la cueva que si su secreto quedara al descubierto y se viera obligada a recurrir a su memoria para describir la ruta que le llevaba hasta ellos, le resultaría imposible hacerlo. Como escueta respuesta sólo podría decir que un sendero le guiaba hasta un pequeño pozo con agua suficiente para lavar su secreto y osadía haciendo desaparecer todo rastro del “protector” que usaba para que los escasos rayos de luz que se colaban por la entrada de la cueva no causaran estragos en su piel. Y continuaría el relato diciendo que, una vez satisfecha parcialmente su curiosidad, regresaba a casa siguiendo un largo camino que discurría paralelo al pequeño riachuelo que surcaba las entrañas la cueva y que le conducía a las casas a través de subidas, bajadas, rocas que sortear y otros imprevistos que podrían convertirse en grandes obstáculos para un explorador ocasional que, desde el exterior, se adentrara en la penumbra, pero que resultaban insignificantes para ella, acostumbrada a vivir en la oscuridad. En su relato tampoco podría obviar hacer mención a las dos grandes rocas que le servían de parapeto, colocadas en un punto estratégico por la naturaleza que, en su búsqueda de lo bello y práctico, jamás sospechó acerca del indiscreto uso que podría darles un observador curioso.
Antes de que pudiera darse cuenta sus pensamientos ya habían abandonado la escarpada ruta y estaban de regreso con aquellos seres que despertaban su interés hasta el punto de arriesgarse a espiarlos, aún a sabiendas de lo que podía sucederle si su fechoría era descubierta por parte de alguno de los dos bandos. Si lo hacían los suyos, el castigo sería el confinamiento eterno en aquella choza, a la que no le quedaba más remedio que llamar casa para no ofender a cuantos la habían levantado con mucho sudor y escasos medios. Si la descubrían aquellos a quienes espiaba… mejor no pensarlo. El miedo le cortó la respiración, dejándole la mente en blanco.
También volvió a su mente el recuerdo de aquel día en el que por primera vez vio la casa, ocupando casi toda la entrada de la cueva. Entonces creyó estar ante un gran cubo que una mano gigantesca había escondido allí de forma deliberada, ocultándolo a la mirada de posibles curiosos con una vegetación exterior que lo camuflaba a la perfección, tapando la boca de la cueva sin olvidarse de aparentar casualidad a primera vista, como si aquellos árboles estuvieran allí por obra y gracia de la naturaleza.
No comprendió que aquello era un hogar hasta que un día escuchó una discusión en tono suficientemente elevado como para traspasar las paredes hacia el exterior. Las frases le sonaban raras, pero pudo distinguir en ellas el idioma kimis aunque, eso sí, algo modificado por el transcurso de los siglos y el deterioro del sistema educativo, supuso en esos momentos. Habían pasado varios siglos desde que entraron en aquella cueva y en el exterior la vida seguía su curso, sometida a constantes cambios que tampoco pasaban de largo para el idioma.
Aquel cubo en nada se parecía a las auténticas casas que ella recordaba (obviando los cuchitriles en los que habitaban ahora). Las de antaño (las residencias del Candai libre, previas a la invasión por parte de Altrus y sus secuaces) eran semejantes a esferas cortadas por la mitad, que descansaban en el suelo apoyadas sobre su parte plana. Pero en ningún caso tenían la forma cúbica de un sacai pues, según los expertos constructores de la época, aquella forma era absolutamente inapropiada para la construcción de viviendas porque necesariamente implicaba que al menos una parte de la casa permaneciera completamente oculta a los rayos de Asten que, en cambio, se aprovechaban mejor si las construcciones eran esféricas. Monnie pensó que desde el reinado de aquellas doctrinas habían pasado demasiados años y tal vez los actuales expertos tuvieran buenas razones para ejecutar aquel cambio tan drástico.
Mientras se sumergía en el pequeño pozo de aguas ferruginosas, de donde saldría preparada para emprender el camino de vuelta y presentarse en su casa como si nada hubiera ocurrido, su mente siguió vagando por los recovecos de aquella ciudad que recordaba libre y hermosa. Aquella ciudad albergaba un mundo que, muy a su pesar, se vio obligada a abandonar cientos de años atrás.
Por aquel entonces Candai, con sus viviendas de semiesfera bañadas en cientos de colores diferentes, parecía un hermoso manto de lentejuelas que vestía la colina sobre la que se asentaba. Las casas de los cunches formaban la falda que cubría la ladera. Más arriba, las distinguidas residencias de los roggies adornaban el cuerpo de la montaña. Y el fastuoso palacio que el Rey Kiyama compartía con su hermano Altrus formaba la corona perfecta para la cima. Para ese fin habían segado la cabeza de la montaña y en su lugar instalaron el gran palacio de estructura circular, que abrazaba un inmenso patio en su interior donde guardaba celosamente las más impresionantes naves espaciales jamás diseñadas, según había oído comentar, ya que ni ella ni su familia tuvieron jamás acceso a él. Tenían que conformarse con contemplar las imponentes siluetas de aquellas naves recortarse planas en el cielo, adoptando múltiples formas extrañas, e imaginar cómo sería el resto de su estructura.
A la par que sus manos trabajaban mecánicamente, apresurándose para eliminar la capa de barro que le cubría el cuerpo, su mente seguía vagando por el antiguo Candai, desplazándole hasta las semiesferas asentadas por toda la montaña siguiendo un diseño de urbanización en el que habían trabajado algunos de los mejores arquitectos de la ciudad, capaces de guardar la estética sin olvidar las distinciones que las viviendas debían tener, dependiendo de la clase social de sus moradores. Así las había más grandes y más pequeñas, mejor situadas y peor, unas eran más lujosas y otras más humildes; pero la diferencia fundamental la marcaba el hecho de que sólo algunas de ellas disponían de anduria que, a modo de sombrero plano, cubría la semiesfera. La utilidad real de aquel singular techo era servir de base para el aterrizaje y aparcamiento para la nave familiar, pero también (y ese era su cometido más preciado) llenaba el orgullo de sus dueños aportando estatus social a la vivienda, pues sólo los roggies y kiyamas disponían de nave familiar y de anduria para exhibirla.
Dentro de la clase social de los roggies también había distinciones, que se manifestaban a través de la ubicación de sus viviendas y estaban directamente relacionadas con la afinidad de parentesco o amistad que cada familia compartiera con el Rey Kiyama, con su hermano Altrus o con la compañera del Rey. Así, las casas de los parientes y amigos de la realeza se apostaban en la parte alta de la montaña para que sus dueños disfrutaran del privilegio que aportaba el hecho de residir tan cerca del palacio, beneficiándose del prestigio social que les daba la ubicación de su vivienda y de la seguridad que les proporcionaba la guardia real, que ampliaba su vigilancia hasta sus hogares. Además, el rango social que tenían reconocido les llevaba a ocupar los puestos de mayor responsabilidad en el gobierno de Kimismo.
El Rey Mahi y su compañera Deila eran los moradores habituales del enorme palacio que dominaba la ciudad desde lo alto de la colina, mientras que Altrus Kiyama sólo pasaba allí temporadas, cuando el aburrimiento o la soledad le incitaban a buscar la compañía de la familia.
El palacio, entre otros muchos lujos, disponía de un patio con capacidad para más de mil naves; pero se comentaba que, a pesar de su magnitud, resultaba insuficiente cuando Altrus venía de visita acompañado de todo su séquito, desplazado desde el planeta Atia sin más motivo que el de impresionar a los habitantes de Candai con semejante despliegue de medios y poder. Para magnificarlo aún más, la impresionable ciudadanía había corrido el rumor de que aquello sólo era una pequeña muestra de su verdadero poder y que en el planeta Atia disponía de un palacio mucho más imponente que el de Candai, de tal magnitud que ocupaba una superficie igual a la cuarta parte del planeta y millares de soldados lo custodiaban noche y día.
Aunque ya importaba poco, Monnie sonrió al recordar que ella también descendía de una estirpe de roggies auténticos. Su árbol genealógico no estaba manchado por emparejamientos inadecuados, que solían ser frecuentes cuando algún antepasado enamoradizo se unía con un o una cunche, anteponiendo su felicidad a los intereses de la familia, con la consiguiente mancha en la inteligencia y el honor de todos sus descendientes.
Ella no daba demasiada importancia a las clases sociales y, de hecho, solía compartir juegos con los niños cunches que vivían próximos a su casa ya que, a pesar de ser roggies, la familia de Monnie no estaba directamente emparentada con la realeza y sus ascendientes tampoco habían tenido la habilidad suficiente para ganarse amistades en el palacio. Ese era el motivo por el cual ocupaban una vivienda situada en los últimos peldaños de la colina, a poca distancia de donde comenzaba la ciudad de los cunches, con sus casas formando hileras horizontales y verticales, perfectamente alineadas, por cuyo centro circulaba el sacai (cuadrado como la casa de la entrada de la cueva) que los llevaba de un lado a otro de la ciudad, cubriendo las necesidades de transporte provocadas por la carencia de naves familiares, que les estaba vedada porque era símbolo indiscutible de una distinción social de la que ellos carecían, al formar parte de una raza inferior tanto en inteligencia como en poderes.
A pesar de ser bastante más humilde que las situadas en las partes altas de la colina, la casa de Monnie también se cubría con una anduria en la que se aparcaba la nave familiar, cuyo único uso eran aquellas excursiones que la familia realizaba los días de descanso y que a ella tanto le fascinaban porque aportaban aventura a lo que por aquel entonces consideraba una vida monótona. Siglos después, el recuerdo de aquella época inundaba sus ojos de lágrimas cada vez que pensaba en el tiempo desperdiciado y en lo feliz que era entonces, cuando disponía de casi todo sin darse cuenta ni apreciar su valor. Su abuela siempre le repetía que no se aprecia lo que se tiene hasta que se pierde para siempre. ¡Qué razón tenía! Ahora lloraba envuelta en recuerdos que la transportaban hasta la nave de su familia que, como casi todas aquellas cuyo único destino era el ocio, estaba construida con material completamente transparente. Los asientos, el fondo y el techo permitían divisar el paisaje desde cualquier perspectiva.
Al rememorar aquella sensación de libertad y de dominio del medio, una media sonrisa asomó entre el barro mojado y las lágrimas que corrían por su cara.
Unido al de la nave familiar también llegó el recuerdo de su padre pilotándola. Por aquel entonces él guardaba intacta la lucidez mental (sin el egoísmo y la pereza que más adelante le caracterizarían) y solía llevarles de paseo por la zona que más le gustaba a ella, al sur, donde habitaban los grandes animales. Frec, su padre, era un hábil piloto y se acercaba a ellos hasta distancias tan temerarias que ponían la nave al alcance de sus fauces, para luego esquivarles con una maniobra rápida y genial, capaz de desatar la risa de Monnie y el mal humor de su madre.
Frec trabajaba en el observatorio espacial, en la sección de estudio del Universo conocido. Así en aquella época a Monnie le resultaban familiares los términos de distancias interplanetarias, agujeros en el tiempo, en el espacio y composición de los planetas, porque eran usados con frecuencia por Frec cuando, durante la reunión familiar diaria entorno a la última comida del día, buscaba la comprensión de los suyos tras una jornada de trabajo que él describía como agotadora. Pero no lo era tanto, porque su vida laboral transcurría en el laboratorio y nunca viajaba al espacio para hacer prospecciones sobre las zonas ya estudiadas, con el objeto de medir las distancias exactas y aportar muestras materiales. Esa tarea (considerada aburrida y, hasta cierto punto, peligrosa) estaba reservada a los cunches. Ellos la llevaban a cabo dirigidos a distancia por el maestro roggie correspondiente y apoyados por la avanzadísima tecnología de la nave que, por sí sola, hubiera sido capaz de realizar todas las funciones, de no ser por la desconfianza que en aquellos tiempos había hacia la tecnología moderna. “No olvides Monnie que las máquinas necesitan supervisión, no se les puede dejar trabajar solas”, solía contestar Frec cuando ella le preguntaba sobre el motivo de que los cunches tuvieran que realizar trabajos tan peligrosos, en especial después de que el padre de un compañero de juegos hubiese muerto en una de aquellas prospecciones y ella tuviera ocasión de vivir en directo el dolor de su amigo ante la ausencia de su progenitor.
Su madre, a quien ella tenía por costumbre llamar Rostie (nunca “sati”, como hacían los demás niños cuando se dirigían a sus madres) también se las ingeniaba para acaparar la atención en las reuniones familiares y, más a menudo de lo que Frec podía soportar, le interrumpía para contar anécdotas sobre su puesto de responsabilidad en el Control de población de Kimismo.
La labor de Rostie estaba relacionada con la orden Real de que todos los habitantes del planeta se aglutinaran en la ciudad de Candai y la prohibición de residir en cualquier otro lugar. Así se había estipulado para un mejor control de la población y del planeta. Fuera de Candai y su más que vasta zona de influencia (campos de cultivo, minas, fábricas…) comenzaba el dominio de las bestias, delimitado pero respetado, donde vivían y convivían conforme a las leyes naturales, ajenas al complicado e inexplicable avance y dominio del entorno por parte de aquellos que habían sido dotados de una inteligencia superior. Para mantener el nivel de vida, asegurar la reposición natural de los recursos consumidos y evitar la expansión hacia los terrenos del sur (reservados a los animales), se había estipulado que el número ideal de habitantes debía oscilar entre un millón trescientos mil y un millón quinientos mil individuos. Si la población llegaba a superar esa cifra, se debían activar los sistemas de freno para los nacimientos. Si el baremo descendía por debajo del millón trescientos mil, era necesario poner en marcha algún medio para que la natalidad aumentase.
Rostie dirigía las estrategias a utilizar para mantener la población a raya pero, afortunadamente, el número de individuos siempre osciló entre los límites permitidos; sin necesidad de que ella pusiera en práctica sus geniales ideas de control, que exponía con total seriedad en casa durante las cenas, buscando la aprobación y la admiración de la familia, aunque únicamente conseguía causar el estupor de la abuela Amand, la risa de Frec y la incomprensión de Monnie, que por aquel entonces era demasiado joven para saber en qué consistía eso de coger a la mitad de los varones en edad de procrear y colocarles en sus partes un “cucurucho” de zafrán, u obligar a las parejas a dormir separadas los días pares, o implantar cursos de cocina y “saber estar” para los que pretendían vivir juntos, con el fin de retrasar la unión y de paso la natalidad. Hubo muchas otras ideas, similares en su absurdo, aportadas por su madre en las tres ocasiones que había saltado la alarma a causa de que el recuento de la población dio como resultado más de un millón cuatrocientos mil individuos pululando por las calles de Candai.
Sumergida en recuerdos, Monnie había terminado de asearse y hasta había recorrido el camino que separaba la entrada de la cueva de los campos de fangut cercanos a las casas. Iba tan ensimismada que no se percató de presencia alguna.
--- ¡Mirad! ¡Mirad! ¡Al fin apareció la solitaria! Tu familia te está buscando, seguramente porque tu padre quiere comer y acostarse. ¡Debe estar tan cansado de trabajar el pobrecillo…!
Aquellos aullidos que pretendían ser palabras le trajeron de vuelta a la cruda realidad. Ya estaba llegando a las casas y quien le hablaba era Alabel. Con ella estaban Llui, Anex, Josan, Ire y Dram, que junto a Monnie formaban toda la población infantil y juvenil del lugar. Aunque a ella no le gustaba que la insertaran en ese conjunto, pues estaba convencida de que sus eternos dieciséis (casi diecisiete) años le daban derecho a acceder al grupo de los mayores.
--- ¿Todas esas explicaciones te dio mi padre?
Monnie usó la ironía como arma defensiva porque no lo pudo evitar, aunque sabía que con Alabel era mejor no entrar en dialéctica. Su envidia y perversidad le impedirían mantener la conversación dentro de los límites del respeto.
--- ¡Por supuesto! Está preocupado por ti. Eres demasiado pequeña para salir de aquí tú sola… ¿dónde estuviste?
---Por ahí… dando una vuelta. ---contestó Monnie, aparentando indiferencia.
---Por ahí… dando una vuelta. ---repitió Llui con sorna--- Sólo los tontos dan vueltas en un sitio como este, donde no hay a donde ir.
---Ja, Ja, ja, ja, ---rió Ire, abriendo una boca ya de por sí demasiado grande, sin preocuparse de ocultar los cuatro dientes negros que le quedaban.
--- Se te ha caído esto, ¿de dónde lo sacaste?
Además de una sonrisa perversa, Alabel mostraba un trozo de tela raído que, en sus buenos tiempos, pudo haber sido la manga de un bonito rafai azul celeste; pero en esos momentos apenas conservaba color y forma alguna.
---No es mío. ---contestó escuetamente Monnie, mirando con asco la cara de Alabel, desde siempre manchada con grandes pecas que le daban un aspecto sucio.
---Sí, sí que lo es. Yo lo vi caerse de tu mano. ---insistía Alabel, mirando a los demás con gesto retador, exigiendo su complicidad.
Todos asintieron con la cabeza, embobados y sin saber muy bien de qué iba el asunto.
---Que no es mío, repito. Hace unos doscientos años que no tengo, ni tenemos en mi casa telas. Desde que se gastaron las que traíamos cuando entramos aquí. ---contestó Monnie, arrastrando las sílabas de cada palabra para asegurarse de que eran comprendidas por todos los presentes, y sin poder evitar acompañarlas con un gesto de hastío en la cara.
Simplemente quería dar por terminada aquella absurda conversación de la cual ninguno de los presentes, salvo Alabel, parecía comprender ni una palabra.
--- ¡Sí, sí que tienes telas!
Intervino de repente el pequeño Dram, hablando en medio de un gesto de dolor, supuestamente provocado por un inesperado pellizco. Alabel se había situado detrás de él y escondía las manos sospechosamente. Dram, con sus tres años de edad, no podía recordar lo que era la tela, ni los rafai; pero el instinto (y el pellizco) le decían que había llegado el momento de que entrara en escena.
---Que no, Dram, que nooooo. No es mío, será de otro o se habrá quedado ahí cuando entramos en la cueva hace quinientos años. ¡Yo que sé! Y tú tampoco sabes porque eras, y sigues siendo, demasiado pequeño como para recordar.
Monnie se esmeraba en hablar pausado para que el pequeño comprendiera, e incluso se puso en cuclillas para dejar su cara a la altura de la de Dram, suponiendo que con ese gesto ganaría la confianza del niño y le haría rectificar.
--- ¡Que sí! ¡Que sí! Es tuyo --- gritaba Dram, haciendo caso omiso a las explicaciones de Monnie.
El pequeño daba rienda suelta a su rabieta saltando sin cesar. Su cara redonda se transformaba continuamente a través de cientos de muecas que pretendían captar la atención de los demás, pero sobre todo la misión de tal ataque de furia era recabar el auxilio de sus hermanos mayores. La cercanía de Monnie, lejos de darle confianza, le había resultado intimidante.
--- ¡Mira! Ya hiciste llorar a mi hermano. Coge la tela y vete a tu casa o no respondo de lo que pueda pasar aquí… --- amenazó Anex, el hermano mayor de Dram, ensayando una voz autoritaria y retadora, mientras apretaba los puños en señal de contención.
A los quince años Anex ya se consideraba adulto y responsable del cuidado de sus tres hermanos: Josan (un año menor que él), Ire (de once años) y el pequeño Dram, que en esos momentos buscaba protección escondido detrás de sus piernas.
--- ¡Trae esa tela! Es mía, debí perderla sin darme cuenta. --- dijo Monnie, mientras con un gesto rápido arrancaba el andrajo de manos de Alabel.
Había mentido porque le pareció la forma más rápida de dar por terminada aquella absurda conversación que no conducía a ninguna parte.
--- ¡Escuchad cómo miente! ¡Escuchad! ---dijo Alabel de repente, dibujando en su boca una sonrisa triunfal---. Yo misma puse esa tela en el suelo y ahora ella dice que es suya.
--- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ---gritaban todos al unísono, riendo la astuta ocurrencia de Alabel.
Monnie enrojeció de rabia, se giró tan rápido como pudo y comenzó a correr hacia su casa. La cara le ardía de vergüenza mientras a sus oídos seguían llegando las voces que repetían sin cesar “¡mentirosa! ¡mentirosa!”, seguidas de sonoras carcajadas para ridiculizarla aún más, si cabía.
El camino que conducía a la mugrienta cabaña con pretensiones de ser un casa (de la que sólo tenía el nombre) trascurría por el centro de la zona de cultivos, dividiéndola en norte y sur. Y era relativamente corto, pero ella tenía la sensación de que tardaba una eternidad en recorrerlo para ponerse a salvo entre los muros de su vivienda. Sus piernas corrían rápido, pero la casa seguía demasiado lejos. De no ser por la angustia que le atenazaba el estómago y las lágrimas que hacían borroso el sendero, se hubiera imaginado que había regresado a su vida en el exterior y se divertía con uno de sus juegos favoritos: correr contrasentido en una de aquellas cintas que les transportaban colina arriba hacia el palacio. Allí también se esforzaba para avanzar en sentido contrario a la dirección de la cinta mecánica pero ésta, tan rápida como sus piernas, la mantenía constantemente en el mismo lugar.
Ahora la impotencia y la rabia habían frenado el paso del tiempo y los escasos instantes que la separaban de su refugio no llegaban nunca.
Cuando al fin logró cruzar el arco de la entrada se fue directa hacia las siaras, sin mirar hacia los lados, por si acaso los suyos ya estaban en la casa (no quería dar explicaciones sobre su llanto). Se dejó caer de golpe en la siara del centro, sin respetar propiedades, pues la suya era la de la izquierda. La del lado derecho la ocupaban sus padres y la que ahora había invadido era de la abuela Amand, la más mullida, por ser la última a la que habían cambiado las hojas debido a un exceso de humedad que procedía de la roca a la que estaba arrimada.
La casa de Monnie, al igual que las otras tres que componían el tétrico poblado, se había construido adosada a una pared de roca que se encontraba en la gran cueva, justo al lado de los campos de cultivo. Su ubicación era tan ideal que decidieron aprovecharla para formar el muro trasero de las cuatro casas. Además, la pared tenía amplitud suficiente para construirlas sin necesidad de que estuvieran adosadas unas a otras. Estaban cercanas pero, aun así, guardaban la distancia suficiente para preservar la intimidad de las familias que las habitaban. Para cerrar los laterales y la parte delantera emplearon la dura artea que alfombraba el suelo, a la que dieron forma usando métodos primitivos, a falta de otros recursos. Primero la transportaban con las manos hasta el riachuelo, allí la humedecían con agua y la amasaban hasta darle la forma de una piedra de tamaño medio. Después moldeaban los bordes y lados hasta que el amasijo adquiría una forma más o menos rectangular. Luego las dejaban secar (proceso lento debido a la humedad del interior de la cueva) hasta que servían para ser empleadas en la construcción de las paredes. Así, lentamente, al cabo de varios años, fueron construyendo sus hogares. Todos similares en tamaño y forma. Por todo elemento decorativo presentaban un pequeño hueco con forma de arco en la parte delantera, que también hacía las veces de puerta de entrada.
El interior era diáfano. Al fondo, pegadas a la roca, estaban las siaras que habían fabricado con hojas secas de fangut, la mejor base (y la única) que habían encontrado para descansar. El resto de la casa estaba ocupado en su mayor parte por la mesa donde comían (una gran roca en cuya extracción y transporte habían colaborado todos los vecinos), algunas incómodas sillas, que también eran rocas más o menos pulidas, y los utensilios que usaban para comer, en cuya elaboración habían empleado muchas horas desgastando piedras hasta darles forma de cuenco. La roca para fabricar todos aquellos utensilios había sido robada a la pared en los primeros tiempos de vida en la cueva, a base de emplear muchos días de esfuerzo colectivo, cuando aún reinaba la armonía y el sentido común entre los habitantes de aquél lúgubre lugar.
Sin objetos, ropas, ni comodidades de ninguna especie, la utilidad de las casas no era resguardarse del frío, ni del viento, ni de la lluvia (ausentes en el interior de la cueva) sino única y exclusivamente aportar un poco de intimidad a las cuatro familias que habitaban el lugar.
--- ¿Se burlaron de de ti otra vez?
Aunque Monnie había aprendido a llorar en silencio durante las miles de noches que pasaba en vela buscando una salida a aquella maldición que la había condenado a vivir eternamente en sus dieciséis años, su llanto no consiguió pasar desapercibido para la abuela Amand.
---No pasa nada tati. Ya estoy acostumbrada. ---respondió, mezclando palabras y llanto.
---Ya sé que estás acostumbrada y eso es lo que más me preocupa, porque también sé que hay algo más. Los enfados con los otros jóvenes te ponen de mal humor, pero hasta ahora nunca habían conseguido arrancarte el llanto. Te conozco lo suficiente como para saber que algo más ronda por tu cabeza. Cuéntame, soy toda oídos…
---No lo sé, tati. Nada tiene sentido. Nuestra vida no tiene rumbo porque no progresa, no vamos hacia ninguna parte. Dime… ¿con qué soñabas tú cuando tenías mi edad?
Amand frunció el entrecejo en señal de sorpresa ante la pregunta que le hacía su nieta, mientras trataba de transportarse lo más rápido posible a la época en que tuvo la edad de Monnie, quinientos ochenta años atrás.
---Soñaba con el futuro, con la libertad que me traería y también con las responsabilidades que vendrían en ese mismo lote. También con tener mi propia casa, una familia, una profesión por la que sería respetada… Todas esas cosas, lo normal… ---contestó Amand, cerrando sus pequeños ojos en un gesto que decía sin palabras “¡he metido la pata hasta el fondo! Monnie nunca tendrá ese futuro”.
---No te preocupes tati. Ya sé que no puedo permitirme soñar como tú lo hacías, porque nunca seré adulta. Me pregunto qué pasará dentro de otros cien, doscientos, mil años… ¿cómo envejecerá mi espíritu? ¡Ya soy una anciana envuelta en un cuerpo joven! Pero, cuéntame… ¿todo salió como esperabas?
Al darse cuenta de que una lágrima descendía por las mejillas de su abuela, surcaba sin obstáculos su regordete cuello y desaparecía en medio de una de las pocas arrugas que tenía en el pecho, Monnie trató de esbozar una sonrisa para paliar los estragos que sus lamentaciones y preguntas estaban causando en los sentimientos de su abuela.
---Nada de lo que vino después se asemejaba a mis sueños infantiles y todo, absolutamente todo, resultó mucho más duro de lo que yo esperaba. ---comenzó diciendo Amand, mientras rebuscaba recuerdos en un pasado muy lejano---. Cuando quise darme cuenta estaba encasillada hasta tal punto que no era dueña de mi propia vida, como les ocurre a casi todos los adultos, aunque la mayoría no se percata de ello. Verás Monnie…, cuando empiezas a trabajar, esa tarea te condiciona gran parte de la vida. Tus actos no son fruto de la libertad de elegir, sino que debes atenerte a lo que ordenan tus jefes, a lo que esperan de ti los subordinados, a lo que es conveniente… Si además convives con una pareja y tienes hijos, el resto de tu tiempo también está condicionado, pues has de dedicarte a ellos, a sus familiares, a los amigos comunes… y llega un día en que no te reconoces a ti misma porque nada queda de lo que fuiste y el reducto de tiempo en el que puedes permitirte ser tú misma, sin condicionamientos, es muy pequeño o inexistente. Nada queda tampoco de los sueños del pasado ni de la persona que los tejía. Por eso, cuando nos trajeron a este inmundo lugar, ya mi único deseo era que llegara el momento de ir a vivir al Pinate. A ti, como al resto de los jóvenes, no solíamos hablaros de ese lugar, para que no os sintierais tristes con motivo nuestra partida. Pero ese sitio existía gracias a que la sociedad de Candai estaba muy bien organizada para sacar el máximo partido a todos sus habitantes, pero también velaba por su confort cuando ya no le resultaban útiles. Así, cuando nos hacíamos viejos y no servíamos para trabajar ni para cumplir ninguna otra función social, recibíamos un aviso del Departamento de Abandono de las Funciones para que nos dispusiéramos a dejar nuestra casa y preparar el traslado al Pinate. Por supuesto, recibíamos la notificación con tiempo más que suficiente para poner en orden lo poco que quedaba de nuestra vida. En esa tarea ocupaba yo el tiempo poco antes de venir aquí, y estaba feliz porque el Pinate era un sitio hermoso, rodeado de amplios jardines exteriores, donde pasear y meditar al calor de los rayos de Asten; y en el interior también me esperaban todo tipo de comodidades para hacerme más llevadera la última etapa de mi vida.
--- ¿Por qué nunca hemos hablado de esto, tati? ---preguntó Monnie súbitamente, percatándose de que siempre usaba a su abuela como pañuelo de lágrimas y nunca se había preocupado de averiguar cuáles habían sido sus sueños.
---No lo sé, quizá porque eso ya no importa. ---contestó la abuela, regresando del pasado con los ojos empañados de lágrimas.
--- ¿Qué te gustaría que ocurriera ahora? Quiero decir…, si hubiera futuro.
---Me gustaría que llegara el descanso eterno. Verás Monnie… me siento cansada, muy cansada de vivir arrastrando de un lado a otro este cuerpo que ya no me responde. También siento que mi alma está resquebrajada por los disgustos de toda una vida. La condena es la misma para todos ---prosiguió Amand, mientras acariciaba con cariño la mandíbula de su nieta--- pero tú eres afortunada dentro del infortunio, porque siempre serás joven, tu cuerpo mantendrá su vitalidad y no te faltará la energía. ¡Mírame a mí! Estoy condenada a subsistir por toda la eternidad dentro de una carcasa debilitada, vieja y aquejada de dolores continuos. O, si miramos hacia el otro extremo, ¡piensa en Gonza!, ella siempre será un bebé, nunca llegará a comprender nada de la vida.
---Lo sé, tati. Si por lo menos hubiera otros niños distintos…
---Ya sé que no has tenido mucha suerte. ---contestó Amand, levantándose de la siara, no sin antes besar a su nieta en la mejilla---. Continuaremos hablando, pero ahora debo preparar la comida. Tu padre está a punto de llegar y ya sabes cómo se las gasta.
Monnie asintió en silencio.
En verdad no había tenido suerte alguna con sus compañeros de cautiverio.
La primera casa, comenzando por la izquierda, estaba habitada por la pareja formada por Trot y Ciosta, sus dos hijas y dos familiares. Trot era joven, alto, esbelto, pero sobre todo inteligente y buen conversador; aunque el ambiente se había apoderado de él y, con el paso de los siglos, también se había vuelto taciturno y mezquino, al uso del lugar. Ciosta, su compañera, era entrometida, mandona, coqueta y presumida, sin base física que lo justificara porque sus anchas caderas suponían un antiestético abultamiento en su cuerpo escuálido, además de una cara que captaba todas las atenciones gracias a su nariz extremadamente larga y torcida hacia la izquierda. Tenían dos hijas: Llui, un par de años más joven que Monnie, y Gonza, un bebé de pocos meses de edad. Llui había sido amiga de Monnie en otros tiempos, cuando vivían en Candai; pero el cautiverio también había conseguido sacar a la luz su parte chismosa y envidiosa de cualquier cosa por mínimo que fuera su valor. Con ellos vivía la anciana Venig, la más vieja del lugar, que gozaba de la beneficencia de la familia por ser tía de Trot. Venig nunca había tenido pareja, hijos u otros familiares que se hicieran cargo de ella, por eso su sobrino había decidido acogerla, aún en contra de la opinión de su compañera, que no soportaba las continuas visiones extrañas de la anciana ni sus conversaciones con los difuntos, que tenían lugar a cualquier hora del día o de la noche, soliviantando a cuantos se encontraban a su alrededor con fuertes aullidos que eran fruto de posesiones y abducciones, según decía ella. Completaba el grupo familiar la joven Carr, hermana de Trot, que arrastraba problemas mentales desde una desgraciada caída que había sufrido en su más tierna infancia.
La siguiente casa estaba ocupada por Portio, Aurea, Pel y Alabel. Portio era un varón de baja estatura y complexión delgada, vestido con una piel que se fruncía en mil pliegues delatando su avanzada edad. La maldad que anidaba en su interior le salía por cada poro de la piel. Su compañera, Aurea, muchos años más joven que él, había ocupado en su día un puesto de alta responsabilidad en el Gobierno de Candai, pero su mente no pudo soportar el encierro en el interior de aquella cueva y su personalidad se había deteriorado hasta límites que rayaban la locura. Solía reír por cualquier causa, con sonoras carcajadas que ponían en vilo a todo el poblado. Su hija Alabel era el fruto de aquella extraña familia y hacía cuanto estaba en su mano para superar la maldad de su padre y la locura de su madre. Junto a los tres, tratado como un marginado, vivía Pel, hermano de Aurea. A la desgracia de convivir con aquella familia, Pel unía una deficiencia física que le impedía caminar correctamente. Así arrastraba cada día su pierna izquierda peinando los campos de fangut, donde le obligaban a trabajar hasta que caía exhausto.
La siguiente casa pertenecía a la familia de Monnie, seguida por la última del pueblo, habitada por la pareja formada por Roggie y Socie, cuyas mentes también habían sido superadas por el largo cautiverio. Solían pasar los días cantando y bailando sin que hubiera nada que celebrar. Sus campos de cultivo estaban abandonados y no daban el fruto suficiente para alimentar a sus cuatro hijos (Anex, Josan, Ire y Dram), que sobrevivían como podían valiéndose de su astucia y de la poca caridad ajena que aún quedaba en el lugar.
Pero, a pesar de las deficiencias de la compañía, el cautiverio hubiera sido soportable si no les hubieran estirpado el valvas (un chip que desde niños llevaban colocado en el interior de la cabeza, anexo al cerebro) que contenía todo el saber necesario, además de la diversión apropiada para combatir la soledad porque en él se podían cargar novelas, películas y música, entre otras muchas cosas.
En el Candai que Monnie había conocido no existían escuelas, institutos o Universidades. Sólo ocio y diversión para aprovechar al máximo la mejor etapa de la vida, la infancia.
Cuando los niños alcanzaban la edad de cuatro años sus padres les llevaban al Centro del Saber, donde expertos profesionales instalaban en su mente un chip que contenía los conocimientos que se consideraban apropiados para esa edad. Después, cada año el chip era sustituido por otro que se adecuaba mejor al cambio mental del niño porque contenía conocimientos más avanzados. Al igual que los rafais se iban ajustando al crecimiento físico, el valvas se amoldaba al crecimiento mental.
Al cumplir los veinte años, los jóvenes debían decantarse por una profesión en concreto. En ese momento su cerebro estaba preparado para recibir un segundo chip que le proporcionaría toda la información necesaria para desarrollar la labor elegida. Si el sujeto era aplicado y destacaba porque iba más allá del mero cumplimiento de su trabajo, esforzándose en aportar cosas nuevas que sirvieran para mejorarlo, sus descubrimientos o invenciones pasaban a formar parte de la base de datos del Centro del Saber y serían insertados en las mentes de todas las generaciones futuras, con la consiguiente gloria que ese logro suponía para el inventor.
Por aquel entonces, en el domicilio de cada roggie había un ordenador conectado directamente al Centro del Saber. A él llegaban cada día las noticias que generaba la ciudad. También se recibían las últimas novedades literarias, musicales y las películas que se producían por ordenador en el Centro de Ocio de Candai. El proceso para pasarlas del ordenador al chip mental era sencillo, sólo había que seleccionar la materia en concreto y pulsar una tecla para que la información se transmitiera a través de ondas hasta llegar al chip de la mente receptora. Después, las novelas en audio sonaban con voz clara y pausada en el interior del cerebro, pudiendo incluso elegir entre múltiples tonos de voz. Las imágenes de las películas también se percibían con total nitidez y sólo había que cerrar los ojos para entrar de lleno en el mundo de la fantasía.
Sin embargo los cunches, como clase inferior que eran, tenían restringidos los conocimientos. Por ese motivo se les insertaba un chip diferente, que contenía la cultura considerada adecuada para las funciones que la sociedad les demandaba.
---Abuela ven, quiero preguntarte algo… ---dijo en voz alta, con el fin de que Amand pudiera escucharla desde la cocina.
Los pasos silenciosos de la anciana se acercaron a la siara donde descansaba Monnie.
--- ¿Dime? ---preguntó, esbozando una sonrisa amable.
--- ¿No echas de menos el valvas? ---preguntó, percatándose de que estaba interrumpiendo la labor de su abuela con cuestiones absurdas.
---No tanto como tú… ---contestó Amand, mostrando una media sonrisa con poso triste.
--- ¿DÓNDE ESTÁ LA COMIDA?
Su conversación se vio interrumpida por la fuerte y desagradable voz de Frec (hijo de Amand y padre de Monnie) que llegaba a casa después de dar por terminaba su jornada diaria en los campos de fangut y tenía por costumbre exigir su comida a gritos. No se sabía muy bien si ya no recordaba cómo hacerlo de otra manera o si su mal carácter no se lo permitía.
Amand y Monnie cortaron la conversación de repente, pero sin ningún tipo de sobresalto. Estaban acostumbradas a una escena que se repetía a diario: Frec traspasaba el arco de entrada, inflaba el pecho, levantaba la cabeza y exigía su comida a gritos; tras él venía Rostie, cabizbaja, mirando al suelo mientras arrastraba los pies y el alma, cansados del trabajo y de la pareja que le había tocado en suerte. Normalmente les seguía Monnie, salvo los días (como aquel) en los que su padre le permitía ausentarse. Para obtener de él esa anuencia, ella había puesto el pretexto de que necesitaba un tiempo para jugar, y él había quedado convencido de que esos momentos de asueto servirían para que ella rindiera más cuando estuviera trabajando en los campos.
Ni la abuela ni la nieta se molestaron en dar explicaciones acerca del motivo por el cual aún no estaba su comida sobre la mesa. Sabían que Frec no prestaba atención alguna a sentimentalismos que, según decía él, eran una debilidad propia de las hembras y reclamaba de inmediato lo único que para él tenía verdadera importancia: la comida. Su segunda prioridad era el descanso, como recompensa a lo que consideraba el mayor de los castigos: tener que trabajar para subsistir. Solía engullir rápidamente las hojas de fangut que Amand le servía y después se encaminaba hacia su siara en busca del merecido descanso, y todo eso ocurría sin intercambiar palabra alguna con el resto de la familia. El trabajo era para Frec la mayor de las maldiciones. Por eso ocupaba gran parte de su tiempo en desarrollar complicados cálculos mentales que tenían por finalidad encontrar la proporción exacta entre trabajo y descanso, una fórmula que le permitiera subsistir obteniendo la cantidad de comida necesaria para no fallecer de inanición, pero empleando el menor esfuerzo posible para conseguirla. El resultado era que (sin tener en cuenta la casa de Roggie y Socie) Frec y los suyos pasaban hambre más a menudo que el resto de los vecinos, en cuyas casas siempre había provisiones acumuladas para sortear épocas peores.
---Ya voy, ya voy… No hace falta que grites tanto. ¡No estoy sorda! --- contestó Amand que, aunque estaba acostumbrada a los toscos modales de su hijo, no estaba dispuesta a responder a sus exigencias en un tono amable.
Monnie también se puso en pie. Con gesto rápido se secó los restos de llanto que aún le quedaban en la cara. Sabía que no debía demorarse en acicalamientos porque su padre quería ver a la familia reunida durante las comidas y no tenía paciencia para esperarles demasiado tiempo.
---A veces hay cosas que tienen prioridad sobre la comida. Además, aunque comas un poco más tarde que de costumbre no pasa nada. --- seguía diciendo Amand, arriesgándose en el empleo de un tono de voz que rozaba el límite de lo que Frec consideraba tolerable.
--- ¿Qué puede haber más importante que reponer fuerzas después de trabajar? Quien diga que comer no es tan necesario, es porque no está cansado de trabajar como lo estoy yo. ---contestó Frec.
Amand hizo caso omiso.
Mientras esperaba su ración, tomó asiento en el sitio que desde siempre tenía reservado al lado derecho de la entrada y que todos, familiares y vecinos, respetaban porque sabían que el simple hecho de tener que sentarse en cualquier otro lugar resultaba para Frec un contratiempo y una incomodidad que no estaba dispuesto a asumir bajo ningún concepto, y mucho menos por hospitalidad. Él consideraba que si las visitas tenían la mala educación de sentarse en aquella silla, a sabiendas de que era su preferida, él no tenía ningún motivo para ser cortés con ellos. Con ese tipo de planteamientos, nadie quería arriesgarse a saber hasta donde podía llegar Frec en su descortesía.
---Aquí tienes tu comida. ---dijo Amand, mientras le acercaba el cuenco con un gesto rápido y desairado que él decidió pasar por alto.
Amand y Rosti se sirvieron su propia ración de fangut y se sentaron en silencio a degustarla, procurando no perturbar más a Frec, que ya estaba terminando de dar cuenta de la suya y después se retiraría a descansar, siguiendo la rutina que él mismo había establecido al poco tiempo de entrar en la cueva y de la que no se desviaba si no existía un motivo realmente importante, de vida o muerte, que estuviera relacionado directamente con él. Aún era renombrado el día en que se suicidó el padre de Aurea y Pel. Acababa de recibir su cuenco de manos de Amand cuando entró Aurea pidiendo ayuda a gritos porque su padre estaba muerto. Frec, incómodo, le contestó que si ya había fallecido bien podía esperar un poco más de tiempo, y si no que se hubiera suicidado en otro momento, porque también había que ser maleducado para importunar de esa manera a todos los vecinos durante los momentos de comida y descanso.
--- ¿No vas a comer Monnie? ---preguntó la abuela
---Sí, tomaré algo…
Cogió con desgana el único cuenco que quedaba y se sirvió algunas hojas machacadas y aliñadas con agua. Se sentó a comerlas en compañía de su madre y abuela, procurando mantener el silencio que reinaba en la casa para no sobresaltar el sueño de Frec, que ya se había retirado a descansar en su siara.
A pesar de que Frec exigía que los cuatro se reunieran entorno a la mesa durante las comidas, con el fin de recordarles que aún eran una familia y aportar al acto de alimentarse un toque de solemnidad, como hacían cuando vivían en el exterior, ellas tenían asumido que la única función de aquel ritual que celebraban tres veces al día era proporcionar a su cuerpo los nutrientes necesarios para recuperar el gasto de energía realizado. Pero ya habían olvidado lo que era disfrutar de una buena comida en un ambiente distendido y familiar. La suya era todos los días la misma, el menú se repetía en cada una de las comidas del día y el silencio también se sentaba con ellos a la mesa para recordarles que nada era, ni volvería a ser como antes.
Se alimentaban de hojas de fangut, una planta genéticamente modificada en los laboratorios de Magmalignus, que crecía en el interior de la cueva sin necesidad de luz. Además, para asegurar la horrible supervivencia de los que había condenado a vivir en la oscuridad, Magmalignus modificó la planta de tal manera que por sí sola contenía todas las vitaminas, proteínas y otros nutrientes necesarios para que la salud de los que se alimentasen de ella no se resintiese y quedase así asegurada su condena eterna. No quiso correr el riesgo de que la desnutrición les matara, liberándoles de la maldición que les había echado como castigo a su fidelidad al Rey Kiyama.
El día de la invasión de Candai (quinientos años atrás), los demás roggies (a quienes el miedo del momento había borrado el sentimiento de fidelidad que sentían hacia a su soberano) corrieron mejor suerte que Monnie y sus compañeros de cautiverio, porque ellos hallaron la muerte aquel mismo día. Cuando Altrus les preguntó acerca de sus fidelidades a la realeza, ellos renegaron del Rey Kiyama y declararon su lealtad a Altrus, quien la rechazó en medio de una sonora carcajada, alegando que el nuevo Rey de la galaxia no quería traidores entre sus súbditos. Acto seguido y sin perder la sonrisa, ordenó a sus secuaces que les dieran muerte inmediata. Monnie y los suyos se mantuvieron fieles al Rey Mahi y, como recompensa a su lealtad, recibieron una vida eterna, confinados en el interior de aquella cueva y subsistiendo a base de hojas de fangut.
En los primeros tiempos de adaptación a la vida en la cueva comían las hojas directamente de la planta, cada uno cuando le apetecía. Por aquel entonces estaban desorientados y asustados. Temían por lo que pudiera depararles el futuro y, en aquellas circunstancias de provisionalidad, consideraban absurdo establecer normas de convivencia. Pasaban el día acostados los unos al lado de los otros, sin tener en cuenta parentesco o relaciones de pareja, con la única finalidad de sentirse acompañados en el miedo, que era común a todos ellos.
Las primeras reacciones se produjeron cuando comenzó a escasear la comida y se percataron de que la plantación que Magmalignus les había dejado necesitaba de unos cuidados diarios o, de lo contrario, las plantas se morirían, tal y como él había vaticinado.
Para atender los campos establecieron una rutina diaria de trabajo, que durante años realizaron todos juntos en buena armonía. Pero poco a poco fue desapareciendo el miedo que les unía y surgieron las desavenencias, principalmente porque todos ellos habían llegado a la misma conclusión: que desarrollaban más trabajo y que consumían menos cantidad de comida que los demás. Así era como el prójimo se aprovechaba de su labor. Las discusiones surgían a cada momento y los reproches también. Finalmente, después de muchos debates, llegaron a un acuerdo: para evitar que todos consideraran que estaban trabajando en beneficio del vecino, la mejor solución era repartir la plantación en cuatro partes iguales, una para cada familia, de esa manera cada uno trabajaría para sí mismo y para los suyos.
Así fue como acabó la cooperativa agraria para dar paso a explotaciones particulares, quedando los grupos familiares bien definidos.
Al reparto de la zona de cultivo le siguió el deseo natural de intimidad, que a su vez trajo consigo la necesidad de construir aquellas modestas casas, para que las familias no estuvieran mezcladas.
Y poco a poco fueron recuperando algunas otras costumbres que daban a su vida un falso aspecto de normalidad, entre las que estaba el ritual de la comida que se repetía tres veces al día, tratando de respetar los horarios de antaño, presentes en la mente de todos ellos como reminiscencias de lo que había sido su vida en el exterior.
Aunque ignoraban cuando era día y cuando noche (el interior de la cueva siempre estaba invadido por la misma luz, muy tenue y de color rojizo), lograron establecer una rutina de asombrosa coincidencia con el ciclo horario del exterior, basada únicamente en la intuición colectiva y en la exacta repetición día tras día de cada una de las tareas que hacían. Su reloj biológico les indicaba cuando era el momento de levantarse y tomar la primera comida del día, seguida del trabajo en los campos de fangut hasta que su cuerpo daba la señal de alarma para la siguiente comida. Luego volvían al trabajo, bien en el fangut, en la expansión de los terrenos o fabricando utensilios caseros. Y la jornada finalizaba con otra comida que daba paso al siguiente descanso, supuestamente el nocturno.
Sólo Monnie sabía con certeza que estaban perfectamente sincronizados con el exterior, que trabajaban cuando afuera era día y dormían al caer la noche. Sus visitas a la boca de la cueva así se lo habían demostrado.
Ella pasaba los días ansiando que llegara el momento de irse a dormir. El trabajo en los campos se le antojaba eterno, las comidas también y en general cada instante de actividad en la cueva. Era como si los días fueran más largos cada vez y la noche no llegara nunca. Cuando se acostaba sobre la siara, sonreía de felicidad pensando que, al fin, había llegado el momento.
Desde que comenzó a visitar la boca de la cueva, en concreto desde el mismo día que le vio a él, su mente dejó de viajar en pesadillas a los lúgubres sitios de antaño; y ahora sus sueños la transportaban hasta una maravillosa vida exterior que se desarrollaba en una casa llena de luz, de ropas bonitas y de exquisitos manjares que se reponían por arte de magia para que a ella nunca le faltara de nada. En esa casa sólo estaban ella y el humano de extraño aspecto, con la cabeza coronada de filamentos dorados. En realidad sólo sabía su nombre, Samuel, aunque en sus sueños eran amigos y cada mañana se despedía de ella con un beso en la mejilla y un susurro al oído para decirle que no faltase a la cita en el siguiente sueño. Ella asentía, sonriendo y pensando en la primera vez que le había visto. No lograba entender por qué se sentía tan bien a su lado, teniendo en cuenta el susto que se había llevado en aquella primera ocasión.
Cómo había logrado colarse en sus sueños y hacerse imprescindible en su vida era todo un misterio.
Todo había empezado con el hallazgo de la casa en la que habitaban (el “sacai” como ella solía llamarle a aquella vivienda con forma de cubo).
Durante los primeros cien años de su vida en el interior de la cueva se abstuvo de hacer indagaciones por los alrededores. Sentía auténtico temor a lo que pudiera encontrarse más allá del poblado y los campos. Su familia y vecinos decían que aquella luz tenue que invadía la cueva se convertía en cegadora nada más traspasar la zona de cultivo, y que quemaría la piel y los ojos de todo aquel que se aventurase a exponerse a ella.
Pero poco a poco la curiosidad fue venciendo al miedo. Con mucha cautela se acercó primero hasta el límite de los campos. En la zona este había un túnel invadido por la misma luz rojiza, ni más ni menos intensa que la del poblado. Esa luz permitía ver un estrecho sendero que partía desde la entrada y se perdía a lo lejos, donde sus ojos ya eran incapaces de distinguir. De la zona oeste salía otro sendero, con trazo paralelo al riachuelo que surcaba la cueva.
Pasó muchos días acercándose hasta el túnel del lado este, mirando, tratando de escudriñar en su interior para adivinar a dónde conduciría aquel sendero. Un día se atrevió a dar un paso hacia a delante y comprobó que su piel y ojos seguían en buen estado. Al día siguiente regresó. En lugar de un paso, avanzó dos. Al otro día tres, y así hasta que, al cabo muchos días, quizá años, consiguió recorrer el túnel completo. Se decepcionó cuando comprobó que el camino moría de repente al tropezar con una gran pared de artea. No obstante le pareció el escondrijo perfecto. Cuando estaba exhausta, cansada de trabajar en los campos, de ver como su familia y el resto que le rodeaban iban perdiendo la cordura poco a poco, enfilaba el túnel (que ya había sido bautizado como “El túnel del Velven” -Velven significaba muerte en el lenguaje kimis-) y se refugiaba al final, sentándose en el suelo con la espalda apoyada contra la pared que le daba fin. Todos le preguntaban a dónde iba durante aquellas ausencias. Ella se limitaba a contestar que le gustaba sentarse a descansar en la boca del túnel. Estaba segura de que ninguno se atrevería a aventurarse para comprobar si eran ciertas sus afirmaciones.
Un día de los tantos que acudió al lugar, escuchó voces al otro lado de la pared de artea. Eran casi inaudibles. No conseguía comprender lo que decían, pero estaban allí al fin y al cabo. Quizá fueran su salvación y la del resto de los condenados a vivir en aquella inmunda cueva. Debía llegar hasta ellos.
Empleó más de doscientos años en arañar la pared. Cada día acudía al lugar y sacaba unos cuantos puñados de artea, los envolvía en el viejo rafai con el que había entrado en la cueva (que ya le resultaba inservible como vestido porque estaba tan desgastado que era lo mismo que ir desnuda) y luego los iba desperdigando poco a poco a lo largo del túnel durante el camino de vuelta.
Al desconocer la orientación del lugar que provenían las voces, al principio escarbaba la pared en las tres direcciones (frontal, izquierda y derecha). Tras muchos años y puñados de artea extraídos consiguió formar una especie de sala cuadrada. Siguió excavando hasta que percibió que los ruidos estaban al otro lado de la pared frontal. Entonces centró su trabajo en aquel lateral.
Los sonidos y conversaciones del otro lado se iban haciendo más perceptibles a medida que progresaba la excavación, hasta que un día tuvo la sensación de que, si seguía avanzando, abriría una ventana al otro lado y la descubrirían. Ya podía escuchar perfectamente lo que hablaban: casi siempre quejidos y lamentos acerca del tipo de vida que les había tocado en suerte. Las conversaciones duraban un espacio de tiempo muy corto y después reinaba el silencio. Poco más tarde se adueñaban del ambiente los sonidos típicos del sueño: una inmensidad de ronquidos, tosidos, quejidos amorosos, etc. ¡Al otro lado de la pared habitaba una multitud! Y ella debía verlos. Quería saber quienes eran, por qué estaban allí, por qué eran tan desgraciados en la vida. Deseaba saberlo todo de ellos.
Con sumo cuidado y ayudada por una pequeña piedra plana, abrió una ranura en la estrecha pared que la separaba del objetivo de su espionaje.
Tardó en comprender qué era todo aquello. Durante los primeros días sólo pudo mantener la mirada en la mirilla durante escasos segundos porque la visión que percibía desde el otro lado le producía pánico y malestar. Cientos de sucios colchones alfombraban el suelo de aquel lúgubre lugar, cuyas paredes grisáceas cerradas a cal y canto (salvo por aquellas pequeñas ventanas ubicadas cerca del techo) producían claustrofobia. Todo allí estaba sucio, vacío, inhóspito y sus habitantes rezumaban tristeza por cada poro de la piel.
Cuando comprendió que aquellos eran los descendientes de los cunches que ella había conocido y que estaban sometidos a la esclavitud por parte de Magmalignus, descendió del altillo al que se subía para llegar a la mirilla (que había colocado en un sitio elevado para tener una visión más amplia), emprendió la huida a la carrera y tardó muchos días en regresar a aquel lugar.
Después, durante un tiempo repitió las visitas casi a diario, hasta que tuvo que dejarlo para cuidar a su abuela, que se sumergió durante años en una extraña enfermedad que la había confinado en la siara haciéndole llorar de tristeza constantemente.
Cuando Amand se hubo recuperado, ella regresó al final de la cueva con visitas diarias, hasta que se aburrió porque siempre hacían lo mismo y en el mismo momento del día.
Fue entonces cuando decidió explorar la parte oeste.
Se aventuró por el sendero que acompañaba al riachuelo en su recorrido a través la cueva hasta que consiguió llegar hasta el otro lado. Se paró en cuanto percibió la luz que provenía del exterior. Pero allí no había nada y tampoco podía tomar aquel lugar como sitio de aislamiento y descanso porque corría el riesgo de que la luz le quemara la piel. La segunda vez que visitó aquel lugar, mucho tiempo después, encontró la casa. Ante ese nuevo hallazgo las visitas se hicieron diarias, pero no podía acercarse hasta ella lo suficiente como para averiguar qué era aquello porque la escasa luz que se colaba por los laterales era suficiente como para quemarle la piel y dejarla ciega.
Después de dar muchas vueltas al asunto se le ocurrió la idea de fabricarse un vestido de barro tan opaco que la luz exterior fuera incapaz de traspasarlo. Serviría de base la artea del suelo, que humedecida con agua del riachuelo formaría una especie de pasta con la que embadurnaría su cuerpo. Taparía los ojos con las manos, dejando únicamente una pequeña ranura por la que espiar el horizonte.
Con dudas sobre la eficacia de tan singular protector, avanzó despacio hasta parapetarse detrás de las dos rocas que estaban cercanas a la casa. Y entonces le vio a él.
El susto fue tan grande que durante un tiempo sólo pudo recordar el impacto que le causó la visión del “monstruo” y como acto seguido, sin saber qué ocurrió en el intermedio, apareció acostada en su siara, temblando de miedo e incapaz de discernir si lo vivido había sido sueño o realidad. Aquel ser no se parecía a ningún animal de los que ella recordaba. Salió de una esquina de la casa caminando solo, pensativo, con aquellos pequeños ojos clavados en el suelo. ¡Y se dirigía al lugar donde ella se ocultaba! Pero, por suerte, se paró antes de llegar y decidió repentinamente dar media vuelta. Los ojos de Monnie, acostumbrados a la oscuridad, vieron perfectamente su cara, pálida como la del único muerto que había visto (el padre de Aurea y Pel). Su aspecto era espeluznante. Coronaba su tronco con una cabeza diminuta y sin orejas, pero adornada en la parte de arriba con una especie de filamentos que le colgaban por delante, detrás y los laterales.
Esa misma noche él se adentró en sus sueños. Monnie le veía acercarse al poblado y observarla desde la lejanía mientras ella, a su vez, le miraba parapetada detrás del arco de entrada a su casa.
En la realidad pasaba los días sin atreverse a salir fuera del poblado. Cuando finalizaba el sueño y ella estaba de regreso en el mundo real, sentía pánico con sólo recurrir a la visión de Samuel avanzando por el camino hacia el lugar donde ella se encontraba.
Pero, transcurrido un tiempo, la curiosidad volvió a vencer al miedo para animarla a regresar a la entrada de la cueva. ¡Y lo vio de nuevo! Pero esta vez no huyó, sino que aguardó en su escondrijo, como hizo todos los días que siguieron, en los que pudo comprobar que había otros dos “monstruos” en tamaño pequeño, y uno de ellos era una réplica exacta del mayor.
Pero también había otros kimismanos como ella, varones y hembras, que convivían con los monstruos sin darle importancia a su aspecto. Todos ellos guardaban gran respeto y pleitesía hacia el mayor, al que llamaban Samuel. En alguna ocasión le pareció escuchar también el nombre Kiyama, pero… ¡no era posible!
Tan grande había sido el impacto que ahora aquél extraño se había colado en su subconsciente, ella se había acostumbrado a su presencia y no quería enseñarle la puerta de salida.
A punto de quedarse dormida y dispuesta a acudir a la cita nocturna que tenía lugar durante sus sueños, Monnie estaba pensando que los quinientos años de vida en la oscuridad le estaban pasando factura y que su mente imaginaba cosas extrañas. Tal vez aquellos sueños sólo eran un bastón en el que apoyarse. Era triste vivir de ilusiones para eludir el enfrentamiento con la realidad, pero lo peor era tener la certeza de que nada podría cambiar, pues la maldición de Altrus había sido muy estricta: “SI LA LUZ TOCA VUESTRA PIEL OS QUEMAREIS Y MORIREIS SUMIDOS EN EL DOLOR MAS GRANDE QUE SE PUEDA CONOCER. SI LA LUZ TOCA VUESTROS OJOS, QUEDAREIS CIEGOS. TAMPOCO ABANDONAREIS LA CUEVA DE NOCHE, PUES, SI VUESTRA PIEL ENTRA EN CONTACTO CON EL AIRE DEL EXTERIOR, REACCIONARÁ CREANDO ERUPCIONES, CUYO DOLOR SE HARÁ INSOPORTABLE DURANTE TODA LA ETERNIDAD”.
Quinientos años en las tinieblas habían aclarado su piel hasta dejarla casi transparente y también habían obstruido sus sentidos, salvo el del oído, que era cada vez más agudo. En compensación, algunos de los condenados, y especialmente ella, fueron desarrollando la capacidad de percibir y reconocer el espíritu ( la parte no visible de los seres); y, no sin asombro, descubrieron que era tan personal e irrepetible como el aspecto físico y, como éste, puede ser bello y atrayente, o feo y desagradable. Y, como el cuerpo, el alma también es vital e irradia frescura al comienzo de la vida y se muestra cansada y arrugada en la vejez.
sábado, 30 de enero de 2010
CAPITULO II: "La muerte de Melina" y CAPITULO III: "La maldición"
--- ¡Vamos! ¡Hay que salir!
Desde la ventana de la habitación que compartía con Guerrero, Rio veía como Asten descansaba sobre la cima de la pequeña montaña que se divisaba a lo lejos. Poco a poco la bola brillante iría desapareciendo y con ella la luz del día. Tenían que darse prisa, de lo contrario apenas quedaría tiempo para jugar en el exterior.
Su padre había sido muy estricto cuando, a regañadientes, les había concedido permiso para salir todos los días. “Os autorizo a salir cuando el Sol (así llamaba él a Asten) se coloque encima de aquella montaña que se ve a lo lejos, pero debéis estar de vuelta en casa antes de que se haga completamente de noche, ¿entendido?”, les había dicho Samuel después de muchas horas negociando con ellos, con Laila e incluso con los abuelos Andon y Jerima.
Todos, excepto el abuelo Andon, comprendían lo aburrido que resultaba para los niños permanecer durante todo el día confinados en el interior de la casa, a pesar de que su habitación estaba orientada hacia el exterior y era de las pocas que disponían de ventana para asomarse al mundo. Menos suerte tenían los inquilinos de las habitaciones orientadas hacia los laterales y el interior de la cueva, pues carecían de mirador alguno. Ese era el argumento que esgrimía el abuelo Andon para justificar su voto en contra de que los niños saliesen de la casa: “si nosotros aguantamos aquí encerrados día tras día, vosotros también podéis, máxime cuando vuestra habitación tiene ventana y las nuestras no”.
La ventana no representaba diversión alguna y a través de ella sólo se veían los arbustos que su padre había plantado delante de la casa para que la ocultaran a la mirada de posibles curiosos. Pero, aún así, las vistas eran un elemento muy valorado y cuando hicieron el reparto de las habitaciones fue un motivo decisivo para que se adjudicaran por sorteo, haciendo una excepción con la de los niños porque todos estuvieron de acuerdo en que, por ser los más pequeños, debía tocarles una con ventana. Su habitación estaba ubicada en la segunda planta, lateral derecho, según se subía la escalera. El mobiliario era sencillo. Tan sólo dos camas separadas por la pequeña mesita de la cabecera, un pupitre situado bajo la ventana y una silla de color azul marino, a juego con las mantas. Ningún objeto infantil ni adorno, salvo el tablero de ajedrez. Aunque había momentos en los que la habitación rebosaba de juguetes y colorido porque a ellos les gustaba divertirse cambiando los muebles a golpe de magia y creando utensilios para nuevos juegos, pero al terminar procuraban dejarla tal cual la había decorado su madre. Sabían que ella se enfadaría y se pondría triste si su buen gusto era cuestionado.
La sala vecina, también con ventana, le había tocado en suerte a Zetu. Era una habitación minúscula donde, con su altura y corpulencia, debía hacer malabarismos para no tropezar en las pocas pertenencias personales que tenía. Pero se había ajustado a la medida de las necesidades y, al ser para una sola persona, se le restó espacio hasta dejarla reducida al mínimo imprescindible. Como único adorno tenía un pequeño espejo enmarcado en color plata que decoraba el cabecero de la cama. “Quizá le sirva para comprobar si cada día le había salido una verruga más”, solía decir Guerrero, mofándose del aspecto repulsivo que presentaba la cara de Zetu, invadida por grandes verrugas negras. “O para ver si su boca se ha estirado un poco más”, contestaba Rio, burlándose también del considerable tamaño de la boca de Zetu.
La otra habitación con ventana, la del lateral izquierdo, les había correspondido a Rue y Ande (hijos de Jalon y Melina). Era una réplica exacta de la de los niños y daba fiel testimonio de que Laila y Jerima andaban faltas de imaginación cuando le indicaron a Samuel cómo tenía que decorar la casa.
Adosada a la de Rue y Ande, sin vistas y encarada hacia el muro derecho de la entrada de la cueva, estaba la de Malu, la desgarbada hija de Zetu, que con sus veinti pocos años era casi tan alta como su padre y sostenía su escuálido cuerpo sobre unas delgadísimas piernas. Su habitación también era minúscula y la cama, al igual que la de Zetu, se había “fabricado” con la misma longitud que las demás. Fue obra de Samuel, que por aquel entonces estaba desganado, sumido en una gran depresión y se limitaba a convertir pequeñas piedras en las cosas que le ordenaban Laila y Jerima, poco previsoras y nada imaginativas. La manta de Malu era de un color verde brillante que, de haber luz natural en la habitación, causaría daño a la vista.
Aunque las quejas de Malu y su padre eran constantes, cuando terminaron de “construir” la casa, Samuel se encerró en su habitación y allí pasaba los días, sumido en la melancolía y sin ánimos de conversar con nadie. Así fue cómo la casa fue quedando con las carencias iniciales, a la espera de que él se recuperara de su enfermedad.
La siguiente habitación (pegada a la de Malu y ocupando la esquina que daba al lateral interior derecho) era la de Samuel y Laila. También carecía de lujos y adornos. Sólo una gran cama en el centro ocupaba casi todo el espacio dejando dos pequeños pasillos a los laterales. Algunas perchas colgadas por la pared componían el resto del mobiliario.
Adosada a la de Samuel y Laila estaba la habitación mayor de la casa. La ocupaban las dos parejas formadas por Andón y Jerima, Amenu y Djama. Se habían visto obligados a compartirla para ganar un poco más de espacio al eliminar el sitio que ocupaban las paredes divisorias. Si se construían dos habitaciones, éstas resultarían demasiado pequeñas. Tenía dos camas de tamaño medio separadas por una mesita, un par de pequeños espejos en las paredes y una estantería donde colocaban las cosas. Los cuatro por unanimidad habían elegido colchas en color rojo, a juego con una alfombra peluda del mismo color, regalo y diseño de Samuel ante las quejas de Djama de lo frío que estaba el suelo cuando apoyaba en él sus pies descalzos. Amenu y Djama eran los más ancianos y sumaban entre los dos más de doscientos cincuenta años.
Haciendo esquina con el lateral interior izquierdo de la cueva estaba la de Jalon y Melina. También estaba ocupada en su casi totalidad por una cama grande, y ésta a su vez por el inmenso cuerpo de Melina cuando descansaba en ella, dejando a Jalon un escaso reducto en la parte derecha. Formaban una extraña pareja. Ella era alta, corpulenta, casi obesa, de cara ancha y orejas enormes; mientras que su compañero era también fuerte, pero mucho más pequeño. Ella le sacaba más de una cabeza en altura.
Finalmente, completando el pasillo cuadrado que giraba entorno a la escalera central, estaba la habitación de Anti y Salu, los otros dos hijos de Zetu. Eran dos gemelos de unos treinta años, famélicos y pálidos, cuya única diversión consistía en hablar un idioma inventado por ellos y que nadie más conocía. Se partían de risa al ver las caras de incomprensión de los presentes cuando ellos se ponían a dialogar en su idioma exclusivo. Al parecer aquel aislamiento había surgido a partir de la muerte de su madre durante un derrumbamiento en las minas de Candai.
Del centro de la planta salía la escalera que conducía al piso inferior, donde se ubicaban el salón, la cocina, el diminuto cuarto de baño y un recibidor cuadrado.
A falta de otras diversiones, Rio y Guerrero empleaban a veces su tiempo recorriendo todas las estancias de la casa e imaginando que un mundo de fantasía se escondía detrás de cada una de sus puertas, y adjudicaban a cada habitación una historia acorde con la personalidad de los que allí dormían.
Pero ningún entretenimiento que tuviera lugar dentro de la casa se podía equiparar a la sensación de libertad que daban los juegos en el exterior, por eso insistieron tanto hasta lograr que se les concediera aquel trocito de tiempo al anochecer.
Cuando se debatió el tema de las salidas al exterior, los niños tuvieron la suerte de que su padre fuera más comprensivo que el abuelo Andon (que se negaba en rotundo a que salieran de la casa) y supiera buscar un término medio que les permitía divertirse un rato cada día sin correr riesgos, o corriendo los mínimos imprescindibles. Era evidente que no debían salir en pleno día porque podían ser vistos desde alguna nave que sobrevolara la zona, dando al traste con la leyenda de que todos ellos habían muerto durante la destrucción del palacio y desatando la ira de Magmalignus, que regresaría para terminar su trabajo exterminándoles a todos.
--- ¿Pensaste algo para hoy? ---preguntó Guerrero, mientras recogía las piezas de ajedrez esparcidas por encima de la cama.
---Pensar… ¿en qué? ¿Para jugar?
--- ¡Claro! ¿Para qué va a ser?
---Pero… ¿no quedamos en seguir practicando la desmaterialización hasta que nos salga bien?
Rio estaba sorprendido ante la pregunta de su hermano porque la diversión favorita de ambos eran los juegos de magia y dominio de los poderes, además del ajedrez (un juego nuevo que les había regalado su padre). Solían practicar ambas diversiones durante casi todo el día, pero preferían aprovechar el tiempo que pasaban en el exterior para ejercitar los poderes, sencillamente porque necesitaban un espacio donde poder colocar las cosas que creaban de la nada, aunque fuera para destruirlas instantes después. Cada tarde salían de la casa, sorteaban con cuidado la empinada cuesta rocosa que daba acceso a la cueva y luego, ya en terreno más llano pero aún pendiente, corrían colina abajo hasta llegar a la llanura del valle por cuyo centro discurría el río. Allí se daban un baño en el pequeño pozo que se formaba en un lateral y después comenzaban a practicar en el vasto campo colindante.
En algunas ocasiones se habían adentrado en el interior de la cueva hasta el lugar donde morían los escasos rayos que se colaban desde el exterior, pero la escasa luz y aquellas paredes oscuras que sudaban agua impregnando el ambiente de olor a humedad salada, hacían que aquel lugar no les resultara atractivo para desarrollar sus juegos y prácticas de magia.
Dentro de la casa, el juego del ajedrez y la invención de historias fantásticas ocupaban casi todo su tiempo durante los largos días que permanecían encerrados en su habitación, salvo algún descanso que dedicaban a ejercitar sencillos juegos de magia. En ambos campos habían hecho considerables progresos y les gustaba seguir avanzando, explorando cosas nuevas. Esos días estaban practicando la desmaterialización. Sabían que su padre era capaz de hacerlo y, aunque no les había explicado cómo, ellos también se esmeraban en concentrarse al máximo para cambiar la estructura de las células de su cuerpo. De momento no habían conseguido progreso alguno, pero creían estar en el buen camino y su ánimo de seguir intentándolo no decaía.
---A mi me da un poco de miedo. ---contestó Guerrero mientras abría la puerta para salir de la casa.
Ante la respuesta inesperada de su hermano adoptivo, Rio abrió al máximo sus almendrados ojos color miel. Guerrero no conocía el miedo, o por lo menos eso había creído él hasta esos momentos.
---Miedo… ¿por qué? Si papá lo hace, yo también puedo. ---contestó Rio, orgulloso de saberse heredero de los poderes de Samuel.
Una sombra bañó el rostro de Guerrero. Él no era hijo de Samuel, aunque se sentía como tal, por eso solía entristecerse cuando el tema de la herencia genética salía a la luz. Poco recordaba de su verdadero padre y, desde que él había desaparecido, lo que más deseaba era compartir con Samuel y Rio algún parecido físico, por insignificante que fuera. Por ese motivo había adoptado también forma humana como ellos.
---Imagínate lo que ocurriría si lo haces y después no puedes regresar a tu estado. Será mejor esperar hasta que papá nos enseñe. Seguir intentándolo solos puede ser peligroso. ---contestó Guerrero, desechando el atisbo de envidia que había asomado instantes antes.
Rio no contestó. Quizá su hermano tenía razón. Él también sentía un poco de miedo a conseguir desmaterializarse y luego no poder regresar al estado anterior.
Descendieron en silencio a través de las rocas que rodeaban la entrada de la cueva. Estaban colocadas en un terreno empinado y había que bajar con cuidado, procurando colocar los pies en algún saliente relativamente seguro. Después vendría el descenso de la colina, a través de un terreno también empinado, pero exento de rocas y piedras que pudieran hacer daño a los pies. Esa parte solían bajarla corriendo para adelantar tiempo. Cada día procuraban ir por un sitio distinto con el fin de evitar que las repetidas pisadas formaran un sendero delator que pudiera guiar al enemigo hasta la casa. Eso no lo había dicho su padre, sino que era cosecha propia y se sentían orgullosos de su astucia.
--- ¡Vale! Se lo diremos para que sea él quien nos enseñe. Ya falta poco… ¿echamos una carrera? ---contestó Rio, después de un largo tiempo de silencio durante el cual habían recorrido casi todo el camino hacia el valle.
A Rio le encantaba competir con su hermano aunque, en cuestión de deportes, siempre salía perdedor.
--- Sabes que te voy a ganar... ---contestó Guerrero, encogiéndose de hombros.
--- ¡Vamos! ---incitó Rio, adelantándose para comenzar la carrera.
Guerrero aceptó el reto.
Aunque Rio había partido con algo de ventaja, le adelantó en pocos segundos y continuó la carrera sin mirar atrás, cruzando los campos de artea rojiza, salteados con algún que otro matorral que alcanzaban la altura de sus rodillas. A su paso, los uros también salían corriendo para buscar escondite entre la vegetación. A pesar de que se había acostumbrado a ellos, Guerrero seguía sintiendo repugnancia hacia aquel pequeño animal, redondo como una bola cubierta por una pelambrera larga y grisácea, que se movía saltando sobre dos patadas tan delgadas que apenas se distinguían. De no ser por el tubo que, a modo de boca, le sobresalía por la parte delantera, daría la sensación de que se trataba de una pequeña pelota que volaba por los aires.
Continuó corriendo hasta llegar al borde del pozo de aguas rosáceas donde solían bañarse cada tarde, y allí se dejo caer al suelo, con los brazos y piernas extendidos en forma de aspas, bromeando como si la carrera hubiera sido muy larga y él estuviera exhausto.
--- ¡Ves, te he ganado! ¡Te he ganado!
El sonido de los pies de Rio esforzándose por llegar junto a él competía con el arrullo del riachuelo que pasaba a su lado.
Rio frenó de repente y se quedó quieto junto a su hermano, con la mirada clavada en el pozo, donde un enorme cuerpo cubierto de escamas verdes sobre una masa amorfa y gelatinosa asomaba entre las aguas, dividiéndose en dos columnas a modo de cuellos sobre las que reposaban sendas cabezas del tamaño de balones gigantescos, en las que se dibujaba una enorme boca redonda mostrando unas fauces afiladas como cuchillos que relucían en la semi-oscuridad abriéndose y cerrándose sobre si mismas con ritmo sincronizado. Sobre ellas, un gran ojo cubría toda la frente emitiendo destellos de fuego.
--- ¡Mira allí! ¡Hay monstruos en nuestro pozo! ---dijo Rio, señalando con la barbilla porque el miedo le había paralizado el resto del cuerpo.
--- ¡No digas tonterías! ---contestó Guerrero, indiferente.
Se había acomodado muy bien usando la artea como colchón y le daba pereza incorporarse para echar un vistazo al pozo.
---Guerrero, por favor, levántate y vayamos a casa. ---suplicó Rio, con un hilo de voz que salía quebrado de su garganta seca.
Guerrero miró a su hermano con gesto de fastidio, pensando que daba tanto la lata que así era imposible disfrutar de aquellos minutos al aire libre. Pero se levantó de un salto cuando vio que Rio estaba temblando, con la cara desencajada y empapada en lágrimas.
---En el pozo no hay nada. ---dijo, aunque, por si acaso, sólo había echado una mirada rápida, de soslayo.--- Pero si…, es mejor volver a casa.
--- ¿De verdad no los viste? ---insistía Rio.
--- Allí no hay nada, solo agua, como siempre. Pero volvamos a casa. Tengo que “hacer” la comida para mañana.
Guerrero se incorporó y ambos enfilaron el camino de vuelta con paso apurado y sin mirar hacia atrás. No querían correr por miedo a incitar al monstruo a perseguirles y procuraban mantener activa la conversación para entretenerse y espantar el miedo mientras se alejaban del lugar lo más rápidamente posible.
--- ¡Bah! ¡Hacer la comida! Si sólo tienes que pensar en algo de comer y aparece de repente. Lo que pasa es que tienes miedo, como yo.
---No es sólo “pensar en algo de comer”. Después os quejáis de que tengo poca imaginación, que siempre hago lo mismo, que esto y que lo otro. Para “preparar” una comida tengo que imaginármela antes, sino no funciona. Nunca se os ocurre pensar que moriríais de hambre, de no ser porque yo estoy aquí. ---contestó Guerrero, harto de que siempre criticasen el menú que les servía.
---No sería así porque papá y yo podemos transformar cualquier cosa en comida. --- contestó Rio, para hacerle ver que no era tan imprescindible como creía.
--- ¿Y qué ibais a transformar? ¡¿Artea?! Aquí el único que tiene el poder de hacer magia y crear de la nada soy yo. ---repuso Guerrero, con aire despectivo y orgulloso.
---Seguro que podríamos sobrevivir sin ti, aunque no te lo creas.
Rio estaba un poco enfadado por la prepotencia de su hermano.
---Y si no soy más imaginativo con la comida es porque no recuerdo como es. Cuando vine de Trutón era demasiado pequeño como para acordarme de lo que se comía allí, y lo único que tengo en mente son las dos o tres comidas diferentes que la abuela preparaba cuando vivíamos en palacio.
Ya se habían alejado y estaban iniciando la cuesta que les llevaría hasta la cueva, pero Rio seguía temblando y Guerrero no se atrevía a mirar hacia atrás para comprobar si había algo en el pozo, que ya quedaba lejano pero aún era visible.
---Dejemos el tema de la comida ¿vale? ---dijo Rio, agarrándose al brazo de su hermano en un gesto con el que pretendía aparentar cariño, pero que estaba más próximo a buscar compañía para vencer el miedo.
--- ¿Sigues teniendo miedo? ---preguntó Guerrero, al sentir que las manos de su hermano apretaban su brazo con más fuerza de la debida.
---Si…
---Yo también. Nunca dejo de pensar en lo que le ocurrió a Melina.
---No debemos hablar de eso, papá nos lo prohibió ¿no te acuerdas?
--- Callando no conseguiremos ahuyentar el miedo. Piensa en lo que pasó ahí abajo, porque estoy seguro de que en el pozo no había nada, sólo cosas que nos imaginamos.
---Cuando duermo siempre sueño con monstruos como los que vi en el pozo. Nos persiguen para matarnos y todas las noches conseguimos salvarnos por los pelos.
---A mi me pasa lo mismo, ya te lo dije. Siempre veo al monstruo que mató a Melina. ---dijo Guerrero, apretando también con fuerza el brazo de su hermano para asegurarse de que no se apartase de él.
--- ¿Cómo sabes que fue uno? Yo creo que tuvieron que ser varios... ¡Y pensar que la abuela también estuvo a punto de morir!
---Es una pena que no quiera contarnos lo que pasó aquel día. A mi me gustaría saberlo ¿y a ti?
---A mi también, aunque me da muchísimo miedo.
La contestación de Rio fue un susurro destinado a sus adentros, que salió al exterior por casualidad y dio a entender a Guerrero que la mente de su hermano había retrocedido unos días atrás, cuando ambos estaban en su habitación jugando al ajedrez.
Era última hora de la tarde y no habían salido porque un chaparrón de agua comenzó a caer justo en el momento que se disponían a salir. Como solía ocurrir cada veinte días, más o menos, el agua caía de repente como si alguien se dedicara a tirarla con cubos enormes desde lo alto. La lluvia duraba sólo unos segundos, pero después todo quedaba anegado y había que esperar hasta que el suelo la filtrara.
En esos momentos Rio retiraba un caballo que había “comido”, para unirlo a los cinco peones y un alfil negros que ya tenía en sus haberes. Pero la pieza no llegó a su destino y cayó otra vez sobre el tablero porque en el trayecto fueron sorprendidos por los alarmantes gritos de su abuela Jerima. “Saaamuel, Laaaila, venid aprisa, nos han atacado….creo que Melina está muerta”. Y así varias repeticiones más con gritos aterradores que resonaban en toda la casa y les sacaron a todos de sus dormitorios para llevarles, desorientados como sonámbulos, a lo alto de la escalera, donde se reunieron sin saber que estaba pasando, si debían bajar o quedarse allí.
Otra oleada de gritos les sacó de la duda y se lanzaron todos a la vez escaleras abajo. Rio y Guerrero iban los últimos. Cuando llegaron al recibidor todo el grupo se había situado ya formando un círculo hermético en torno a Jerima, que sollozaba sin cesar e intentaba relatar lo ocurrido y contestar a las múltiples preguntas que le hacían los que la rodeaban.
Los pequeños intentaron abrirse paso y sacar ventaja de su baja estatura para situarse en un primer plano, gateando por el suelo para aprovechar los escasos huecos que quedaban. Resultó ser misión imposible. Todos aquellos pies parecían estar pegados a la alfombra del recibidor y no se movían ni un centímetro para permitirles avanzar. Les impactó ver el charco negro que empapaba la alfombra entorno a los pies de Jerima y avanzaba sin cesar conquistando terreno al azul celeste original. Más arriba, el rafai que cubría las piernas de su abuela estaba hecho jirones y teñido de negro con alguna que otra salpicadura en tono naranja.
--- ¿Qué ocurrió, sati? ¿Por qué estás así? ---preguntaba Laila, agarrando por los hombros a su madre para que dejara de temblar y comenzara el relato de lo ocurrido.
---Melina es-tá mu-mu—erta. ---contestó Jerima, tartamudeando.
--- ¿Dónde? ¿Dónde está? ¡Habla!
Ahora era Jalón, pareja de Melina, quien preguntaba.
---Es-tá mu-er-ta.
--- ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?
Jalón ya había perdido la paciencia y asía con fuerza la tela del rafai que cubría el pecho de Jerima, acompañando cada pregunta con una fuerte sacudida.
---Así sólo conseguirás asustarla más, ¡déjame a mí! --- dijo Ande, el menor de los hijos de la pareja---. Escucha Jerima, sabemos lo mal que lo estás pasando, el miedo que sientes y lo difícil que es para ti todo esto. Ahora estás a salvo entre nosotros, te protegeremos y nadie va a hacerte daño; pero necesitamos saber dónde está mi madre, quizá aún podamos salvarla.
--- Es—tá—ba—mos en la cue—va. Ella mu—rió.
Jalón y sus hijos, Rue y Ande, no esperaron a escuchar más detalles. Tan pronto mencionó la palabra “cueva” rompieron el círculo a empujones y salieron corriendo en busca de Melina, seguidos de Amenu y Djama, preocupados también por lo que pudiera haberle sucedido a su hija. Djama cogió a su compañero de la mano para guiarle en el camino. El anciano tenía el iris del ojo cubierto por una membrana gruesa y transparente que le había dejado casi ciego. Samuel decía que eran “cataratas”, una especie de enfermedad ocular que se presenta en la vejez.
Poco a poco los demás también fueron encontrando una excusa para dejar a Jerima sola y temblando en medio del recibidor. Su aspecto, que en principio era muy escandaloso porque había manchas de sangre por todos lados; pero, una vez analizado más a fondo, se podía comprobar que sólo presentaba rasguños sin importancia. Sin embargo, pudiera ser que en el interior de la cueva se encontraran con algo mucho más trágico.
---Espera aquí, sati. Vamos a buscar a Melina, pero enseguida estaremos de vuelta. ---le dijo Laila a su madre, mientras la cogía por el brazo para ayudarle a sentarse en el sillón que hacía guardia permanente junto a la puerta de entrada.
Jerima hizo un gesto de descontento, como si no quisiera resignarse a perder protagonismo y, una vez acomodada en el sofá, rompió en sollozos incesantes escondiendo la cara entre las manos. Laila hizo caso omiso del llanto y salió de la casa, seguida de cerca por Rio y Guerrero que, aunque nadie les había dicho nada acerca de ir ni de quedarse, aprovecharon el desconcierto del momento para seguir a su madre y comprobar lo que había ocurrido dentro de la cueva.
En fila doblaron la esquina izquierda y cruzaron el estrechísimo pasadizo que separaba el lateral de la casa de la pared de entrada de la cueva, guiados por la poca luz que lograba esquivar los arbustos que Samuel había plantado para ocultar la casa.
--- ¡Melina! ¡Melina, responde! ¿Qué te han hecho?
Era el eco de la voz de Jalón que resonaba en el interior de la cueva y llegaba hasta ellos formando sonidos desgarradores.
--- ¿Qué pasó, sati? ¡Despierta, por favor! ---repetían los hijos.
--- ¡Melina! ¡Somos nosotros! Hemos venido a sacarte de aquí.
--¿Por qué hay tanta sangre? ¿Qué ha ocurrido aquí?
--- ¡Por Hatai! ¿Qué le ha pasado en la cara? ¡¿En verdad es Melina?!
Varios de los presentes hablaban a la vez y entre todos ellos destacaba la voz de Jalón que, rota de dolor, intentaba sin éxito reanimar a su compañera.
Laila y sus hijos siguieron caminando hacia el interior, guiados por el eco de las voces y por una luz tenue que procedía de una piedra que Samuel sostenía en la mano. El lugar donde yacía Melina estaba muy cerca de la casa, pero les daba la sensación de que el tiempo se había detenido y la distancia aumentaba para hacerse insalvable.
Con cada paso que avanzaban la escena se hacía más nítida por la mayor cercanía y porque sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Las voces se habían acallado y los presentes, convencidos de que ya nada se podía hacer para salvarla, se habían apartado en señal de respeto y consternación. Formaban un círculo entorno a ella y permanecían silenciosos, con la mirada clavada en el suelo, como si estuvieran adorando el cuerpo que allí yacía.
Los niños seguían caminando detrás de su madre, procurando no perder detalle del dantesco escenario.
Poco a poco el cuerpo de Melina se fue dibujando con claridad en medio de los que la rodeaban manteniendo cierta distancia y de aquellas tinieblas invadidas por la luz de la improvisada linterna que Samuel sostenía en su mano derecha. Yacía tendida en el suelo sobre un charco de sangre. Su cuerpo, ya de por si muy corpulento, se había hinchado como un globo, deformando la cara y convirtiendo el resto en una masa amorfa que amenazaba con desparramarse por todo el suelo aprovechando las roturas de su vestimenta.
Laila se giró e hizo a sus hijos una señal de “stop” con la mano, para que no avanzaran más y esperaran en el lugar mientras ella se acercaba al grupo. Lo que había allí no era apto para el público infantil.
Los niños no pusieron pegas. Quedaron clavados en el lugar, temblando y con los ojos desencajados. El escenario era dantesco. Estaban en medio de la oscuridad, iluminados por la escasa luz que salía de la piedra que sostenía su padre. Las sombras de los presentes, deformadas y alargadas, se extendían por las paredes de la cueva moviéndose al son de los gritos desgarradores de los familiares de Melina y de los llantos de los acompañantes. Eran como monstruos negros y gigantes que invadían la cueva entorno al cuerpo tendido en el suelo que ponía rostro a la muerte.
Su madre regresó enseguida, con la cara inexpresiva, los ojos perdidos entre las tinieblas y la boca abierta, incapaz de articular palabra. Les hizo otro gesto con la mano para indicarles el camino de vuelta.
La siguieron sin rechistar.
Nada más entraron en la casa, Laila cerró con llave, levantó a su madre (que continuaba sentada en el sofá del recibidor en la misma postura) y empujó el sofá hasta arrimarlo a la puerta de entrada. Su mirada estaba desencajada como la de un demente. Con movimientos ágiles comenzó a correr de habitación en habitación buscando más cosas por toda la casa, con el fin de hacer una montaña de objetos tan grande que su magnitud fuera suficiente como para mantenerles a salvo en el interior. Ayudada por el pánico, arrastró los sofás del salón hacia la entrada como si su peso fuera tan ligero como una pluma de ave. Allí sirvieron de base para colocar encima las sillas, ropas y otros objetos que fue encontrando por la casa, hasta que formó una pila que alcanzaba el techo. Cuando ya no cabía la posibilidad de amontonar más, suspiró satisfecha.
--- ¡Ya está! ¡Creo que es suficiente! ---dijo mientras pasaba la mano por la frente para limpiarse el sudor.
Otro arrebato la llevó hasta la cocina, de donde regresó esgrimiendo dos enormes cuchillos, uno en cada mano.
---Hay que estar preparados, pronto nos tocará a nosotros. ---dijo, con total convicción.
---Mami… ¿por dónde van a entrar los demás cuando vuelvan de la cueva?
Laila no prestó atención al comentario de Rio y revisaba la hoja de los dos cuchillos que sostenía en las manos para comprobar que estaban afilados. Se detuvo cuando escuchó que alguien aporreaba la puerta desde el exterior.
--- ¡Ya están aquí! ¡Vienen a por nosotros! Niños… esconderos arriba, debajo de vuestras camas, y no os mováis de allí ni hagáis ruido. ---dijo su madre, sin parar de dar vueltas por todo el recibidor, mientras esgrimía con fuerza un cuchillo en cada mano.
--- ¡Laila, abre! Somos nosotros, ¿qué está pasando ahí dentro?--- preguntaban varias voces a la vez.
---Son el abuelo y los demás… ¡hay que abrirles! ---dijo Guerrero, poniendo manos a la obra para retirar los objetos que se apilaban delante de la puerta.--- ¡Venga, Rio! ¡Mami! Hay que quitar todo esto para que puedan entrar.
Confusa y desorientada, Laila dejó caer los cuchillos en medio de la alfombra manchada de sangre y se dispuso a deshacer lo que tanto trabajo le había costado unos momentos antes.
--- ¿Qué te ocurre hija? ¿No querías dejarnos entrar? ---preguntó Andón nada más franquear la puerta de entrada, con la respiración entrecortada pero esbozando una leve sonrisa que trataba de quitar importancia al nerviosismo de Laila.
Ella se encogió de hombros y correspondió con una sonrisa inocente.
---Laila, lleva a los niños y a Jerima al piso de arriba y quédate allí con ellos hasta que te avisemos. ---dijo Samuel, empleando un tono de voz autoritario e inusual en él.
--- ¿Por qué papi? ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí? No molestaremos a nadie.
--- ¡Haced lo que os digo! Ya responderé a vuestras preguntas cuando todo haya terminado.
Su padre estaba desconocido aquella tarde, como si de repente hubiera despertado del largo letargo en el que permanecía sumido desde aquella lejana noche en la que el fuego llovido desde el cielo les obligó a huir de Candai corriendo y sin mirar atrás.
Aquellos también habían sido unos días de pánico y desconcierto. Durante un tiempo estuvieron vagando por los campos en busca de un refugio capaz de ocultarles de la ira de Magmalignus, hasta que la providencia puso aquella cueva ante sus ojos proporcionándoles un lugar para vivir aunque fuera sin esperanzas de futuro.
Cuando al fin se decidieron a habitarla, Amenu ponía inconvenientes para quedarse allí, alegando que en realidad seguían muy cerca de Candai, tanto que podía resultar peligroso.
Pero a pesar de la insistencia del anciano decidieron quedarse a vivir en la cueva porque nadie más compartía tan disparatada opinión. La habían encontrado después de varios días caminando sin rumbo y desde allí no se divisaba la ciudad. Ante esa evidencia desecharon las advertencias de Amenu. Pero ningún argumento impidió que él, en contra de la opinión de todos, siguiera sosteniendo que Candai estaba justo al otro lado de la montaña.
Desde aquel entonces, Samuel casi no había vuelto a articular palabra, sólo algunas escuetas respuestas que le resultaba imposible eludir. La derrota sufrida a manos de Altrus le sumió en una profunda depresión que se había adueñado de su espíritu y amenazaba con comerse también su cuerpo, cada vez más escuálido por la pérdida de peso. En su cara se había dibujado una tristeza permanente y los ojos le rebosaban con un llanto constante que afloraba en silencio. Apenas comía y se pasaba las horas encerrado en su habitación. Sólo se permitía salir un rato cada tarde, para “meditar”, como decía él. Entonces se adentraba solo en el interior de la cueva y regresaba un tiempo después con el rostro aún más taciturno. Ninguno de ellos sabía lo que hacía allí dentro, en medio de la oscuridad, porque no permitía que nadie le acompañara. Y, aunque todos los de la casa estaban muy preocupados por su estado de salud y les mordía la curiosidad por saber si estaba tramando algo o quizá ensayando algún poder recién descubierto que les sacara del atolladero en el que estaban metidos, nadie se había atrevido a seguirle para comprobar lo que hacía en el interior de la cueva.
Los trágicos hechos de aquella tarde encendieron la chispa en la mente de Samuel. Aquél brote de vitalidad, que había surgido paralelo a la muerte de Melina, cogió por sorpresa a los niños que, a regañadientes, reconocieron la autoridad paternal y subieron la escalera para entrar en su habitación, procurando dejar la puerta discretamente entreabierta, con una pequeña rendija que permitiera colarse a la conversación que llegaba desde el recibidor.
Laila también obedeció sin rechistar, cogiendo del brazo a su madre para acompañarla a su dormitorio.
---Se oye fatal, parece que están diciendo algo como “hay que hacerlo ahora mismo”, pero no entiendo nada más ---dijo Rio mientras mantenía la oreja pegada a la ranura de la puerta y miraba hacia su hermano, que le estaba haciendo señas para que repitiera rápido lo que estaba oyendo.
--- ¡Déjame a mi! ---respondió Guerrero, apartándole de un empujón.
--- ¿Qué dicen? ¿Entiendes algo?
---Nada. Tenemos que salir a lo alto de la escalera. Si vamos gateando por el suelo, no nos verán. Ve tú delante.
La cima de la escalera ofrecía una vista privilegiada del recibidor y la conversación llegaba con claridad. Estaban todos reunidos, apiñados para espantar el miedo. Samuel había tomado la palabra.
---Jalón, Rue, Ande… Si a vosotros os parece bien, yo propongo que la enterremos ahora mismo. Si lo dejamos para mañana habrá que esperar hasta que se vuelva a hacer de noche, pues de día no podemos arriesgarnos a salir porque alguien podría vernos y sería nuestro fin. Y esperar hasta mañana por la noche también puede ser peligroso porque no sabemos lo que ha pasado ni qué fue lo que causó su muerte. En principio parece obra de algún tipo de alimaña y si la dejamos allí corremos el riesgo de no encontrar el cadáver cuando vayamos a buscarlo mañana. El causante de su muerte podría regresar.
Jalón permaneció callado, con la mirada perdida en alguna parte del suelo. Había envejecido varios años en unas horas. Sus más de ochenta años bien llevados cayeron de repente como un peso muerto sobre sus espaldas, encorvando su talle erguido y apagando su hasta entonces espíritu juvenil como una vela que amenaza con extinguirse tras un soplo de aire.
---Estamos de acuerdo en lo que propones, ¿verdad papá? ¿Qué opinas tú, Rue? ---preguntó Ande, el hijo menor de Melina, cuya serenidad estaba impresionando a todos.
---Si, hijo, estamos de acuerdo. Encárgate tú. ---contestó Jalón, sin levantar la vista del suelo.
---Y, en vez de conservar el cadáver, ¿no sería mejor hacerlo desaparecer? Tú, Samuel, podrías hacerlo ¿verdad? ---preguntó Ande, con cierto temor por lo arriesgado de su propuesta, pues sabía que Samuel era partidario de los enterramientos.
La situación era novedosa para todos ellos. Samuel provenía de una cultura donde los muertos seguían ocupando su espacio. Sus restos se enterraban en cementerios donde familiares y amigos acudían a visitar las tumbas. En cambio, en Kimismo, eran los propios guardias los que se encargaban de hacer desaparecer el cadáver. La familia sólo tenía que olvidar, por lo menos de cara al exterior, porque los duelos no estaban permitidos en los barracones de Candai. Era una sociedad que tenía asumido que estaba de paso, que algún día se marcharía para siempre y que los cadáveres no eran sino una carcasa a desechar. Durante el corto reinado de Samuel se habilitó un cementerio a las afueras de la ciudad, simplemente porque él lo propuso y el resto de los habitantes estuvieron de acuerdo. Pero las circunstancias habían cambiado y una tumba en medio del campo supondría un elemento delator más.
---Sí, yo podría hacerlo… pero esa decisión debéis tomarla vosotros, que sois su familia. ---contestó Samuel.
El padre y sus dos hijos entraron en el salón para hablar en privado. Amenu y Djama, padres de Melina, también se acercaron tímidamente, aunque no habían sido invitados a opinar.
El corto tiempo de espera transcurrió en silencio. Enseguida apareció Ande para dar el veredicto.
--- Hemos llegado a un acuerdo. Es mejor que el cadáver de mi madre desaparezca. ---contestó como portavoz de la familia, que seguía llorando la ausencia en el salón a puerta cerrada.
---Y… ¿cuándo preferís que lo haga? ---preguntó Samuel con la delicadeza que la ocasión requería.
---Ahora mismo. Cuánto antes terminemos con esto, mejor. Ella ya no habita en ese cuerpo que está dentro de la cueva. Ahora sólo existe en nuestras mentes. ---respondió Ande con voz decidida y mirada triste.
Samuel asintió en silencio y se dispuso a salir para cumplir con el trágico cometido. Abrió la puerta exterior y se giró sorprendido al ver que nadie le seguía. Los demás permanecían en el recibidor, quietos como estatuas.
--- ¿Me acompañáis para despediros de ella? ---preguntó.
---No es necesario. Ella ya no está allí. No hay de quien despedirse. ---dijo Ande.
Los demás continuaron mirando al suelo. Samuel no sabía cómo reaccionar ante una situación tan novedosa y una actitud tan diferente a la que él consideraba que sería la “normal”.
---Pero alguien debería acompañarle. Puede correr peligro. No sabemos qué fue lo que la atacó a ella. ---propuso Andon, mirando a su alrededor en busca de voluntarios.
Desde lo alto de la escalera, Rio y Guerrero vieron como su padre, seguido de Andón y Zetu, salía de la casa mientras los demás permanecían inmóviles sobre la ensangrentada alfombra que, a través de su dúo de colores, ofrecía fiel testimonio del antes y el después en las vidas de los habitantes de la casa.
En un momento dado se dispersaron hacia la escalera, por donde subieron en silenciosa procesión para desaparecer después tras la puerta de sus habitaciones.
Los días que siguieron al de la muerte de Melina fueron del todo extraños y además muy, muy aburridos. Los niños no podían salir de su habitación, por prohibición expresa de sus padres y por la vigilancia a la que les sometían todos los demás, que vagaban por la casa como almas en pena con el miedo reflejado en sus angustiados rostros. Pero parecían recibir una especial compensación emocional proporcionando “seguridad” a los más pequeños de la casa y, para cumplir su cometido, oteaban todo el día desde las esquinas, chivándose inmediatamente a Samuel o a Laila si los veían poner un pie fuera del umbral de la puerta.
Era un verdadero fastidio no estar al corriente de lo que pasaba, ni de lo que decían esos cuchicheos constantes que sobrevolaban el ambiente enrarecido de la casa y que, por más que pegaran la oreja a la puerta, no conseguían sintonizar debidamente. “¡Si por lo menos tuvieran la feliz idea de utilizar la telepatía!”, decía Rio, aún a sabiendas de que, generalmente, sólo la usaban para comunicarse a distancia o cuando, por el motivo que fuera, no era conveniente que alguien pudiera escuchar lo que se decía. Entonces se comunicaban directamente con el receptor del mensaje, simplemente pensando en su código personal. Pero, cuando los receptores eran varios, la comunicación telepática tenía que ser también “abierta” y cualquiera podía acceder a ella. Por eso, para intercambiar confidencias en grupo, desechaban la telepatía y, simplemente, hablaban en voz baja.
--- ¿Sabes una cosa hermano? ---le había preguntado Guerrero un día.
---Si no me dices lo que es, no sabré si la sé o no.
--- Cuando jugábamos dentro de la cueva yo tenía la sensación de que no estábamos solos. Sentía la presencia de alguien, como si nos estuvieran observando…
Aquellas palabras le proporcionaron a Rio la dosis de miedo suficiente para todos los días venideros. El también había notado algo así cuando se adentraban en la cueva. Era la sensación de que alguien acechaba desde la oscuridad. ¿Y si algún animal tuviera allí su refugio? Su padre les había contado que en la Tierra las cuevas estaban habitadas por osos, unos animales enormes, con cuatro patas, el cuerpo cubierto de pelo y una fauces tan temibles que podrían despedazarles en cuestión de segundos. ¿Y si fuera eso lo que le ocurrió a Melina?
Por su cabeza comenzaron a desfilar imágenes una tras otra, a cual más terrible, a modo de diapositivas que representaban con toda claridad las cosas horribles que podían haberles ocurrido a él y a su hermano durante algunas tardes en las que habían estado jugando en la cueva. Las imágenes cada vez pasaban más deprisa, y más, y más, hasta que todo se volvió oscuridad…
Aquel episodio puso fin al “encierro”. Al parecer encontraron a Rio tirado en el suelo, entre las dos camas que tenía la habitación, inconsciente, con el cuerpo bañado en sudor y a su hermano llorando a su lado e incapaz de articular palabra.
Samuel decidió tomar cartas en el asunto y trajo de vuelta la normalidad para todos los habitantes de la casa, aunque con ciertas restricciones. Mientras tanto, él seguía indagando en pos de la verdad sobre la extraña muerte de Melina
CAPITULO III: "LA MALDICION"
Monnie solía despertarse un poco antes de que la abuela Amand llegara a su lado para darle un par de suaves toques en el hombro, como señal de que había llegado el momento de levantarse, desayunar y salir con sus padres a los campos para trabajar en las tareas de cultivo del fangut. Pero esa mañana sus ojos se abrieron incluso antes de lo habitual, iluminados por un fulgor que nacía en el fondo del alma. Optó por seguir soñando aunque ya estuviera despierta.
Él ya se había marchado, pero le quedaban los recuerdos de la hermosa noche que habían pasado juntos y nada ni nadie podría impedirle rememorarlos hasta en el más mínimo detalle. Ella sabía que aquellas aventuras nocturnas formaban parte de un sueño, pero no le importaba demasiado porque las sentía con la misma intensidad que si estuvieran ocurriendo en la vida real. También sabía que el hecho de conocer a Samuel había removido los cimientos de su existencia hasta tal punto que su subconsciente le traicionaba permitiéndo que él se colara en sus sueños cada noche para servirle en bandeja una felicidad que nunca estaría a su alcance en la vida real. De lo que pasaba por su mente durante la noche sólo Samuel era real; el resto era fruto de su imaginación, que había comenzado a tejer un amor platónico desde la primera vez que le vio en persona.
Viajó en su memoria hasta el lugar donde en sueños se reunía con Samuel. Allí se encontró consigo misma, vistiendo un rafai rojo y hecha un manojo de nervios ante la promesa que había hecho de reunirse con él, tal y como ambos convinieron durante el sueño de la noche anterior. El lugar de la cita era idílico. La mente de Monnie lo había urdido a la perfección dibujando la estampa de un lago redondo de aguas mansas, tapado con un manto de estrellas reflejadas desde el cielo en sus aguas cristalinas, abrazado en toda su circunferencia por una cordillera de montañas rocosas y custodiado por el enorme y centenario árbol de grandes hojas en forma de corazón, testigo mudo de todos sus encuentros.
Cuando llegó al lugar él ya la estaba esperando a orillas del lago, absorto mirando las ondas concéntricas que formaban las piedras que iba tirando al agua a modo de entretenimiento para llenar el tiempo de espera. Ella aprovechó para contemplarle durante unos segundos con el descaro de quien observa sin ser visto. Cuanto más le miraba más perfecto le parecía. Su cuerpo se vestía con una piel blanca, lisa, perfecta. El pelo, como él llamaba a lo que le cubría la cabeza, era del color de los rayos de Asten y brillaba incluso en plena noche. Su silueta alta, erguida, imponente, formaba el complemento perfecto para la postal que sobre el estanque dibujaba la escasa luz que Asten emitía mientras se ocultaba definitivamente hasta la mañana siguiente. Monnie sonrió recordando la primera vez le vio salir de la casa. En aquel momento sintió miedo ante el extraño que se acercaba a las rocas donde ella se ocultaba. Su físico le pareció horrible, de aspecto monstruoso.
--- ¡Estás ahí! ---exclamó Samuel cuando giró la cabeza hacia el lugar de donde procedía el pequeño ruido que había escuchado.
---Sí, estaba observando las curiosas formas que dibujan las piedras al caer al agua. ---mintió Monnie.
---Me alegra que hayas venido pronto porque hoy tengo una sorpresa para ti. Me gustaría llevarte a un lugar, si te apetece… ---dijo él, acompañando su propuesta con una sonrisa.
--- ¿Y dónde está ese lugar? ---preguntó Monnie con coquetería.
---Es el sitio del que provengo, donde nací y donde he vivido los mejores años de mi vida. ---contestó Samuel con nostalgia y la mirada perdida en las aguas del lago.
---Sí, pero… ¿dónde está?
---En un lejano planeta, llamado La Tierra. ¿Vienes conmigo? ---Insistió.
Monnie pensó que, con aquel tono de voz que empleaba acompañado de una sonrisa que le desarmaba la voluntad, lo habría seguido hasta los mismísimos infiernos, si él se lo hubiera pedido.
---Sí. ---dio por toda respuesta.
--- ¡Ven, acércate! Dame la mano y cierra los ojos.
Llegado a este punto del recuerdo, lamentó no haber estado más serena después de que él le hiciera aquella petición; pues lo único que ahora recordaba era la calidez y la suavidad de sus manos y, con tan pocos detalles, no podría recrearse durante el resto de su vida reviviendo aquellos escasos segundos que le había tenido tan cerca, porque antes de que lograra recuperarse de su embriaguez habían llegado a una casa extraña, llena de raros objetos distribuidos por todas partes, hasta el punto de que había que moverse con sumo cuidado para no tropezar en los estrechísimos pasillos que quedaban libres.
--- ¡Cuántas ganas tenía de volver aquí!
--- ¿Dónde estamos, Samuel?
--- ¡Ah! Perdona por no explicarte. Estamos en mi casa. Bueno… en la que era mi casa. Hemos aterrizado justamente en el salón. --- contestó él, mientras pasaba la mano por encima de un mueble y luego la mirada por la mano, haciendo un gesto raro --- ¡Esta casa necesita una buena limpieza!
Samuel sacudió su mano, dejando en el aire una estela de polvo amarillento.
Monnie miraba con curiosidad todos aquellos objetos (a cual más raro) que llenaban la casa y guardaban entre ellos una única característica en común: todos tenían formas rectas. Parecía que los “humanos” (como Samuel llamaba a los de su especie) tenían especial predilección por aquella forma geométrica, tan discriminada en Kimismo a favor de las cosas redondeadas.
--- ¡Ven! Quiero enseñarte algo que echo mucho de menos en Kimismo ---dijo Samuel con entusiasmo, mientras guiaba a Monnie hacia la librería que presidía el salón, eligiendo al azar “El nombre de la Rosa” entre las docenas de libros polvorientos que allí descansaban desde hacía años, esperando viajeros dispuestos a trasladarse a sus mundos imaginarios.
--- ¿Qué es? ---preguntó ella esbozando una sonrisa tímida, sin apartar la mirada del extraño objeto (también cuadrado, por supuesto) que Samuel sostenía en una mano mientras se esmeraba en limpiarlo con la otra.
--- ¡Ah! ¡A ver si lo adivinas! Cógelo, si lo aciertas te lo regalo.
Monnie lo cogió con ambas manos y comenzó a darle vueltas hacia un lado y hacia el otro. Cuando momentos después lo abrió, descubrió en su interior un sistema de signos que guardaban alguna relación con la escritura que ella había conocido. Aunque recordaba que en aquella época (durante los escasos años que vivió en libertad fuera de la cueva) era más habitual utilizar archivos de audio para conocer la materia contenida en los libros, porque las últimas novedades literarias pasaban del ordenador familiar al chip mental individual con sólo seleccionar la materia en concreto y pulsar una tecla. Después las novelas sonaban en el interior del cerebro, pudiendo incluso elegir entre múltiples tonos de voz. Pero, aún así, también existía un sistema de escritura y tenía muchos adeptos que preferían interpretar los símbolos por sí mismos y después dotarlos de sentido al ritmo que ellos considerasen conveniente, sin tener que verse sometidos a un sistema de audio, que algunos consideraban que iba muy rápido y otros que era demasiado lento.
En el Candai de aquella época también existían los almacenes de libros, donde sólo se guardaban los de menor categoría, cuyo contenido se almacenaba en unas máquinas llamadas “riges”, de pequeño tamaño y forma de anillo dividido en dos mitades que se acoplaban por medio de un imán. Los riges se insertaban en una especie de espetas fijadas en las paredes del almacén, que se llenaban hasta el máximo de su capacidad pudiendo contener cientos de ellos cada una. En la parte exterior los riges llevaban un microchip que reconocía el nombre del libro de forma hablada, de tal manera que cuando alguien buscaba un título concreto entre el sinfín de obras que allí descansaban, sólo tenían que mencionarlo y el chip que se veía reconocido en aquellas palabras emitía un pitido con destellos de luz para que el interesado lo localizara. Para sacarlo de la “espeta” sólo tenía que despegar el imán, sin necesidad de sacar todos los que delante de él completaban el recorrido de tan singular método de almacenamiento. Y para orientar a los lectores que acudían sin elección previa, había un expositor ubicado en la entrada, con un catálogo que incluía todos los libros que allí se podían encontrar.
En cambio las obras maestras se almacenaban en el Centro de Saber y en los ordenadores familiares o chips personales. Pero, dado que éstos tenían una capacidad limitada, los libros considerados más insignificantes se enviaban a los almacenes, para liberar espacio a favor de las obras más importantes.
---Es un libro. ---contestó Monnie, probando suerte.
--- ¡¿Cómo lo supiste tan rápido?! ---preguntó Samuel y, a la par que la sonrisa emergía en sus labios, los ojos se clavaban en Monnie brillando de admiración.
--- ¿Crees que en Kimismo no conocemos los libros? Bueno…. los conocíamos, después todos fueron destruidos, según tengo entendido… Pero no eran así, los nuestros eran… ---Monnie se paró a buscar una palabra que resultara comprensible---, eran como pequeñas máquinas y el contenido se cargaba mediante ondas que viajaban por el aire ¿te haces una idea?
---Más o menos… Reconozco que estáis a años luz de nosotros y no solo en distancia espacial. Pero es curioso que, con una inteligencia muy superior y tantos avances tecnológicos, allí se viva de una forma tan primitiva, si lo comparamos con la vida de la gente aquí en la Tierra.
---Eso es culpa de Altrus y de nadie más. ---dijo Monnie, intentando poner las cosas en su sitio.
--- ¿Quieres que te enseñe a leerlo?
Samuel comprendió que quizás no había estado muy acertado al hacer la comparación y cambió el rumbo de la conversación.
--- ¡Me encantaría!
---Ven, siéntate aquí. ---propuso él, dando un par de palmadas en el sitio vacío que se encontraba a su lado en el sofá, invitándola a que lo ocupara.
Ella dudó durante unos instantes. A pesar de que la proposición era completamente de su agrado temía que, al estar tan cerca de él, su cuerpo le jugara una mala pasada y reaccionara con temblores, sudores y cambios repentinos de coloración que pasarían del blanco al rojo en pocos instantes, delatando unos sentimientos que le interesaba mantener ocultos.
---Ven, siéntate a mi lado ---insistió él.
“¡Vamos, no seas tonta, no desaproveches una ocasión como esta!” repetía ella para sus adentros, hasta que logró reunir fuerzas para vencer la timidez e ir al lado de Samuel, que sostenía el libro abierto entre sus manos y parecía entusiasmado con la idea de iniciarla en la lectura.
Atravesó la distancia que le separaba del sofá y se dispuso a recibir clases para desentrañar aquella maraña de garabatos.
La escritura humana era sencilla. Compuesta sólo de unos pocos símbolos combinados entre sí que formaban palabras, algunas de las cuales tenían significado por sí mismas, pero otras muchas sólo lo adquirían cuando se unían a otras. Monnie pensó que las de esta última clase eran semejantes a las parejas y, sin querer, recordó aquella famosa cita de su abuela, en la que se refería al amor comparándolo con las aguas de dos ríos que se unen. La fusión es tal, decía, que al poco tiempo ya no se podrá distinguir cuáles son las aguas de uno y cuales las del otro, pero si algún día vuelven a separarse, continuarán su camino en solitario pero sus aguas ya nunca serán las originales, sino que llevarán la mezcla que aportó el otro para siempre, hasta que el gran mar las absorba y allí se pierdan para siempre. Amand siempre acompañaba aquella cita del amor con una mirada de añoranza y una sonrisa rota que, sin embargo, parecía haber salido a flote ante la evocación de recuerdos muy gratos.
Decidió desechar pensamientos que en esos momentos no venían a cuento y centrarse en la lectura.
La escritura humana difería de la kimismana en que esta última sólo daba oportunidad a las palabras dotadas de significado por sí mismas, eliminando todo lo superfluo. Se asignaba un único símbolo o letra a cada palabra. A esa letra se le podían agregar algunas variantes, según el significado que se le quisiera dar en cada momento. A modo de ejemplo, Monnie recordó las múltiples formas de escritura que tenían las derivadas de la palabra “camino”. En el idioma kimismano, camino se simbolizaba con dos rayas cortas y paralelas. Sin embargo, si lo que se quería expresar era la acción de “caminar”, se añadía una raya perpendicular en el extremo izquierdo. Esa raya se ponía en el centro para la expresión “caminante”. Si se añadía un punto en medio, se expresaba una distancia recorrida. De esa forma su escritura constaba de miles de símbolos diferentes que, en un relato, se sucedían unos a otros sin estar unidas por preposiciones ni conjunciones.
Resultó ser una alumna muy aventajada y bastaron tres horas escasas para que pudiera leer de corrido el libro elegido por Samuel. Pero la historia que se relataba en él le causaba angustia y ni siquiera el hecho de sentir el cálido roce de la pierna y el hombro de Samuel eran razón suficiente para que deseara continuar allí sentada leyendo aquella trágica historia en la que ocurrían una sarta de muertes a las que encontraba mucha similitud con algo que había presenciado días atrás y que no dejaba de atormentarla, a pesar de que trataba por todos los medios de desterrar aquel recuerdo de su mente. Pero los malos recuerdos son vecinos descarados que se niegan a irse aunque les echen y, aunque se logre cerrar la puerta tras ellos, esperan en el rellano para colarse tan pronto aparezca la ocasión sin necesidad de ser invitados.
--- ¿Nos marchamos? Pronto será hora de despertar. ---propuso Monnie mientras cerraba el libro con cuidado, pues sabía que cada uno de ellos era un tesoro para Samuel.
---Tienes razón. Debemos marcharnos, pero antes recoge tu regalo, ¡te lo has ganado! --- dijo él, ofreciéndole el libro y una sonrisa.
Ella lo recogió.
---Lo he pasado muy bien. ---dijo Monnie
---Yo también. ¿Repetimos mañana?
Ella solía concederle a Samuel el honor de proponer la siguiente cita. Y para esa pregunta siempre tenía preparada una rapidísima respuesta en forma de “sí” que expresaba con un simple meneo de cabeza.
A menudo se angustiaba pensando en lo que podría ocurrirle si algún día, por expreso deseo o por olvido, él no planteara la pregunta principal de la noche, la más importante de todas, la que invitaba a otra cita dando continuidad a aquel sueño. Y se le antojaba que, si eso llegara a ocurrir, simplemente no querría seguir viviendo porque el mundo se le presentaría demasiado aburrido, insulso y carente de interés alguno que justificara el sacrificio que ella tenía que hacer para seguir en él durante toda la eternidad sin esperar compensación alguna.
--- ¡Monnie! ¡Monnie! ¡Despierta! Tienes que levantarte, tus padres ya están desayunando.
Era la voz suave de Amand, que le traía de vuelta al mundo real.
---Voy enseguida.
Salió de la siara emborrachada de recuerdos y siguió a su abuela hasta la entrada de la casa, donde Frec y Rostie daban cuenta de su desayuno mientras planeaban la nueva jornada laboral que iba a comenzar.
En un momento dado se acordó del regalo que Samuel le había dado durante el sueño y regresó a la siara corriendo, con la esperanza de encontrar el libro en algún lugar. Rebuscó entre las hojas de fangut, en el suelo, al lado de la roca de la pared…, pero el libro no estaba por ninguna parte.
Regresó a la mesa desilusionada y convencida de que los objetos y las personas que aparecen en los sueños sólo tienen cabida en el mundo de la mente Por un momento todo le había parecido tan real que creyó que encontraría el libro en algún lugar de la casa.
---Las plantas están bien. Ayer revisé todo el campo. Así que hoy dedicaremos la mitad del tiempo a su cuidado y después trabajaremos en la expansión del terreno. Luego a la noche, antes de acostarnos, hay que volver a revisar los cultivos para decidir lo que haremos mañana. Te encargas tú de eso. ---decía Frec mirando a Rostie, que se limitaba a asentir en señal de obediencia.
---Ya lo has oído Monnie, desayuna rápido que hay trabajo. ---dijo Rostie tan pronto Frec terminó de disponer la jornada diaria.
--- ¿Para qué tanta expansión? ¿No tenemos ya bastantes tierras de cultivo? ¿Es que no entendéis que la familia no va a aumentar, que para los que somos ahora tenemos más que suficiente y que no hay un futuro para el que proveer? ---preguntó Amand al ver que Frec se angustiaba pensando en la dura jornada que le esperaba.
---Futuro es precisamente lo que tenemos, otra cosa no habrá, pero futuro… ¿O ya has olvidado que hay una maldición que te mantendrá en este mundo por toda la eternidad? ---contestó Frec, empleando un tono de voz bajo y pensativo que no era habitual en él.
--- ¡Por eso mismo lo digo! Si hemos de vivir para siempre, hay que tomar las cosas con calma. Lo que pasa es que tú te dejas guiar por los demás. Esas absurdas envidias entre tú y Portio harán que os matéis trabajando para ver cuál consigue tener más extensión de terreno.
---A ti nadie te manda venir a trabajar, así que deja de meterte en mis asuntos.
Frec zanjó la conversación con su madre de la manera habitual, acompañando sus duras palabras con un sonoro golpe en la mesa para darles más énfasis. Amand, acostumbrada al mal humor de su hijo, se limitó a dirigir la mirada hacia otro lado, meneando la cabeza y poniendo cara de lástima.
Monnie sabía que la abuela tenía razón en lo que estaba diciendo. La maldición que Magmalignus profirió contra ellos el día que terminaron el “tratamiento” les obligaba a vivir durante toda la eternidad, sin reproducirse, sin crecer ni envejecer y, aunque su padre dijera que tenían mucho, muchísimo futuro por delante, en realidad el porvenir se había terminado para ellos el mismo día que fueron capturados en Candai y obligados a abandonar sus casas con lo puesto para entrar en una nave que les condujo hasta Atia, el planeta habitado por Magmalignus y su séquito de guardias, ingenieros, arquitectos, investigadores y demás.
Aquel día fue el último de sus vidas.
La “conquista” de Candai comenzó de madrugada, aprovechando el efecto sorpresa y el camuflaje que da la oscuridad de la noche. Y se había presentado silenciosa para coger desprevenido al Rey Kiyama y a su ejército. Ellos fueron los primeros en ser aniquilados, según decían algunos. Aunque también hubo quien no se resignaba a tan fatídico final y mantenía la hipótesis de que habían conseguido huir gracias al chivatazo, vía telepática, de un asesor de Magmalignus, que después fue asesinado de una manera espantosa al descubrirse su fechoría.
Los roggies que negaron su fidelidad al Rey Kiyama –casi todos- para unirse a Altrus tampoco llegaron a ver la luz del nuevo día. Por vía telepática, Altrus ordenó a los jefes de cada familia que salieran al exterior, donde fueron interrogados. Tan pronto renegaron del Rey Mahi y le declararon a él su fidelidad, ordenó darles muerte. Sus compañeras e hijos (que seguían en el interior de las casas) fueron decapitados mientras dormían, por unos guardias bien adiestrados y sedientos de sangre que irrumpieron en la intimidad de sus hogares esgrimiendo sus mortíferas dagas con una sonrisa perversa dibujada en la boca. Casi todos ellos pasaron del sueño nocturno al descanso eterno sin conocer siquiera la cara de la muerte.
A Monnie y a los suyos les despertó una jauría de gritos y portazos dentro de la casa. Era una situación tan fuera de lugar que ella creyó estar sufriendo una pesadilla, hasta que comprobó que el dolor producido por los golpes que estaba recibiendo y la sangre que teñía de negro sus ropas era real; y que debía obedecer sin dilación las órdenes del grupo que estaba dentro de su habitación, gritándole para que saliera de la cama y se dirigiera al exterior de la casa.
Con el aturdimiento que provocan las situaciones que no encajan en la mente, se dispuso a salir sin darse la prisa requerida, motivando así el golpe que uno de los secuaces de Magmalignus le propinó en la espalda, valiéndose de la sofisticada arma en forma de tubo que portaba. El fuerte e inesperado dolor la transportó hasta el exterior envuelta en una nube negra que le dificultaba la visión. Fuera de la casa, su familia y algunos vecinos se amontonaban al pie de la escalera que conducía al interior de una nave. Todos llevaban puestas sus ropas de dormir, unos camisones blancos, rectos, que cubrían todo el cuerpo hasta los pies y que, desde hacía años, era una moda generalizada en Candai en cuanto a ropa de descanso nocturno.
El predominio de la oscuridad de la noche sobre la claridad del alba que intentaba abrirse paso, el color oscuro de la nave y el negro de los uniformes que vestían los guardias de Altrus formaban un conjunto en perfecta armonía, donde el tupido grupo de camisones blancos (al que se unió Monnie empujada a machetazos) parecía un espectro de varias cabezas que miraba a su alrededor incrédulo ante la situación que se le presentaba, incapaz de procesar las órdenes que daban los guardias para subir a una nave cuadrada, de dimensiones colosales, que esperaba delante con una puerta abierta, de la que partía una escalera que descendía hasta tocar el suelo.
--- ¡Subid! ¡Inmediatamente! ---gritó el guardia que, por su actitud, parecía tener el mando de la situación.
Alguien se puso en marcha hacia las escaleras. Los demás le siguieron con paso lento y cansado.
Cuando el grupo alcanzó el último peldaño, fueron recibidos por otros guardias que esperaban dentro para guiarles hasta el fondo de una amplia sala, donde una puerta enrejada se abrió para cederles el paso, volviendo a cerrarse cuando entró el último. Uno de los guardias emitió un sonido gutural, inmediatamente la escalera se recogió plegándose sobre sí misma, la puerta se cerró y la nave se puso en marcha, silenciosa y solemne.
Continuaron el viaje de pie, en silencio y con la mirada perdida en la desnuda sala con forma de pentágono que se abría ante sus ojos a través de las rejas. La ausencia de objetos decorativos y aquel color negro brillante que cubría sus pulidas paredes, iluminadas con luces ocultas de tono azul metálico, oprimían más que cualquier cárcel.
La nave parecía estar completamente vacía. Ningún ruido ni movimiento delataba la presencia de tripulación alguna. El miedo llenaba todo el vacío, obligándoles a viajar apiñados para sentir el contacto físico con los demás, que les proporcionaba una pequeña expectativa de protección.
A Monnie le resultó imposible determinar la duración del viaje, pero le pareció una eternidad. Su espalda se resentía por los golpes recibidos, la cabeza le estallaba de dolor y, aunque estaba en medio del grupo, tiritaba de frío.
De repente las rejas de la celda se plegaron sobre sí mismas y ellos abandonaron la nave en perfecta alineación, cumpliendo las órdenes recibidas por megafonía. Ella se limitaba a no perder su posición en el grupo y caminaba por inercia hacia donde el resto la llevaba
Ya en el exterior, se encontraron en la esquina de una enorme explanada que, aunque en esos momentos estaba vacía, por los dibujos del suelo representando naves de todas las formas y tamaños imaginables se adivinaba que era el punto de aterrizaje de toda la flota de Magmalignus y que cada una tenía su lugar asignado dentro de aquella inmensidad, que colindaba con un edificio de una amplitud absolutamente desproporcionada e imposible de abarcar con la vista. Sus dimensiones eran tales que ni toda la población de Candai multiplicada por cien llegaría a ocuparlo.
El jefe volvió a dar órdenes de mantener la fila tal cual estaba y caminar siguiéndole a él. Entretanto, los demás guardias formaban una hilera paralela que caminaba a la par, se supone que para evitar sublevaciones o que su Jefe fuera atacado aprovechando la oportunidad de tenerle de espaldas.
Cuando el guía se paró, los demás lo hicieron también, procurando mantener la distancia que llevaban durante la marcha.
Después vino el silencio, la espera…,¿y ahora qué? se preguntaban todos ellos, temiendo por lo que el destino pudiera tenerles deparado.
De pronto se escuchó un pequeño chasquido que provenía de la pared lateral, seguido de un ligero ruido continuado que a Monnie volvió a recordarle las escaleras mecánicas que subían al palacio porque también se mantenían paradas y silenciosas cuando nadie las usaba, pero recibían al viajero con un sonido característico cuando se ponían en marcha. Miró hacia la pared. Allí se había abierto un boquete redondo que avanzaba de frente y se dirigía hacia ellos arrastrando detrás un tubo transparente también redondo que se iba desplegando a medida que avanzaba. La parte delantera, del mismo material y color que la fachada de la pared, se mantuvo cerrada hasta que llegó a la altura del Jefe de los guardias y, una vez allí, se abrió hacia un lado (de forma similar a las tapas de algunos tubos de pastillas alimenticias, que usaban cuando no había tiempo o ganas de cocinar) dejando al descubierto el interior vacío y una estrecha pasarela para poder caminar.
Nueva orden de ponerse en marcha hacia el tubo, esta vez con los guardias y su Jefe a la retaguardia.
La indecisión del primero de la fila para entrar en el extraño pasadizo la solventaron de la única forma que sabían: haciendo que el indeciso probara en su espalda la dureza del material con que estaba fabricada el arma que portaban. A partir de ese momento todos siguieron caminando con decisión.
Atravesaron el tubo y otra puerta se abrió al detectar la presencia del que encabezaba la fila y, sin necesidad de esperas, se encontraron en una sala cuadrada, iluminada hasta un límite que resultaba cegador. En el lateral derecho esperaban veinticinco urnas acristaladas que formaban una fila tan perfecta que delataba la meticulosidad de quien las había colocado allí. Su tamaño y una especie de colchón con almohada que se percibía a través de sus paredes transparentes no dejaban lugar a dudas sobre cual era su finalidad, especialmente para Monnie, que se había tomado la molestia de contar el número de tripulantes que habían viajado hasta aquel lugar (que suponía era el palacio de Magmalignus en Atia) y también contó rápidamente el número de urnas. Habían venido veinticinco y había veinticinco urnas esperándoles.
Pero… ¿por qué traernos tan lejos para matarnos aquí? ¿Por qué no nos eliminaron en Candai como a los demás? ¡Claro! Esos tubos son para torturarnos y sacarnos información… Su cabeza no paraba de dar vueltas a la situación, de hacerse preguntas y dar respuestas que deseaba no se confirmasen.
--- ¡Muévete! ---escuchó de pronto.
Sus cavilaciones la habían dejado inmóvil y no se dio cuenta de que los que iban delante de ella en la fila ya ocupaban sus puestos dentro de cada una de las urnas.
El duro acero de un arma se clavó en su espalda para conducirla hasta la siguiente urna vacía que, ante su presencia, se abrió por un lateral, invitándola a entrar. Ella se metió dentro, colocándose boca arriba con la cabeza apoyada sobre la pequeña almohada. La urna volvió a cerrarse herméticamente.
“¡Sati, ayúdame! ¡Abuela!”, pensaba Monnie, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas humedeciendo la almohada.
En la sala se había planteado un conflicto. Gonza, un bebé de pocos meses, también corría el mismo destino que todos ellos y había viajado en los brazos de su madre, pero ahora debían separarse para que el pequeño ocupara el puesto que le correspondía en su propia urna, y debía permanecer allí solo.
---Por favor, por favor… tenga compasión ¿no ve que sólo es un bebé? ---clamaba Ciosta, la madre, dirigiendo sus plegarias al Jefe de los guardias, que hacía caso omiso y se disponía a arrebatarle a su pequeña hija.
--- ¡No, no! ¡Ella se queda conmigo! Cabemos las dos en la misma caja. ---gritaba Ciosta, desafiando al Jefe.
Monnie tomó conciencia del coraje que da la maternidad.
--- ¡Guardias! ¡Quitadle a su hija y metedlas a cada una donde corresponde!
El Jefe fue implacable y, de inmediato, un grupo de unos diez guardias inmovilizaron a la madre de pies y manos mientras otros le arrebataban a su hija de los brazos, encerrando a cada una en la urna que tenían asignada.
El incidente con Ciosta y los llantos de Gonza sacaron de quicio a sus raptores y, para evitar más problemas, procuraron acelerar el proceso de encierro.
El alivio se dibujaba en sus rostros cada vez que una de aquellas cajas acristaladas y herméticas se cerraba. Aceleraban su trabajo hasta tal punto que los últimos de la fila entraron en las urnas a empujones. Monnie supuso que aquella rapidez que los guardias les exigían obedecía necesariamente a un ansia interior de terminar un trabajo sucio. Y eso significaba que no saldrían de allí con vida.
Los guardias abandonaron la sala cuando ya todos habían ocupado su propio ataúd, no sin antes comprobar debidamente la imposibilidad de huir de aquella muerte anunciada, cerciorándose de que los cierres estaban bien anclados.
--- ¡Abuela! ¡Abuela! ---gritaba Monnie, mientras golpeaba el duro cristal con todas sus fuerzas.
El cristal no se inmutaba, pero sus nudillos comenzaron a acusar un fuerte dolor que le obligó a desistir.
--- ¡Cállate Monnie! Aquí seguro que hay cámaras vigilando y nos pueden castigar si nos escuchan hablar---contestó Amand, conectando por telepatía.
---Abuela, tengo mucho miedo… ¿qué nos va a pasar?
---No lo sé, pero recuerda que debemos mantener la dignidad hasta el final. No supliques y no ruegues clemencia, pase lo que pase, porque el final que nos tengan preparado vendrá de todas maneras, por mucho que supliquemos. Y no vamos a darles el gusto de vernos morir humillados. ---contestó su abuela, dando muestras de su gran valentía.
--- ¿Tú también tienes miedo?
---Tengo mucho, muchísimo miedo. Sobre todo porque creo que no vamos a morir, al menos de momento. No nos han traído aquí para matarnos, porque eso lo podían haber hecho en Candai, ahorrándose las molestias de hacer este viaje con nosotros ¿no crees?
--- ¡Eso mismo he pensado yo! Pero me pregunto qué querrán de nosotros. ¿Sacarnos información, tal vez?
---No lo creo. Nosotros somos los que menos información tenemos porque no trabajábamos junto al Rey. Además, curiosamente, han matado a los que sí lo hacían. Creo que todos aquellos que colaboraban hombro con hombro con el Rey han muerto. Yo escuché los gritos de terror que provenían de las casas vecinas, seguidos del silencio repentino de la muerte, que todo lo acalla. Por eso estoy muy confundida y no creo que el fin de todo este montaje sea obtener información.
---Tienes razón, no había pensado en eso. ¡Eres un genio! Y todo esto será obra de Altrus… ¿verdad, abuela? ---seguía preguntando Monnie, ya más calmada.
---Nunca me gustó ese chico. Su mirada era gélida y dura como una roca. Y ese deseo de poder…
---Parece que le conoces muy bien.
--- ¡Más de lo que me gustaría! Yo ayudé a criarles, a él y a su hermano. Desde pequeños ya se marcaban grandes diferencias entre ellos y en sus juegos inocentes quedaba patente la bondad de uno y la perversidad del otro. Mahi, nuestro Rey, ganaba a su hermano en inteligencia, pero aún así siempre perdía en los juegos porque Altrus usaba artimañas tan sucias como demandara la victoria y se rodeaba siempre de aliados tan malvados como él. Cuando se marchó del palacio para instalar su vivienda en Atia sentí un gran alivio al saberle tan lejos.
--- ¿Y qué querrá ahora de nosotros? ---volvió a preguntar Monnie.
--- ¡Quien sabe! ¡Quien sabe! ---repetía Amand en tono melancólico y pensativo, como si estuviera entrando en un profundo sueño.
“¡Nos estamos durmiendo!” pensó Monnie, que también comenzaba a sentir un agradable sopor que le obligaba a cerrar los ojos, a pesar de que ella luchaba con todas sus fuerzas para mantenerlos abiertos.
……
Al instante siguiente (o eso le pareció a ella, porque en realidad, como supo poco después, habían transcurrido treinta y dos días) llegó a su mente una voz fuerte, profunda, misteriosa y aterradora, que le ordenaba despertarse. Sus ojos se abrieron lentamente y lo primero que percibió fue una intensa luz roja, brillante, artificial y cegadora que inundaba toda la sala y en el centro la figura velada de Altrus, que se dibujaba imponente con su estatura de más de dos escais, capaz de rebajar a la categoría de enano al más alto de los kimismanos, que apenas alcanzaría a rebasar su cintura. Aumentaban su envergadura sus ya de por sí anchos hombros, que él acentuaba aún más con unas hombreras superpuestas a un rafai de tela negra brillante, salteado con espectaculares y extraños dibujos de significado desconocido, si es que tenían alguno. Pero aún más temible resultaba su dura mirada escudriñando el entorno con un toque irónico.
--- ¡Salid! ¡Ya habéis dormido bastante! JA, JA, JA. ---dijo.
Las urnas se abrieron por un lado para permitirles la salida, pero nadie se atrevía a abandonarlas porque ofrecían una seguridad psicológica indescriptible, como si se tratara de salir del vientre materno a un mundo infectado de peligros.
--- ¡Rápido! ¡No tenemos toda la eternidad!, JA, JA, JA. ---dijo, sin que nadie lograra comprender el sentido de aquella ironía.
Trot fue el primer valiente en poner pie en la sala. Le siguieron los demás, con movimientos lentos y descoordinados, como zombis que abandonaban sus lugares de enterramiento.
--- Venid aquí, situaros en fila frente a mí y tumbaros boca abajo en el suelo, con las piernas y los brazos extendidos. La madre de aquel bebé, que lo coja en brazos y lo traiga también aquí. ---ordenaba Altrus, suavizando su voz hasta convertirla en un susurro.
---Habéis permanecido aquí durante treinta y dos días, con sus noches ---continuó diciendo cuando ya todos tenían la cara tocando el suelo---. Todas las células de vuestro cuerpo han sido tratadas, una a una, de tal modo que jamás envejecerán ni morirán.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Monnie. “¿Qué significa esto? Es evidente que nada bueno” pensaba. Las siguientes palabras de Altrus la sacaron de dudas.
---Viviréis por toda la eternidad tal cual estáis ahora. Los jóvenes serán jóvenes para siempre, los viejos permanecerán viejos y el bebé siempre será bebé. No conoceréis las enfermedades y, por supuesto, jamás moriréis. Pero tampoco podréis tener hijos. Alguno de vosotros estará pensando que por qué soy tan bueno, ya que alcanzar la inmortalidad es el deseo de todo mortal. La respuesta es sencilla: habéis permanecido fieles a vuestro Rey y a mí me gusta la fidelidad. Por ese motivo ordené matar a todos aquellos que, cuando comprobaron que mi hermano estaba derrotado, acudieron a mí suplicando para obtener favores. Vosotros viviréis para siempre, pero será en el lugar que yo os tengo reservado: una cueva. Y prestad atención: “SI LA LUZ DEL DIA TOCA VUESTRA PIEL, OS QUEMAREIS Y VIVIREIS PARA SIEMPRE SUMIDOS EN EL DOLOR MAS GRANDE QUE SE PUEDA CONOCER. SI LA LUZ DEL DIA ALCANZA VUESTROS OJOS, QUEDAREIS CIEGOS. TAMPOCO ABANDONAREIS LA CUEVA DE NOCHE, PUES, SI VUESTRA PIEL ENTRA EN CONTACTO CON EL AIRE DEL EXTERIOR, REACCIONARÁ CREANDO ERUPCIONES INCURABLES QUE OS CAUSARÁN UN DOLOR INSOPORTABLE”.
Ahora eran varios los escalofríos que recorrían el cuerpo de Monnie (y seguramente de todos los demás) de pies a cabeza y de la cabeza a los pies, sin parar. Temblaba y, aunque suponía que no se había alimentado durante los treinta y dos días pasados, sentía deseos incontenibles de vomitar y de evacuar lo poco que pudiera quedar en sus intestinos.
---Me he tomado la molestia ---continuó diciendo con su voz pausada, de ultratumba--- de prepararos la comida en vuestro futuro hogar. Allí os estará esperando. Es una planta que yo he creado, a la que deberéis cuidar con total dedicación. A cambio, ella os proporcionará alimento suficiente para que el hambre no taladre vuestros estómagos y también constituirá el tratamiento de continuación al que habéis recibido aquí para manteneros tal cual estáis para siempre. Y ahora, para que no dudéis de mi bondad, os voy a hacer un regalo: aquí tenéis unos bonitos rafais. Hay uno para cada uno de vosotros. ¡No querréis ir vestidos con esos horribles atuendos de dormir! Y cuidadlo bien, os tiene que durar una eternidad, JA, JA, JA….
Y desapareció envuelto entre las brumas de una niebla espesa que se formó a su alrededor.
La mente de Monnie quedó en blanco hasta que, no recuerda cuanto tiempo después, retomó conciencia ya en el interior de la cueva, abrazada a su abuela. Ella fue quien le contó que, simplemente, habían vuelto a Kimismo en la misma nave y aterrizaron en la boca de la cueva para dirigirse hacia sus entrañas a través de una especie de tubo que salió de un lateral de la nave, lo mismo que había ocurrido en la pared de la explanada en Atia.
……
--- ¡Monnie! ¡Despierta! ¿En qué estás pensando? ¿No ves dónde estás tirando la artea?
Era la voz de Frec, que sonaba lejana.
Desde el día que llegaron a la cueva había transcurrido muchísimo tiempo. Portio, que siempre contaba los días, decía que habían pasado quinientos años. Pero a ella le parecía que había sido ayer, pues tanta similitud tuvieron entre sí todos los días venideros que aquellos quinientos años se habían saldado como un solo día. Ahora la voz de su padre la devolvía a la realidad.
---Perdona, no me di cuenta.
---No te diste cuenta, no te diste cuenta… ---su padre repetía las frases como si fuera un niño en pleno berrinche--- ¿No sabes que la artea hay que llevarla al hoyo?
---Sí, sí que lo sé, pero la estaba tirando aquí sin querer.
--- ¡En qué estarás pensando…!
Estaban trabajando en lo que ellos llamaban “labores de expansión”. Era una ardua tarea que consistía en aumentar sus campos de cultivo a base de excavar en la mole endurecida que formaba la pared de la cueva, con las manos o valiéndose de alguna piedra que se prestase para la labor. Después transportaban la cantidad que cabía en el cuenco que formaban sus manos juntas y la amontonaban en un profundo hoyo que las aguas subterráneas habían abierto en la zona noroeste.
Al principio, durante muchos años, mantuvieron intacta la extensión de cultivos que les había entregado Altrus. Al fin y al cabo no se podían reproducir y, al no crecer la población, tampoco había necesidad de aumentar los terrenos.
Pero no tardaron en llegar las desavenencias entre ellos y se impuso la necesidad de repartir el terreno en cuatro partes, tantas como familias. Dos líneas de piedras que iban de norte a sur y de este a oeste dividieron el campo en cuatro partes iguales.
El reparto trajo consigo un nuevo concepto: el de la propiedad. Todos vieron que existía la posibilidad de tener posesiones en aquél inframundo y que se podían incrementar para enriquecerse más. La competencia por aumentar la extensión de los terrenos fue la consecuencia inevitable. Quien tenía más campos de cultivo era considerado más acaudalado, y la riqueza traía consigo el respeto y la admiración que alimentaban el orgullo, tan necesario en aquél submundo donde habían entrado desprovistos de él.
Llegaron al acuerdo de que cada familia podía extender sus terrenos cuanto quisiera, pero debían hacerlo por alguna de las dos partes que no colindaban con el campo de los vecinos.
Portio y su familia trabajaban sin descanso para mantener un estatus que les había catapultado a encabezar la lista de los más acaudalados del lugar. A pesar de que a Portio la maldición le había sorprendido en una edad avanzada y su cuerpo era menudo, de baja estatura y apariencia débil, siempre se le podía encontrar trabajando en los campos de cultivo, ya fuera cuidando las plantas de fangut o expandiendo los terrenos. Aurea, su compañera, y Alabel, la hija de ambos, también se regocijaban de poseer más terrenos que nadie y no dudaban en enemistarse con los demás si el territorio equivalente a una pulgada estaba en juego.
La ambición fue la causante de que entre la familia de Alabel y la de Monnie se diera una curiosa situación. Portio y Frec habían tenido algunas diferencias y llevaban más de cien años sin hablarse. Por su parte, Aurea y Rostie seguían el ejemplo de sus compañeros y tampoco intercambiaban palabras entre ellas. Se habían convertido en dos parejas de amistades y enemistades “cruzadas” ya que, sin embargo, Portio trataba con gran deferencia a Rostie y lo mismo hacía Frec con Aurea. A menudo Amand y Monnie bromeaban diciendo que la solución a tan absurda situación pasaba por un intercambio de parejas.
La codicia por las tierras había sido la causante de ambas enemistades. Todo comenzó cuando Portio acusó públicamente a Frec de mover las “marcas” (piedras que señalaban los límites de la propiedad de cada familia). Frec se defendió, además de negándolo, llamando a Portio “enano loco” y disponiéndose a asestarle unos cuantos puñetazos, que habrían alcanzado su objetivo de no ser por la rápida intervención de Trot, que se colocó en medio de ambos contrincantes para impedir la pelea. Y así comenzó aquella temporada de locura en la que ambos dedicaban las noches a espiarse mutuamente para evitar que las piedras cambiaran de lugar.
La sucesión de noches en vela despertó la ira de Aurea e iluminó su mente con la feliz idea de acudir a casa de Rostie para apelar a su condición femenina y exigirle que convenciera a Frec para que cesara el espionaje al que tenía sometido a Portio. Aurea fue mal recibida y salió de la casa con cajas destempladas, seguida de Rostie destellando ira y dispuesta a llegar a las manos, si era necesario, para defender la inocencia de Frec en todo aquel asunto del cambio de marcas.
Monnie y Alabel continuaron la tradición familiar y tampoco hacían buenas migas, aunque en ese caso no era debido a la codicia por los campos de cultivo. A Monnie esos asuntos le traían sin cuidado y, en cuestión de terrenos, sólo le importaba la ubicación de los mismos, a los efectos de no invadir propiedad ajena cuando salía a dar sus largos paseos para explorar los intestinos de la cueva. Se consideraba afortunada porque los que poseía su familia eran los mejores para sus propósitos. De un lateral de sus propiedades partía “El túnel del Velven”, un angosto pasadizo que llegaba hasta el otro lado de la montaña, donde habitaban “los del final de la cueva”, aunque hacía años que no les visitaba, simplemente se acabó cansando porque allí nunca pasaba nada. Todos los días repetían la misma rutina. Llegaban del trabajo arrastrando los pies tras una larga jornada, se acostaban en unos mugrientos colchones que les esperaban tendidos en el suelo, después la oscuridad se apoderaba de los barracones y ellos dormían un sueño que pretendía reparar los desajustes de su miserable vida. Nunca había novedades, por eso había dejado pasar más de diez años desde la última visita. Y ahora prefería dedicar sus escapadas a observar a “los de la entrada de la cueva”, cuya vida era mucho más interesante, sobre todo porque allí estaba él.
---Papi… ¿nunca sentiste curiosidad por saber a dónde conduce El túnel del Velvén? ---preguntó Monnie de repente, para saber lo que opinaba su padre y cuál sería su reacción en caso de que sus aventuras quedaran al descubierto.
--- ¿A qué viene ahora eso? ¿No sabes que no podemos salir de aquí? ---farfulló Frec.
---Claro que lo sé, pero… ¿tú no tienes curiosidad? ---reiteró ella.
---No, no tengo ninguna curiosidad. Sobre todo si pienso en lo que podría ocurrirme si la luz del exterior llegara a rozar mi piel. Y tú tampoco deberías tenerla porque eres lo suficientemente mayor como para conocer las consecuencias.
--- ¿Qué consecuencias? ---preguntó ella, intentando aparentar desconocimiento.
--- ¡¿Qué consecuencias?! ¡Pareces tonta! ¿No ves esa luz roja? ---preguntó Frec, malhumorado y señalando la tenue luz con tintes rojizos que llegaba hasta ellos procedente del interior del túnel.
Monnie sabía que era inofensiva y que no provenía del final de la cueva ni era originada por Asten, sino que salía de las mismas entrañas de Kimismo y por eso no les dañaba. Más bien era beneficiosa, porque todas las veces que se había bañado en aquella maravillosa luz mientras recorría el túnel buscando nuevas emociones, aún sin encontrarlas regresaba a su casa revitalizada y llena de vida.
Ahora lo único que le interesaba era averiguar si su secreto estaba a salvo de los demás. Era importante que todos ellos tuvieran miedo y se abstuvieran de inspeccionar el túnel para averiguar lo que había al final.
---Sí papi, sí que la veo, pero… ¿será cierto que puede quemarnos? ---preguntó Monnie con una ingenuidad cuyo fin era indagar el grado de temor que sentían los demás.
--- ¡¿Y aún lo dudas?! ¡Pareces tonta! ---repitió Frec con un gesto despectivo hacia su hija.
--- Lo dudo porque nunca lo hemos comprobado. Pero… ¿crees que ninguno de los demás ha inspeccionado el túnel? ¿Ellos también tienen miedo?
---Mira Monnie…, algunos de los que viven aquí son muy malos, perversos y hasta locos, diría yo, pero ninguno de ellos es tan tonto como para arriesgarse a que esa maldita luz les queme la piel, dejándoles sumidos en insufribles dolores para el resto de sus días, que son muchos. ¿Te ha quedado claro? ---preguntó Frec con mirada severa y gesto amenazante.
---Sí, muy claro. ---contestó ella, contenta de que su secreto estuviera a salvo.
--- ¡A trabajar! Ya hemos perdido tiempo suficiente con tonterías.
--- ¡No son tonterías! Son asuntos que me preocupan porque muchas veces me he planteado si merecerá la pena arriesgarse para ver lo que hay.
--- ¡Basta ya! ---gritó Frec--- ¡Estoy muy cansado de tanta insolencia!
---Pero papi… ¿por qué no? ---repitió Monnie, a sabiendas de que estaba rebasando el límite de paciencia de su padre.
--- ¡He dicho basta ya! ---volvió a gritar Frec--- ¡Vete a casa y acuéstate en la siara! ¡Estás castigada! Te quedarás sin cena.
Para evitar que cualquiera de sus gestos generara una mala interpretación que pudiera enfadar aún más a su padre, Monnie se tomó tiempo y cuidado en devolver al suelo la piedra que había usado para ganar a la cueva unos centímetros de campo de cultivo. Después abandonó el lugar sin atreverse a levantar la vista del suelo, conocedora de que en esos momentos cualquier gesto o mueca podría ser considerado un signo de rebeldía.
Cabizbaja recorrió también el camino que la separaba de la casa.
---Tengo que acostarme, tati. Órdenes de mi padre…
Dijo tan pronto rebasó el arco que intentaba adornar la entrada de la casa, adivinando que su abuela se encontraba donde siempre: en el rincón de la izquierda, tratando de sacar el utensilio de cocina que alguna piedra escondía en su interior y que, según decía ella, llevaba allí toda la vida, esperando que ella lo liberara a base de pulir y pulir.
--- ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal? ¿Habéis discutido? ¿O ambas cosas…?
--- Creo que hoy fue culpa mía. Comencé a hacerle preguntas sobre el Túnel del Velven y ya sabes...
--- ¿No le habrás insinuado que quieres ir a explorarlo?
---Más o menos… ---contestó Monnie, esbozando una sonrisa a medias.
---No sé por qué te empeñas en preocupar a tus padres de esa manera. ¿No te das cuenta de que ellos temen por tu seguridad?
--- Sí que me doy cuenta, pero…
--- ¿Entonces? ¿Por qué te regocijas causándoles preocupaciones?
---Eso me pregunto yo también, pero tienen tan poca paciencia… Ya viste cómo me castigó por sólo tres o cuatro preguntas que le hice. Nunca me ayudan en nada, no me comprenden, parece que vivimos en mundos distintos. No sé como explicarte, pero siempre pienso que no me quieren, es más, diría que incluso me odian.
Mientras Monnie hablaba sobre los sentimientos de sus padres hacia ella, Amand prestaba más atención a sus gestos que a sus palabras. Hablaba de que sus padres no la querían con absoluta indiferencia, como quien está meditando sobre algo intrascendente y llega a una conclusión cualquiera. Amand tuvo la certeza de que aquella joven había sufrido hasta tal punto que las cosas importantes de la vida se habían vuelto indiferentes para ella.
---Te equivocas, Monnie. ---dijo Amand ensayando su tono de voz más dulce, como si se dispusiera a contar a su nieta un cuento que la transportaría al sueño nocturno---. ¿Recuerdas lo preocupados que estaban aquel día?
--- ¿Qué día?
--- Cuando llegaste a casa asustada, herida, con el cuerpo manchado de sangre y una piedra en la mano, diciendo que era un arma que ibas a usar para defenderte de los monstruos. ¿No recuerdas que tus padres te abrazaron y te consolaron para que dejaras de llorar?
---Sí que lo recuerdo…
“¡Cómo no recordarlo!”, pensó Monnie. Después de la invasión de Candai, aquel había sido el día más trágico de su larga vida. Los hechos que había presenciado tenían todos los tintes de una tragedia pero, por motivos estratégicos y de conveniencia, no podía ponerlos en conocimiento de los suyos. Aquel día el miedo se apoderó de ella y, sin saber cómo, acertó a explicar lo sucedido dando la versión de que había sufrido una crisis nerviosa y, en medio de un ataque de ansiedad, le pareció ver que un monstruo traspasaba la pared y se dirigía hacia ella con intención de atacarla. Entonces cogió una piedra para defenderse y luchó contra él. Finalmente, la terrorífica alimaña resultó ser una escarpada pared de la cueva, adornada con formas extrañas. Su valentía se saldó con varias heridas superficiales, causadas en el fragor de la batalla.
--- ¡Ves como tus padre te quieren! Lo que ocurre es que son un poco huraños y no te lo demuestran tanto como deberían.
---Me voy a acostar tati. Si viene mi padre y me ve aquí, se enfadará muchísimo.
Monnie quería buscar refugio en la siara para disimular el temblor de piernas y los escalofríos que sentía al recordar lo que escuchó y, sobre todo, lo que presenció aquel día en la entrada de la cueva. Aunque había decidido desterrar ese horrible recuerdo, tratando de alejarlo cada vez que acudía a su mente, parecía que había venido para quedarse y no se dejaba desplazar tan fácilmente.
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Desde la ventana de la habitación que compartía con Guerrero, Rio veía como Asten descansaba sobre la cima de la pequeña montaña que se divisaba a lo lejos. Poco a poco la bola brillante iría desapareciendo y con ella la luz del día. Tenían que darse prisa, de lo contrario apenas quedaría tiempo para jugar en el exterior.
Su padre había sido muy estricto cuando, a regañadientes, les había concedido permiso para salir todos los días. “Os autorizo a salir cuando el Sol (así llamaba él a Asten) se coloque encima de aquella montaña que se ve a lo lejos, pero debéis estar de vuelta en casa antes de que se haga completamente de noche, ¿entendido?”, les había dicho Samuel después de muchas horas negociando con ellos, con Laila e incluso con los abuelos Andon y Jerima.
Todos, excepto el abuelo Andon, comprendían lo aburrido que resultaba para los niños permanecer durante todo el día confinados en el interior de la casa, a pesar de que su habitación estaba orientada hacia el exterior y era de las pocas que disponían de ventana para asomarse al mundo. Menos suerte tenían los inquilinos de las habitaciones orientadas hacia los laterales y el interior de la cueva, pues carecían de mirador alguno. Ese era el argumento que esgrimía el abuelo Andon para justificar su voto en contra de que los niños saliesen de la casa: “si nosotros aguantamos aquí encerrados día tras día, vosotros también podéis, máxime cuando vuestra habitación tiene ventana y las nuestras no”.
La ventana no representaba diversión alguna y a través de ella sólo se veían los arbustos que su padre había plantado delante de la casa para que la ocultaran a la mirada de posibles curiosos. Pero, aún así, las vistas eran un elemento muy valorado y cuando hicieron el reparto de las habitaciones fue un motivo decisivo para que se adjudicaran por sorteo, haciendo una excepción con la de los niños porque todos estuvieron de acuerdo en que, por ser los más pequeños, debía tocarles una con ventana. Su habitación estaba ubicada en la segunda planta, lateral derecho, según se subía la escalera. El mobiliario era sencillo. Tan sólo dos camas separadas por la pequeña mesita de la cabecera, un pupitre situado bajo la ventana y una silla de color azul marino, a juego con las mantas. Ningún objeto infantil ni adorno, salvo el tablero de ajedrez. Aunque había momentos en los que la habitación rebosaba de juguetes y colorido porque a ellos les gustaba divertirse cambiando los muebles a golpe de magia y creando utensilios para nuevos juegos, pero al terminar procuraban dejarla tal cual la había decorado su madre. Sabían que ella se enfadaría y se pondría triste si su buen gusto era cuestionado.
La sala vecina, también con ventana, le había tocado en suerte a Zetu. Era una habitación minúscula donde, con su altura y corpulencia, debía hacer malabarismos para no tropezar en las pocas pertenencias personales que tenía. Pero se había ajustado a la medida de las necesidades y, al ser para una sola persona, se le restó espacio hasta dejarla reducida al mínimo imprescindible. Como único adorno tenía un pequeño espejo enmarcado en color plata que decoraba el cabecero de la cama. “Quizá le sirva para comprobar si cada día le había salido una verruga más”, solía decir Guerrero, mofándose del aspecto repulsivo que presentaba la cara de Zetu, invadida por grandes verrugas negras. “O para ver si su boca se ha estirado un poco más”, contestaba Rio, burlándose también del considerable tamaño de la boca de Zetu.
La otra habitación con ventana, la del lateral izquierdo, les había correspondido a Rue y Ande (hijos de Jalon y Melina). Era una réplica exacta de la de los niños y daba fiel testimonio de que Laila y Jerima andaban faltas de imaginación cuando le indicaron a Samuel cómo tenía que decorar la casa.
Adosada a la de Rue y Ande, sin vistas y encarada hacia el muro derecho de la entrada de la cueva, estaba la de Malu, la desgarbada hija de Zetu, que con sus veinti pocos años era casi tan alta como su padre y sostenía su escuálido cuerpo sobre unas delgadísimas piernas. Su habitación también era minúscula y la cama, al igual que la de Zetu, se había “fabricado” con la misma longitud que las demás. Fue obra de Samuel, que por aquel entonces estaba desganado, sumido en una gran depresión y se limitaba a convertir pequeñas piedras en las cosas que le ordenaban Laila y Jerima, poco previsoras y nada imaginativas. La manta de Malu era de un color verde brillante que, de haber luz natural en la habitación, causaría daño a la vista.
Aunque las quejas de Malu y su padre eran constantes, cuando terminaron de “construir” la casa, Samuel se encerró en su habitación y allí pasaba los días, sumido en la melancolía y sin ánimos de conversar con nadie. Así fue cómo la casa fue quedando con las carencias iniciales, a la espera de que él se recuperara de su enfermedad.
La siguiente habitación (pegada a la de Malu y ocupando la esquina que daba al lateral interior derecho) era la de Samuel y Laila. También carecía de lujos y adornos. Sólo una gran cama en el centro ocupaba casi todo el espacio dejando dos pequeños pasillos a los laterales. Algunas perchas colgadas por la pared componían el resto del mobiliario.
Adosada a la de Samuel y Laila estaba la habitación mayor de la casa. La ocupaban las dos parejas formadas por Andón y Jerima, Amenu y Djama. Se habían visto obligados a compartirla para ganar un poco más de espacio al eliminar el sitio que ocupaban las paredes divisorias. Si se construían dos habitaciones, éstas resultarían demasiado pequeñas. Tenía dos camas de tamaño medio separadas por una mesita, un par de pequeños espejos en las paredes y una estantería donde colocaban las cosas. Los cuatro por unanimidad habían elegido colchas en color rojo, a juego con una alfombra peluda del mismo color, regalo y diseño de Samuel ante las quejas de Djama de lo frío que estaba el suelo cuando apoyaba en él sus pies descalzos. Amenu y Djama eran los más ancianos y sumaban entre los dos más de doscientos cincuenta años.
Haciendo esquina con el lateral interior izquierdo de la cueva estaba la de Jalon y Melina. También estaba ocupada en su casi totalidad por una cama grande, y ésta a su vez por el inmenso cuerpo de Melina cuando descansaba en ella, dejando a Jalon un escaso reducto en la parte derecha. Formaban una extraña pareja. Ella era alta, corpulenta, casi obesa, de cara ancha y orejas enormes; mientras que su compañero era también fuerte, pero mucho más pequeño. Ella le sacaba más de una cabeza en altura.
Finalmente, completando el pasillo cuadrado que giraba entorno a la escalera central, estaba la habitación de Anti y Salu, los otros dos hijos de Zetu. Eran dos gemelos de unos treinta años, famélicos y pálidos, cuya única diversión consistía en hablar un idioma inventado por ellos y que nadie más conocía. Se partían de risa al ver las caras de incomprensión de los presentes cuando ellos se ponían a dialogar en su idioma exclusivo. Al parecer aquel aislamiento había surgido a partir de la muerte de su madre durante un derrumbamiento en las minas de Candai.
Del centro de la planta salía la escalera que conducía al piso inferior, donde se ubicaban el salón, la cocina, el diminuto cuarto de baño y un recibidor cuadrado.
A falta de otras diversiones, Rio y Guerrero empleaban a veces su tiempo recorriendo todas las estancias de la casa e imaginando que un mundo de fantasía se escondía detrás de cada una de sus puertas, y adjudicaban a cada habitación una historia acorde con la personalidad de los que allí dormían.
Pero ningún entretenimiento que tuviera lugar dentro de la casa se podía equiparar a la sensación de libertad que daban los juegos en el exterior, por eso insistieron tanto hasta lograr que se les concediera aquel trocito de tiempo al anochecer.
Cuando se debatió el tema de las salidas al exterior, los niños tuvieron la suerte de que su padre fuera más comprensivo que el abuelo Andon (que se negaba en rotundo a que salieran de la casa) y supiera buscar un término medio que les permitía divertirse un rato cada día sin correr riesgos, o corriendo los mínimos imprescindibles. Era evidente que no debían salir en pleno día porque podían ser vistos desde alguna nave que sobrevolara la zona, dando al traste con la leyenda de que todos ellos habían muerto durante la destrucción del palacio y desatando la ira de Magmalignus, que regresaría para terminar su trabajo exterminándoles a todos.
--- ¿Pensaste algo para hoy? ---preguntó Guerrero, mientras recogía las piezas de ajedrez esparcidas por encima de la cama.
---Pensar… ¿en qué? ¿Para jugar?
--- ¡Claro! ¿Para qué va a ser?
---Pero… ¿no quedamos en seguir practicando la desmaterialización hasta que nos salga bien?
Rio estaba sorprendido ante la pregunta de su hermano porque la diversión favorita de ambos eran los juegos de magia y dominio de los poderes, además del ajedrez (un juego nuevo que les había regalado su padre). Solían practicar ambas diversiones durante casi todo el día, pero preferían aprovechar el tiempo que pasaban en el exterior para ejercitar los poderes, sencillamente porque necesitaban un espacio donde poder colocar las cosas que creaban de la nada, aunque fuera para destruirlas instantes después. Cada tarde salían de la casa, sorteaban con cuidado la empinada cuesta rocosa que daba acceso a la cueva y luego, ya en terreno más llano pero aún pendiente, corrían colina abajo hasta llegar a la llanura del valle por cuyo centro discurría el río. Allí se daban un baño en el pequeño pozo que se formaba en un lateral y después comenzaban a practicar en el vasto campo colindante.
En algunas ocasiones se habían adentrado en el interior de la cueva hasta el lugar donde morían los escasos rayos que se colaban desde el exterior, pero la escasa luz y aquellas paredes oscuras que sudaban agua impregnando el ambiente de olor a humedad salada, hacían que aquel lugar no les resultara atractivo para desarrollar sus juegos y prácticas de magia.
Dentro de la casa, el juego del ajedrez y la invención de historias fantásticas ocupaban casi todo su tiempo durante los largos días que permanecían encerrados en su habitación, salvo algún descanso que dedicaban a ejercitar sencillos juegos de magia. En ambos campos habían hecho considerables progresos y les gustaba seguir avanzando, explorando cosas nuevas. Esos días estaban practicando la desmaterialización. Sabían que su padre era capaz de hacerlo y, aunque no les había explicado cómo, ellos también se esmeraban en concentrarse al máximo para cambiar la estructura de las células de su cuerpo. De momento no habían conseguido progreso alguno, pero creían estar en el buen camino y su ánimo de seguir intentándolo no decaía.
---A mi me da un poco de miedo. ---contestó Guerrero mientras abría la puerta para salir de la casa.
Ante la respuesta inesperada de su hermano adoptivo, Rio abrió al máximo sus almendrados ojos color miel. Guerrero no conocía el miedo, o por lo menos eso había creído él hasta esos momentos.
---Miedo… ¿por qué? Si papá lo hace, yo también puedo. ---contestó Rio, orgulloso de saberse heredero de los poderes de Samuel.
Una sombra bañó el rostro de Guerrero. Él no era hijo de Samuel, aunque se sentía como tal, por eso solía entristecerse cuando el tema de la herencia genética salía a la luz. Poco recordaba de su verdadero padre y, desde que él había desaparecido, lo que más deseaba era compartir con Samuel y Rio algún parecido físico, por insignificante que fuera. Por ese motivo había adoptado también forma humana como ellos.
---Imagínate lo que ocurriría si lo haces y después no puedes regresar a tu estado. Será mejor esperar hasta que papá nos enseñe. Seguir intentándolo solos puede ser peligroso. ---contestó Guerrero, desechando el atisbo de envidia que había asomado instantes antes.
Rio no contestó. Quizá su hermano tenía razón. Él también sentía un poco de miedo a conseguir desmaterializarse y luego no poder regresar al estado anterior.
Descendieron en silencio a través de las rocas que rodeaban la entrada de la cueva. Estaban colocadas en un terreno empinado y había que bajar con cuidado, procurando colocar los pies en algún saliente relativamente seguro. Después vendría el descenso de la colina, a través de un terreno también empinado, pero exento de rocas y piedras que pudieran hacer daño a los pies. Esa parte solían bajarla corriendo para adelantar tiempo. Cada día procuraban ir por un sitio distinto con el fin de evitar que las repetidas pisadas formaran un sendero delator que pudiera guiar al enemigo hasta la casa. Eso no lo había dicho su padre, sino que era cosecha propia y se sentían orgullosos de su astucia.
--- ¡Vale! Se lo diremos para que sea él quien nos enseñe. Ya falta poco… ¿echamos una carrera? ---contestó Rio, después de un largo tiempo de silencio durante el cual habían recorrido casi todo el camino hacia el valle.
A Rio le encantaba competir con su hermano aunque, en cuestión de deportes, siempre salía perdedor.
--- Sabes que te voy a ganar... ---contestó Guerrero, encogiéndose de hombros.
--- ¡Vamos! ---incitó Rio, adelantándose para comenzar la carrera.
Guerrero aceptó el reto.
Aunque Rio había partido con algo de ventaja, le adelantó en pocos segundos y continuó la carrera sin mirar atrás, cruzando los campos de artea rojiza, salteados con algún que otro matorral que alcanzaban la altura de sus rodillas. A su paso, los uros también salían corriendo para buscar escondite entre la vegetación. A pesar de que se había acostumbrado a ellos, Guerrero seguía sintiendo repugnancia hacia aquel pequeño animal, redondo como una bola cubierta por una pelambrera larga y grisácea, que se movía saltando sobre dos patadas tan delgadas que apenas se distinguían. De no ser por el tubo que, a modo de boca, le sobresalía por la parte delantera, daría la sensación de que se trataba de una pequeña pelota que volaba por los aires.
Continuó corriendo hasta llegar al borde del pozo de aguas rosáceas donde solían bañarse cada tarde, y allí se dejo caer al suelo, con los brazos y piernas extendidos en forma de aspas, bromeando como si la carrera hubiera sido muy larga y él estuviera exhausto.
--- ¡Ves, te he ganado! ¡Te he ganado!
El sonido de los pies de Rio esforzándose por llegar junto a él competía con el arrullo del riachuelo que pasaba a su lado.
Rio frenó de repente y se quedó quieto junto a su hermano, con la mirada clavada en el pozo, donde un enorme cuerpo cubierto de escamas verdes sobre una masa amorfa y gelatinosa asomaba entre las aguas, dividiéndose en dos columnas a modo de cuellos sobre las que reposaban sendas cabezas del tamaño de balones gigantescos, en las que se dibujaba una enorme boca redonda mostrando unas fauces afiladas como cuchillos que relucían en la semi-oscuridad abriéndose y cerrándose sobre si mismas con ritmo sincronizado. Sobre ellas, un gran ojo cubría toda la frente emitiendo destellos de fuego.
--- ¡Mira allí! ¡Hay monstruos en nuestro pozo! ---dijo Rio, señalando con la barbilla porque el miedo le había paralizado el resto del cuerpo.
--- ¡No digas tonterías! ---contestó Guerrero, indiferente.
Se había acomodado muy bien usando la artea como colchón y le daba pereza incorporarse para echar un vistazo al pozo.
---Guerrero, por favor, levántate y vayamos a casa. ---suplicó Rio, con un hilo de voz que salía quebrado de su garganta seca.
Guerrero miró a su hermano con gesto de fastidio, pensando que daba tanto la lata que así era imposible disfrutar de aquellos minutos al aire libre. Pero se levantó de un salto cuando vio que Rio estaba temblando, con la cara desencajada y empapada en lágrimas.
---En el pozo no hay nada. ---dijo, aunque, por si acaso, sólo había echado una mirada rápida, de soslayo.--- Pero si…, es mejor volver a casa.
--- ¿De verdad no los viste? ---insistía Rio.
--- Allí no hay nada, solo agua, como siempre. Pero volvamos a casa. Tengo que “hacer” la comida para mañana.
Guerrero se incorporó y ambos enfilaron el camino de vuelta con paso apurado y sin mirar hacia atrás. No querían correr por miedo a incitar al monstruo a perseguirles y procuraban mantener activa la conversación para entretenerse y espantar el miedo mientras se alejaban del lugar lo más rápidamente posible.
--- ¡Bah! ¡Hacer la comida! Si sólo tienes que pensar en algo de comer y aparece de repente. Lo que pasa es que tienes miedo, como yo.
---No es sólo “pensar en algo de comer”. Después os quejáis de que tengo poca imaginación, que siempre hago lo mismo, que esto y que lo otro. Para “preparar” una comida tengo que imaginármela antes, sino no funciona. Nunca se os ocurre pensar que moriríais de hambre, de no ser porque yo estoy aquí. ---contestó Guerrero, harto de que siempre criticasen el menú que les servía.
---No sería así porque papá y yo podemos transformar cualquier cosa en comida. --- contestó Rio, para hacerle ver que no era tan imprescindible como creía.
--- ¿Y qué ibais a transformar? ¡¿Artea?! Aquí el único que tiene el poder de hacer magia y crear de la nada soy yo. ---repuso Guerrero, con aire despectivo y orgulloso.
---Seguro que podríamos sobrevivir sin ti, aunque no te lo creas.
Rio estaba un poco enfadado por la prepotencia de su hermano.
---Y si no soy más imaginativo con la comida es porque no recuerdo como es. Cuando vine de Trutón era demasiado pequeño como para acordarme de lo que se comía allí, y lo único que tengo en mente son las dos o tres comidas diferentes que la abuela preparaba cuando vivíamos en palacio.
Ya se habían alejado y estaban iniciando la cuesta que les llevaría hasta la cueva, pero Rio seguía temblando y Guerrero no se atrevía a mirar hacia atrás para comprobar si había algo en el pozo, que ya quedaba lejano pero aún era visible.
---Dejemos el tema de la comida ¿vale? ---dijo Rio, agarrándose al brazo de su hermano en un gesto con el que pretendía aparentar cariño, pero que estaba más próximo a buscar compañía para vencer el miedo.
--- ¿Sigues teniendo miedo? ---preguntó Guerrero, al sentir que las manos de su hermano apretaban su brazo con más fuerza de la debida.
---Si…
---Yo también. Nunca dejo de pensar en lo que le ocurrió a Melina.
---No debemos hablar de eso, papá nos lo prohibió ¿no te acuerdas?
--- Callando no conseguiremos ahuyentar el miedo. Piensa en lo que pasó ahí abajo, porque estoy seguro de que en el pozo no había nada, sólo cosas que nos imaginamos.
---Cuando duermo siempre sueño con monstruos como los que vi en el pozo. Nos persiguen para matarnos y todas las noches conseguimos salvarnos por los pelos.
---A mi me pasa lo mismo, ya te lo dije. Siempre veo al monstruo que mató a Melina. ---dijo Guerrero, apretando también con fuerza el brazo de su hermano para asegurarse de que no se apartase de él.
--- ¿Cómo sabes que fue uno? Yo creo que tuvieron que ser varios... ¡Y pensar que la abuela también estuvo a punto de morir!
---Es una pena que no quiera contarnos lo que pasó aquel día. A mi me gustaría saberlo ¿y a ti?
---A mi también, aunque me da muchísimo miedo.
La contestación de Rio fue un susurro destinado a sus adentros, que salió al exterior por casualidad y dio a entender a Guerrero que la mente de su hermano había retrocedido unos días atrás, cuando ambos estaban en su habitación jugando al ajedrez.
Era última hora de la tarde y no habían salido porque un chaparrón de agua comenzó a caer justo en el momento que se disponían a salir. Como solía ocurrir cada veinte días, más o menos, el agua caía de repente como si alguien se dedicara a tirarla con cubos enormes desde lo alto. La lluvia duraba sólo unos segundos, pero después todo quedaba anegado y había que esperar hasta que el suelo la filtrara.
En esos momentos Rio retiraba un caballo que había “comido”, para unirlo a los cinco peones y un alfil negros que ya tenía en sus haberes. Pero la pieza no llegó a su destino y cayó otra vez sobre el tablero porque en el trayecto fueron sorprendidos por los alarmantes gritos de su abuela Jerima. “Saaamuel, Laaaila, venid aprisa, nos han atacado….creo que Melina está muerta”. Y así varias repeticiones más con gritos aterradores que resonaban en toda la casa y les sacaron a todos de sus dormitorios para llevarles, desorientados como sonámbulos, a lo alto de la escalera, donde se reunieron sin saber que estaba pasando, si debían bajar o quedarse allí.
Otra oleada de gritos les sacó de la duda y se lanzaron todos a la vez escaleras abajo. Rio y Guerrero iban los últimos. Cuando llegaron al recibidor todo el grupo se había situado ya formando un círculo hermético en torno a Jerima, que sollozaba sin cesar e intentaba relatar lo ocurrido y contestar a las múltiples preguntas que le hacían los que la rodeaban.
Los pequeños intentaron abrirse paso y sacar ventaja de su baja estatura para situarse en un primer plano, gateando por el suelo para aprovechar los escasos huecos que quedaban. Resultó ser misión imposible. Todos aquellos pies parecían estar pegados a la alfombra del recibidor y no se movían ni un centímetro para permitirles avanzar. Les impactó ver el charco negro que empapaba la alfombra entorno a los pies de Jerima y avanzaba sin cesar conquistando terreno al azul celeste original. Más arriba, el rafai que cubría las piernas de su abuela estaba hecho jirones y teñido de negro con alguna que otra salpicadura en tono naranja.
--- ¿Qué ocurrió, sati? ¿Por qué estás así? ---preguntaba Laila, agarrando por los hombros a su madre para que dejara de temblar y comenzara el relato de lo ocurrido.
---Melina es-tá mu-mu—erta. ---contestó Jerima, tartamudeando.
--- ¿Dónde? ¿Dónde está? ¡Habla!
Ahora era Jalón, pareja de Melina, quien preguntaba.
---Es-tá mu-er-ta.
--- ¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?
Jalón ya había perdido la paciencia y asía con fuerza la tela del rafai que cubría el pecho de Jerima, acompañando cada pregunta con una fuerte sacudida.
---Así sólo conseguirás asustarla más, ¡déjame a mí! --- dijo Ande, el menor de los hijos de la pareja---. Escucha Jerima, sabemos lo mal que lo estás pasando, el miedo que sientes y lo difícil que es para ti todo esto. Ahora estás a salvo entre nosotros, te protegeremos y nadie va a hacerte daño; pero necesitamos saber dónde está mi madre, quizá aún podamos salvarla.
--- Es—tá—ba—mos en la cue—va. Ella mu—rió.
Jalón y sus hijos, Rue y Ande, no esperaron a escuchar más detalles. Tan pronto mencionó la palabra “cueva” rompieron el círculo a empujones y salieron corriendo en busca de Melina, seguidos de Amenu y Djama, preocupados también por lo que pudiera haberle sucedido a su hija. Djama cogió a su compañero de la mano para guiarle en el camino. El anciano tenía el iris del ojo cubierto por una membrana gruesa y transparente que le había dejado casi ciego. Samuel decía que eran “cataratas”, una especie de enfermedad ocular que se presenta en la vejez.
Poco a poco los demás también fueron encontrando una excusa para dejar a Jerima sola y temblando en medio del recibidor. Su aspecto, que en principio era muy escandaloso porque había manchas de sangre por todos lados; pero, una vez analizado más a fondo, se podía comprobar que sólo presentaba rasguños sin importancia. Sin embargo, pudiera ser que en el interior de la cueva se encontraran con algo mucho más trágico.
---Espera aquí, sati. Vamos a buscar a Melina, pero enseguida estaremos de vuelta. ---le dijo Laila a su madre, mientras la cogía por el brazo para ayudarle a sentarse en el sillón que hacía guardia permanente junto a la puerta de entrada.
Jerima hizo un gesto de descontento, como si no quisiera resignarse a perder protagonismo y, una vez acomodada en el sofá, rompió en sollozos incesantes escondiendo la cara entre las manos. Laila hizo caso omiso del llanto y salió de la casa, seguida de cerca por Rio y Guerrero que, aunque nadie les había dicho nada acerca de ir ni de quedarse, aprovecharon el desconcierto del momento para seguir a su madre y comprobar lo que había ocurrido dentro de la cueva.
En fila doblaron la esquina izquierda y cruzaron el estrechísimo pasadizo que separaba el lateral de la casa de la pared de entrada de la cueva, guiados por la poca luz que lograba esquivar los arbustos que Samuel había plantado para ocultar la casa.
--- ¡Melina! ¡Melina, responde! ¿Qué te han hecho?
Era el eco de la voz de Jalón que resonaba en el interior de la cueva y llegaba hasta ellos formando sonidos desgarradores.
--- ¿Qué pasó, sati? ¡Despierta, por favor! ---repetían los hijos.
--- ¡Melina! ¡Somos nosotros! Hemos venido a sacarte de aquí.
--¿Por qué hay tanta sangre? ¿Qué ha ocurrido aquí?
--- ¡Por Hatai! ¿Qué le ha pasado en la cara? ¡¿En verdad es Melina?!
Varios de los presentes hablaban a la vez y entre todos ellos destacaba la voz de Jalón que, rota de dolor, intentaba sin éxito reanimar a su compañera.
Laila y sus hijos siguieron caminando hacia el interior, guiados por el eco de las voces y por una luz tenue que procedía de una piedra que Samuel sostenía en la mano. El lugar donde yacía Melina estaba muy cerca de la casa, pero les daba la sensación de que el tiempo se había detenido y la distancia aumentaba para hacerse insalvable.
Con cada paso que avanzaban la escena se hacía más nítida por la mayor cercanía y porque sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Las voces se habían acallado y los presentes, convencidos de que ya nada se podía hacer para salvarla, se habían apartado en señal de respeto y consternación. Formaban un círculo entorno a ella y permanecían silenciosos, con la mirada clavada en el suelo, como si estuvieran adorando el cuerpo que allí yacía.
Los niños seguían caminando detrás de su madre, procurando no perder detalle del dantesco escenario.
Poco a poco el cuerpo de Melina se fue dibujando con claridad en medio de los que la rodeaban manteniendo cierta distancia y de aquellas tinieblas invadidas por la luz de la improvisada linterna que Samuel sostenía en su mano derecha. Yacía tendida en el suelo sobre un charco de sangre. Su cuerpo, ya de por si muy corpulento, se había hinchado como un globo, deformando la cara y convirtiendo el resto en una masa amorfa que amenazaba con desparramarse por todo el suelo aprovechando las roturas de su vestimenta.
Laila se giró e hizo a sus hijos una señal de “stop” con la mano, para que no avanzaran más y esperaran en el lugar mientras ella se acercaba al grupo. Lo que había allí no era apto para el público infantil.
Los niños no pusieron pegas. Quedaron clavados en el lugar, temblando y con los ojos desencajados. El escenario era dantesco. Estaban en medio de la oscuridad, iluminados por la escasa luz que salía de la piedra que sostenía su padre. Las sombras de los presentes, deformadas y alargadas, se extendían por las paredes de la cueva moviéndose al son de los gritos desgarradores de los familiares de Melina y de los llantos de los acompañantes. Eran como monstruos negros y gigantes que invadían la cueva entorno al cuerpo tendido en el suelo que ponía rostro a la muerte.
Su madre regresó enseguida, con la cara inexpresiva, los ojos perdidos entre las tinieblas y la boca abierta, incapaz de articular palabra. Les hizo otro gesto con la mano para indicarles el camino de vuelta.
La siguieron sin rechistar.
Nada más entraron en la casa, Laila cerró con llave, levantó a su madre (que continuaba sentada en el sofá del recibidor en la misma postura) y empujó el sofá hasta arrimarlo a la puerta de entrada. Su mirada estaba desencajada como la de un demente. Con movimientos ágiles comenzó a correr de habitación en habitación buscando más cosas por toda la casa, con el fin de hacer una montaña de objetos tan grande que su magnitud fuera suficiente como para mantenerles a salvo en el interior. Ayudada por el pánico, arrastró los sofás del salón hacia la entrada como si su peso fuera tan ligero como una pluma de ave. Allí sirvieron de base para colocar encima las sillas, ropas y otros objetos que fue encontrando por la casa, hasta que formó una pila que alcanzaba el techo. Cuando ya no cabía la posibilidad de amontonar más, suspiró satisfecha.
--- ¡Ya está! ¡Creo que es suficiente! ---dijo mientras pasaba la mano por la frente para limpiarse el sudor.
Otro arrebato la llevó hasta la cocina, de donde regresó esgrimiendo dos enormes cuchillos, uno en cada mano.
---Hay que estar preparados, pronto nos tocará a nosotros. ---dijo, con total convicción.
---Mami… ¿por dónde van a entrar los demás cuando vuelvan de la cueva?
Laila no prestó atención al comentario de Rio y revisaba la hoja de los dos cuchillos que sostenía en las manos para comprobar que estaban afilados. Se detuvo cuando escuchó que alguien aporreaba la puerta desde el exterior.
--- ¡Ya están aquí! ¡Vienen a por nosotros! Niños… esconderos arriba, debajo de vuestras camas, y no os mováis de allí ni hagáis ruido. ---dijo su madre, sin parar de dar vueltas por todo el recibidor, mientras esgrimía con fuerza un cuchillo en cada mano.
--- ¡Laila, abre! Somos nosotros, ¿qué está pasando ahí dentro?--- preguntaban varias voces a la vez.
---Son el abuelo y los demás… ¡hay que abrirles! ---dijo Guerrero, poniendo manos a la obra para retirar los objetos que se apilaban delante de la puerta.--- ¡Venga, Rio! ¡Mami! Hay que quitar todo esto para que puedan entrar.
Confusa y desorientada, Laila dejó caer los cuchillos en medio de la alfombra manchada de sangre y se dispuso a deshacer lo que tanto trabajo le había costado unos momentos antes.
--- ¿Qué te ocurre hija? ¿No querías dejarnos entrar? ---preguntó Andón nada más franquear la puerta de entrada, con la respiración entrecortada pero esbozando una leve sonrisa que trataba de quitar importancia al nerviosismo de Laila.
Ella se encogió de hombros y correspondió con una sonrisa inocente.
---Laila, lleva a los niños y a Jerima al piso de arriba y quédate allí con ellos hasta que te avisemos. ---dijo Samuel, empleando un tono de voz autoritario e inusual en él.
--- ¿Por qué papi? ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí? No molestaremos a nadie.
--- ¡Haced lo que os digo! Ya responderé a vuestras preguntas cuando todo haya terminado.
Su padre estaba desconocido aquella tarde, como si de repente hubiera despertado del largo letargo en el que permanecía sumido desde aquella lejana noche en la que el fuego llovido desde el cielo les obligó a huir de Candai corriendo y sin mirar atrás.
Aquellos también habían sido unos días de pánico y desconcierto. Durante un tiempo estuvieron vagando por los campos en busca de un refugio capaz de ocultarles de la ira de Magmalignus, hasta que la providencia puso aquella cueva ante sus ojos proporcionándoles un lugar para vivir aunque fuera sin esperanzas de futuro.
Cuando al fin se decidieron a habitarla, Amenu ponía inconvenientes para quedarse allí, alegando que en realidad seguían muy cerca de Candai, tanto que podía resultar peligroso.
Pero a pesar de la insistencia del anciano decidieron quedarse a vivir en la cueva porque nadie más compartía tan disparatada opinión. La habían encontrado después de varios días caminando sin rumbo y desde allí no se divisaba la ciudad. Ante esa evidencia desecharon las advertencias de Amenu. Pero ningún argumento impidió que él, en contra de la opinión de todos, siguiera sosteniendo que Candai estaba justo al otro lado de la montaña.
Desde aquel entonces, Samuel casi no había vuelto a articular palabra, sólo algunas escuetas respuestas que le resultaba imposible eludir. La derrota sufrida a manos de Altrus le sumió en una profunda depresión que se había adueñado de su espíritu y amenazaba con comerse también su cuerpo, cada vez más escuálido por la pérdida de peso. En su cara se había dibujado una tristeza permanente y los ojos le rebosaban con un llanto constante que afloraba en silencio. Apenas comía y se pasaba las horas encerrado en su habitación. Sólo se permitía salir un rato cada tarde, para “meditar”, como decía él. Entonces se adentraba solo en el interior de la cueva y regresaba un tiempo después con el rostro aún más taciturno. Ninguno de ellos sabía lo que hacía allí dentro, en medio de la oscuridad, porque no permitía que nadie le acompañara. Y, aunque todos los de la casa estaban muy preocupados por su estado de salud y les mordía la curiosidad por saber si estaba tramando algo o quizá ensayando algún poder recién descubierto que les sacara del atolladero en el que estaban metidos, nadie se había atrevido a seguirle para comprobar lo que hacía en el interior de la cueva.
Los trágicos hechos de aquella tarde encendieron la chispa en la mente de Samuel. Aquél brote de vitalidad, que había surgido paralelo a la muerte de Melina, cogió por sorpresa a los niños que, a regañadientes, reconocieron la autoridad paternal y subieron la escalera para entrar en su habitación, procurando dejar la puerta discretamente entreabierta, con una pequeña rendija que permitiera colarse a la conversación que llegaba desde el recibidor.
Laila también obedeció sin rechistar, cogiendo del brazo a su madre para acompañarla a su dormitorio.
---Se oye fatal, parece que están diciendo algo como “hay que hacerlo ahora mismo”, pero no entiendo nada más ---dijo Rio mientras mantenía la oreja pegada a la ranura de la puerta y miraba hacia su hermano, que le estaba haciendo señas para que repitiera rápido lo que estaba oyendo.
--- ¡Déjame a mi! ---respondió Guerrero, apartándole de un empujón.
--- ¿Qué dicen? ¿Entiendes algo?
---Nada. Tenemos que salir a lo alto de la escalera. Si vamos gateando por el suelo, no nos verán. Ve tú delante.
La cima de la escalera ofrecía una vista privilegiada del recibidor y la conversación llegaba con claridad. Estaban todos reunidos, apiñados para espantar el miedo. Samuel había tomado la palabra.
---Jalón, Rue, Ande… Si a vosotros os parece bien, yo propongo que la enterremos ahora mismo. Si lo dejamos para mañana habrá que esperar hasta que se vuelva a hacer de noche, pues de día no podemos arriesgarnos a salir porque alguien podría vernos y sería nuestro fin. Y esperar hasta mañana por la noche también puede ser peligroso porque no sabemos lo que ha pasado ni qué fue lo que causó su muerte. En principio parece obra de algún tipo de alimaña y si la dejamos allí corremos el riesgo de no encontrar el cadáver cuando vayamos a buscarlo mañana. El causante de su muerte podría regresar.
Jalón permaneció callado, con la mirada perdida en alguna parte del suelo. Había envejecido varios años en unas horas. Sus más de ochenta años bien llevados cayeron de repente como un peso muerto sobre sus espaldas, encorvando su talle erguido y apagando su hasta entonces espíritu juvenil como una vela que amenaza con extinguirse tras un soplo de aire.
---Estamos de acuerdo en lo que propones, ¿verdad papá? ¿Qué opinas tú, Rue? ---preguntó Ande, el hijo menor de Melina, cuya serenidad estaba impresionando a todos.
---Si, hijo, estamos de acuerdo. Encárgate tú. ---contestó Jalón, sin levantar la vista del suelo.
---Y, en vez de conservar el cadáver, ¿no sería mejor hacerlo desaparecer? Tú, Samuel, podrías hacerlo ¿verdad? ---preguntó Ande, con cierto temor por lo arriesgado de su propuesta, pues sabía que Samuel era partidario de los enterramientos.
La situación era novedosa para todos ellos. Samuel provenía de una cultura donde los muertos seguían ocupando su espacio. Sus restos se enterraban en cementerios donde familiares y amigos acudían a visitar las tumbas. En cambio, en Kimismo, eran los propios guardias los que se encargaban de hacer desaparecer el cadáver. La familia sólo tenía que olvidar, por lo menos de cara al exterior, porque los duelos no estaban permitidos en los barracones de Candai. Era una sociedad que tenía asumido que estaba de paso, que algún día se marcharía para siempre y que los cadáveres no eran sino una carcasa a desechar. Durante el corto reinado de Samuel se habilitó un cementerio a las afueras de la ciudad, simplemente porque él lo propuso y el resto de los habitantes estuvieron de acuerdo. Pero las circunstancias habían cambiado y una tumba en medio del campo supondría un elemento delator más.
---Sí, yo podría hacerlo… pero esa decisión debéis tomarla vosotros, que sois su familia. ---contestó Samuel.
El padre y sus dos hijos entraron en el salón para hablar en privado. Amenu y Djama, padres de Melina, también se acercaron tímidamente, aunque no habían sido invitados a opinar.
El corto tiempo de espera transcurrió en silencio. Enseguida apareció Ande para dar el veredicto.
--- Hemos llegado a un acuerdo. Es mejor que el cadáver de mi madre desaparezca. ---contestó como portavoz de la familia, que seguía llorando la ausencia en el salón a puerta cerrada.
---Y… ¿cuándo preferís que lo haga? ---preguntó Samuel con la delicadeza que la ocasión requería.
---Ahora mismo. Cuánto antes terminemos con esto, mejor. Ella ya no habita en ese cuerpo que está dentro de la cueva. Ahora sólo existe en nuestras mentes. ---respondió Ande con voz decidida y mirada triste.
Samuel asintió en silencio y se dispuso a salir para cumplir con el trágico cometido. Abrió la puerta exterior y se giró sorprendido al ver que nadie le seguía. Los demás permanecían en el recibidor, quietos como estatuas.
--- ¿Me acompañáis para despediros de ella? ---preguntó.
---No es necesario. Ella ya no está allí. No hay de quien despedirse. ---dijo Ande.
Los demás continuaron mirando al suelo. Samuel no sabía cómo reaccionar ante una situación tan novedosa y una actitud tan diferente a la que él consideraba que sería la “normal”.
---Pero alguien debería acompañarle. Puede correr peligro. No sabemos qué fue lo que la atacó a ella. ---propuso Andon, mirando a su alrededor en busca de voluntarios.
Desde lo alto de la escalera, Rio y Guerrero vieron como su padre, seguido de Andón y Zetu, salía de la casa mientras los demás permanecían inmóviles sobre la ensangrentada alfombra que, a través de su dúo de colores, ofrecía fiel testimonio del antes y el después en las vidas de los habitantes de la casa.
En un momento dado se dispersaron hacia la escalera, por donde subieron en silenciosa procesión para desaparecer después tras la puerta de sus habitaciones.
Los días que siguieron al de la muerte de Melina fueron del todo extraños y además muy, muy aburridos. Los niños no podían salir de su habitación, por prohibición expresa de sus padres y por la vigilancia a la que les sometían todos los demás, que vagaban por la casa como almas en pena con el miedo reflejado en sus angustiados rostros. Pero parecían recibir una especial compensación emocional proporcionando “seguridad” a los más pequeños de la casa y, para cumplir su cometido, oteaban todo el día desde las esquinas, chivándose inmediatamente a Samuel o a Laila si los veían poner un pie fuera del umbral de la puerta.
Era un verdadero fastidio no estar al corriente de lo que pasaba, ni de lo que decían esos cuchicheos constantes que sobrevolaban el ambiente enrarecido de la casa y que, por más que pegaran la oreja a la puerta, no conseguían sintonizar debidamente. “¡Si por lo menos tuvieran la feliz idea de utilizar la telepatía!”, decía Rio, aún a sabiendas de que, generalmente, sólo la usaban para comunicarse a distancia o cuando, por el motivo que fuera, no era conveniente que alguien pudiera escuchar lo que se decía. Entonces se comunicaban directamente con el receptor del mensaje, simplemente pensando en su código personal. Pero, cuando los receptores eran varios, la comunicación telepática tenía que ser también “abierta” y cualquiera podía acceder a ella. Por eso, para intercambiar confidencias en grupo, desechaban la telepatía y, simplemente, hablaban en voz baja.
--- ¿Sabes una cosa hermano? ---le había preguntado Guerrero un día.
---Si no me dices lo que es, no sabré si la sé o no.
--- Cuando jugábamos dentro de la cueva yo tenía la sensación de que no estábamos solos. Sentía la presencia de alguien, como si nos estuvieran observando…
Aquellas palabras le proporcionaron a Rio la dosis de miedo suficiente para todos los días venideros. El también había notado algo así cuando se adentraban en la cueva. Era la sensación de que alguien acechaba desde la oscuridad. ¿Y si algún animal tuviera allí su refugio? Su padre les había contado que en la Tierra las cuevas estaban habitadas por osos, unos animales enormes, con cuatro patas, el cuerpo cubierto de pelo y una fauces tan temibles que podrían despedazarles en cuestión de segundos. ¿Y si fuera eso lo que le ocurrió a Melina?
Por su cabeza comenzaron a desfilar imágenes una tras otra, a cual más terrible, a modo de diapositivas que representaban con toda claridad las cosas horribles que podían haberles ocurrido a él y a su hermano durante algunas tardes en las que habían estado jugando en la cueva. Las imágenes cada vez pasaban más deprisa, y más, y más, hasta que todo se volvió oscuridad…
Aquel episodio puso fin al “encierro”. Al parecer encontraron a Rio tirado en el suelo, entre las dos camas que tenía la habitación, inconsciente, con el cuerpo bañado en sudor y a su hermano llorando a su lado e incapaz de articular palabra.
Samuel decidió tomar cartas en el asunto y trajo de vuelta la normalidad para todos los habitantes de la casa, aunque con ciertas restricciones. Mientras tanto, él seguía indagando en pos de la verdad sobre la extraña muerte de Melina
CAPITULO III: "LA MALDICION"
Monnie solía despertarse un poco antes de que la abuela Amand llegara a su lado para darle un par de suaves toques en el hombro, como señal de que había llegado el momento de levantarse, desayunar y salir con sus padres a los campos para trabajar en las tareas de cultivo del fangut. Pero esa mañana sus ojos se abrieron incluso antes de lo habitual, iluminados por un fulgor que nacía en el fondo del alma. Optó por seguir soñando aunque ya estuviera despierta.
Él ya se había marchado, pero le quedaban los recuerdos de la hermosa noche que habían pasado juntos y nada ni nadie podría impedirle rememorarlos hasta en el más mínimo detalle. Ella sabía que aquellas aventuras nocturnas formaban parte de un sueño, pero no le importaba demasiado porque las sentía con la misma intensidad que si estuvieran ocurriendo en la vida real. También sabía que el hecho de conocer a Samuel había removido los cimientos de su existencia hasta tal punto que su subconsciente le traicionaba permitiéndo que él se colara en sus sueños cada noche para servirle en bandeja una felicidad que nunca estaría a su alcance en la vida real. De lo que pasaba por su mente durante la noche sólo Samuel era real; el resto era fruto de su imaginación, que había comenzado a tejer un amor platónico desde la primera vez que le vio en persona.
Viajó en su memoria hasta el lugar donde en sueños se reunía con Samuel. Allí se encontró consigo misma, vistiendo un rafai rojo y hecha un manojo de nervios ante la promesa que había hecho de reunirse con él, tal y como ambos convinieron durante el sueño de la noche anterior. El lugar de la cita era idílico. La mente de Monnie lo había urdido a la perfección dibujando la estampa de un lago redondo de aguas mansas, tapado con un manto de estrellas reflejadas desde el cielo en sus aguas cristalinas, abrazado en toda su circunferencia por una cordillera de montañas rocosas y custodiado por el enorme y centenario árbol de grandes hojas en forma de corazón, testigo mudo de todos sus encuentros.
Cuando llegó al lugar él ya la estaba esperando a orillas del lago, absorto mirando las ondas concéntricas que formaban las piedras que iba tirando al agua a modo de entretenimiento para llenar el tiempo de espera. Ella aprovechó para contemplarle durante unos segundos con el descaro de quien observa sin ser visto. Cuanto más le miraba más perfecto le parecía. Su cuerpo se vestía con una piel blanca, lisa, perfecta. El pelo, como él llamaba a lo que le cubría la cabeza, era del color de los rayos de Asten y brillaba incluso en plena noche. Su silueta alta, erguida, imponente, formaba el complemento perfecto para la postal que sobre el estanque dibujaba la escasa luz que Asten emitía mientras se ocultaba definitivamente hasta la mañana siguiente. Monnie sonrió recordando la primera vez le vio salir de la casa. En aquel momento sintió miedo ante el extraño que se acercaba a las rocas donde ella se ocultaba. Su físico le pareció horrible, de aspecto monstruoso.
--- ¡Estás ahí! ---exclamó Samuel cuando giró la cabeza hacia el lugar de donde procedía el pequeño ruido que había escuchado.
---Sí, estaba observando las curiosas formas que dibujan las piedras al caer al agua. ---mintió Monnie.
---Me alegra que hayas venido pronto porque hoy tengo una sorpresa para ti. Me gustaría llevarte a un lugar, si te apetece… ---dijo él, acompañando su propuesta con una sonrisa.
--- ¿Y dónde está ese lugar? ---preguntó Monnie con coquetería.
---Es el sitio del que provengo, donde nací y donde he vivido los mejores años de mi vida. ---contestó Samuel con nostalgia y la mirada perdida en las aguas del lago.
---Sí, pero… ¿dónde está?
---En un lejano planeta, llamado La Tierra. ¿Vienes conmigo? ---Insistió.
Monnie pensó que, con aquel tono de voz que empleaba acompañado de una sonrisa que le desarmaba la voluntad, lo habría seguido hasta los mismísimos infiernos, si él se lo hubiera pedido.
---Sí. ---dio por toda respuesta.
--- ¡Ven, acércate! Dame la mano y cierra los ojos.
Llegado a este punto del recuerdo, lamentó no haber estado más serena después de que él le hiciera aquella petición; pues lo único que ahora recordaba era la calidez y la suavidad de sus manos y, con tan pocos detalles, no podría recrearse durante el resto de su vida reviviendo aquellos escasos segundos que le había tenido tan cerca, porque antes de que lograra recuperarse de su embriaguez habían llegado a una casa extraña, llena de raros objetos distribuidos por todas partes, hasta el punto de que había que moverse con sumo cuidado para no tropezar en los estrechísimos pasillos que quedaban libres.
--- ¡Cuántas ganas tenía de volver aquí!
--- ¿Dónde estamos, Samuel?
--- ¡Ah! Perdona por no explicarte. Estamos en mi casa. Bueno… en la que era mi casa. Hemos aterrizado justamente en el salón. --- contestó él, mientras pasaba la mano por encima de un mueble y luego la mirada por la mano, haciendo un gesto raro --- ¡Esta casa necesita una buena limpieza!
Samuel sacudió su mano, dejando en el aire una estela de polvo amarillento.
Monnie miraba con curiosidad todos aquellos objetos (a cual más raro) que llenaban la casa y guardaban entre ellos una única característica en común: todos tenían formas rectas. Parecía que los “humanos” (como Samuel llamaba a los de su especie) tenían especial predilección por aquella forma geométrica, tan discriminada en Kimismo a favor de las cosas redondeadas.
--- ¡Ven! Quiero enseñarte algo que echo mucho de menos en Kimismo ---dijo Samuel con entusiasmo, mientras guiaba a Monnie hacia la librería que presidía el salón, eligiendo al azar “El nombre de la Rosa” entre las docenas de libros polvorientos que allí descansaban desde hacía años, esperando viajeros dispuestos a trasladarse a sus mundos imaginarios.
--- ¿Qué es? ---preguntó ella esbozando una sonrisa tímida, sin apartar la mirada del extraño objeto (también cuadrado, por supuesto) que Samuel sostenía en una mano mientras se esmeraba en limpiarlo con la otra.
--- ¡Ah! ¡A ver si lo adivinas! Cógelo, si lo aciertas te lo regalo.
Monnie lo cogió con ambas manos y comenzó a darle vueltas hacia un lado y hacia el otro. Cuando momentos después lo abrió, descubrió en su interior un sistema de signos que guardaban alguna relación con la escritura que ella había conocido. Aunque recordaba que en aquella época (durante los escasos años que vivió en libertad fuera de la cueva) era más habitual utilizar archivos de audio para conocer la materia contenida en los libros, porque las últimas novedades literarias pasaban del ordenador familiar al chip mental individual con sólo seleccionar la materia en concreto y pulsar una tecla. Después las novelas sonaban en el interior del cerebro, pudiendo incluso elegir entre múltiples tonos de voz. Pero, aún así, también existía un sistema de escritura y tenía muchos adeptos que preferían interpretar los símbolos por sí mismos y después dotarlos de sentido al ritmo que ellos considerasen conveniente, sin tener que verse sometidos a un sistema de audio, que algunos consideraban que iba muy rápido y otros que era demasiado lento.
En el Candai de aquella época también existían los almacenes de libros, donde sólo se guardaban los de menor categoría, cuyo contenido se almacenaba en unas máquinas llamadas “riges”, de pequeño tamaño y forma de anillo dividido en dos mitades que se acoplaban por medio de un imán. Los riges se insertaban en una especie de espetas fijadas en las paredes del almacén, que se llenaban hasta el máximo de su capacidad pudiendo contener cientos de ellos cada una. En la parte exterior los riges llevaban un microchip que reconocía el nombre del libro de forma hablada, de tal manera que cuando alguien buscaba un título concreto entre el sinfín de obras que allí descansaban, sólo tenían que mencionarlo y el chip que se veía reconocido en aquellas palabras emitía un pitido con destellos de luz para que el interesado lo localizara. Para sacarlo de la “espeta” sólo tenía que despegar el imán, sin necesidad de sacar todos los que delante de él completaban el recorrido de tan singular método de almacenamiento. Y para orientar a los lectores que acudían sin elección previa, había un expositor ubicado en la entrada, con un catálogo que incluía todos los libros que allí se podían encontrar.
En cambio las obras maestras se almacenaban en el Centro de Saber y en los ordenadores familiares o chips personales. Pero, dado que éstos tenían una capacidad limitada, los libros considerados más insignificantes se enviaban a los almacenes, para liberar espacio a favor de las obras más importantes.
---Es un libro. ---contestó Monnie, probando suerte.
--- ¡¿Cómo lo supiste tan rápido?! ---preguntó Samuel y, a la par que la sonrisa emergía en sus labios, los ojos se clavaban en Monnie brillando de admiración.
--- ¿Crees que en Kimismo no conocemos los libros? Bueno…. los conocíamos, después todos fueron destruidos, según tengo entendido… Pero no eran así, los nuestros eran… ---Monnie se paró a buscar una palabra que resultara comprensible---, eran como pequeñas máquinas y el contenido se cargaba mediante ondas que viajaban por el aire ¿te haces una idea?
---Más o menos… Reconozco que estáis a años luz de nosotros y no solo en distancia espacial. Pero es curioso que, con una inteligencia muy superior y tantos avances tecnológicos, allí se viva de una forma tan primitiva, si lo comparamos con la vida de la gente aquí en la Tierra.
---Eso es culpa de Altrus y de nadie más. ---dijo Monnie, intentando poner las cosas en su sitio.
--- ¿Quieres que te enseñe a leerlo?
Samuel comprendió que quizás no había estado muy acertado al hacer la comparación y cambió el rumbo de la conversación.
--- ¡Me encantaría!
---Ven, siéntate aquí. ---propuso él, dando un par de palmadas en el sitio vacío que se encontraba a su lado en el sofá, invitándola a que lo ocupara.
Ella dudó durante unos instantes. A pesar de que la proposición era completamente de su agrado temía que, al estar tan cerca de él, su cuerpo le jugara una mala pasada y reaccionara con temblores, sudores y cambios repentinos de coloración que pasarían del blanco al rojo en pocos instantes, delatando unos sentimientos que le interesaba mantener ocultos.
---Ven, siéntate a mi lado ---insistió él.
“¡Vamos, no seas tonta, no desaproveches una ocasión como esta!” repetía ella para sus adentros, hasta que logró reunir fuerzas para vencer la timidez e ir al lado de Samuel, que sostenía el libro abierto entre sus manos y parecía entusiasmado con la idea de iniciarla en la lectura.
Atravesó la distancia que le separaba del sofá y se dispuso a recibir clases para desentrañar aquella maraña de garabatos.
La escritura humana era sencilla. Compuesta sólo de unos pocos símbolos combinados entre sí que formaban palabras, algunas de las cuales tenían significado por sí mismas, pero otras muchas sólo lo adquirían cuando se unían a otras. Monnie pensó que las de esta última clase eran semejantes a las parejas y, sin querer, recordó aquella famosa cita de su abuela, en la que se refería al amor comparándolo con las aguas de dos ríos que se unen. La fusión es tal, decía, que al poco tiempo ya no se podrá distinguir cuáles son las aguas de uno y cuales las del otro, pero si algún día vuelven a separarse, continuarán su camino en solitario pero sus aguas ya nunca serán las originales, sino que llevarán la mezcla que aportó el otro para siempre, hasta que el gran mar las absorba y allí se pierdan para siempre. Amand siempre acompañaba aquella cita del amor con una mirada de añoranza y una sonrisa rota que, sin embargo, parecía haber salido a flote ante la evocación de recuerdos muy gratos.
Decidió desechar pensamientos que en esos momentos no venían a cuento y centrarse en la lectura.
La escritura humana difería de la kimismana en que esta última sólo daba oportunidad a las palabras dotadas de significado por sí mismas, eliminando todo lo superfluo. Se asignaba un único símbolo o letra a cada palabra. A esa letra se le podían agregar algunas variantes, según el significado que se le quisiera dar en cada momento. A modo de ejemplo, Monnie recordó las múltiples formas de escritura que tenían las derivadas de la palabra “camino”. En el idioma kimismano, camino se simbolizaba con dos rayas cortas y paralelas. Sin embargo, si lo que se quería expresar era la acción de “caminar”, se añadía una raya perpendicular en el extremo izquierdo. Esa raya se ponía en el centro para la expresión “caminante”. Si se añadía un punto en medio, se expresaba una distancia recorrida. De esa forma su escritura constaba de miles de símbolos diferentes que, en un relato, se sucedían unos a otros sin estar unidas por preposiciones ni conjunciones.
Resultó ser una alumna muy aventajada y bastaron tres horas escasas para que pudiera leer de corrido el libro elegido por Samuel. Pero la historia que se relataba en él le causaba angustia y ni siquiera el hecho de sentir el cálido roce de la pierna y el hombro de Samuel eran razón suficiente para que deseara continuar allí sentada leyendo aquella trágica historia en la que ocurrían una sarta de muertes a las que encontraba mucha similitud con algo que había presenciado días atrás y que no dejaba de atormentarla, a pesar de que trataba por todos los medios de desterrar aquel recuerdo de su mente. Pero los malos recuerdos son vecinos descarados que se niegan a irse aunque les echen y, aunque se logre cerrar la puerta tras ellos, esperan en el rellano para colarse tan pronto aparezca la ocasión sin necesidad de ser invitados.
--- ¿Nos marchamos? Pronto será hora de despertar. ---propuso Monnie mientras cerraba el libro con cuidado, pues sabía que cada uno de ellos era un tesoro para Samuel.
---Tienes razón. Debemos marcharnos, pero antes recoge tu regalo, ¡te lo has ganado! --- dijo él, ofreciéndole el libro y una sonrisa.
Ella lo recogió.
---Lo he pasado muy bien. ---dijo Monnie
---Yo también. ¿Repetimos mañana?
Ella solía concederle a Samuel el honor de proponer la siguiente cita. Y para esa pregunta siempre tenía preparada una rapidísima respuesta en forma de “sí” que expresaba con un simple meneo de cabeza.
A menudo se angustiaba pensando en lo que podría ocurrirle si algún día, por expreso deseo o por olvido, él no planteara la pregunta principal de la noche, la más importante de todas, la que invitaba a otra cita dando continuidad a aquel sueño. Y se le antojaba que, si eso llegara a ocurrir, simplemente no querría seguir viviendo porque el mundo se le presentaría demasiado aburrido, insulso y carente de interés alguno que justificara el sacrificio que ella tenía que hacer para seguir en él durante toda la eternidad sin esperar compensación alguna.
--- ¡Monnie! ¡Monnie! ¡Despierta! Tienes que levantarte, tus padres ya están desayunando.
Era la voz suave de Amand, que le traía de vuelta al mundo real.
---Voy enseguida.
Salió de la siara emborrachada de recuerdos y siguió a su abuela hasta la entrada de la casa, donde Frec y Rostie daban cuenta de su desayuno mientras planeaban la nueva jornada laboral que iba a comenzar.
En un momento dado se acordó del regalo que Samuel le había dado durante el sueño y regresó a la siara corriendo, con la esperanza de encontrar el libro en algún lugar. Rebuscó entre las hojas de fangut, en el suelo, al lado de la roca de la pared…, pero el libro no estaba por ninguna parte.
Regresó a la mesa desilusionada y convencida de que los objetos y las personas que aparecen en los sueños sólo tienen cabida en el mundo de la mente Por un momento todo le había parecido tan real que creyó que encontraría el libro en algún lugar de la casa.
---Las plantas están bien. Ayer revisé todo el campo. Así que hoy dedicaremos la mitad del tiempo a su cuidado y después trabajaremos en la expansión del terreno. Luego a la noche, antes de acostarnos, hay que volver a revisar los cultivos para decidir lo que haremos mañana. Te encargas tú de eso. ---decía Frec mirando a Rostie, que se limitaba a asentir en señal de obediencia.
---Ya lo has oído Monnie, desayuna rápido que hay trabajo. ---dijo Rostie tan pronto Frec terminó de disponer la jornada diaria.
--- ¿Para qué tanta expansión? ¿No tenemos ya bastantes tierras de cultivo? ¿Es que no entendéis que la familia no va a aumentar, que para los que somos ahora tenemos más que suficiente y que no hay un futuro para el que proveer? ---preguntó Amand al ver que Frec se angustiaba pensando en la dura jornada que le esperaba.
---Futuro es precisamente lo que tenemos, otra cosa no habrá, pero futuro… ¿O ya has olvidado que hay una maldición que te mantendrá en este mundo por toda la eternidad? ---contestó Frec, empleando un tono de voz bajo y pensativo que no era habitual en él.
--- ¡Por eso mismo lo digo! Si hemos de vivir para siempre, hay que tomar las cosas con calma. Lo que pasa es que tú te dejas guiar por los demás. Esas absurdas envidias entre tú y Portio harán que os matéis trabajando para ver cuál consigue tener más extensión de terreno.
---A ti nadie te manda venir a trabajar, así que deja de meterte en mis asuntos.
Frec zanjó la conversación con su madre de la manera habitual, acompañando sus duras palabras con un sonoro golpe en la mesa para darles más énfasis. Amand, acostumbrada al mal humor de su hijo, se limitó a dirigir la mirada hacia otro lado, meneando la cabeza y poniendo cara de lástima.
Monnie sabía que la abuela tenía razón en lo que estaba diciendo. La maldición que Magmalignus profirió contra ellos el día que terminaron el “tratamiento” les obligaba a vivir durante toda la eternidad, sin reproducirse, sin crecer ni envejecer y, aunque su padre dijera que tenían mucho, muchísimo futuro por delante, en realidad el porvenir se había terminado para ellos el mismo día que fueron capturados en Candai y obligados a abandonar sus casas con lo puesto para entrar en una nave que les condujo hasta Atia, el planeta habitado por Magmalignus y su séquito de guardias, ingenieros, arquitectos, investigadores y demás.
Aquel día fue el último de sus vidas.
La “conquista” de Candai comenzó de madrugada, aprovechando el efecto sorpresa y el camuflaje que da la oscuridad de la noche. Y se había presentado silenciosa para coger desprevenido al Rey Kiyama y a su ejército. Ellos fueron los primeros en ser aniquilados, según decían algunos. Aunque también hubo quien no se resignaba a tan fatídico final y mantenía la hipótesis de que habían conseguido huir gracias al chivatazo, vía telepática, de un asesor de Magmalignus, que después fue asesinado de una manera espantosa al descubrirse su fechoría.
Los roggies que negaron su fidelidad al Rey Kiyama –casi todos- para unirse a Altrus tampoco llegaron a ver la luz del nuevo día. Por vía telepática, Altrus ordenó a los jefes de cada familia que salieran al exterior, donde fueron interrogados. Tan pronto renegaron del Rey Mahi y le declararon a él su fidelidad, ordenó darles muerte. Sus compañeras e hijos (que seguían en el interior de las casas) fueron decapitados mientras dormían, por unos guardias bien adiestrados y sedientos de sangre que irrumpieron en la intimidad de sus hogares esgrimiendo sus mortíferas dagas con una sonrisa perversa dibujada en la boca. Casi todos ellos pasaron del sueño nocturno al descanso eterno sin conocer siquiera la cara de la muerte.
A Monnie y a los suyos les despertó una jauría de gritos y portazos dentro de la casa. Era una situación tan fuera de lugar que ella creyó estar sufriendo una pesadilla, hasta que comprobó que el dolor producido por los golpes que estaba recibiendo y la sangre que teñía de negro sus ropas era real; y que debía obedecer sin dilación las órdenes del grupo que estaba dentro de su habitación, gritándole para que saliera de la cama y se dirigiera al exterior de la casa.
Con el aturdimiento que provocan las situaciones que no encajan en la mente, se dispuso a salir sin darse la prisa requerida, motivando así el golpe que uno de los secuaces de Magmalignus le propinó en la espalda, valiéndose de la sofisticada arma en forma de tubo que portaba. El fuerte e inesperado dolor la transportó hasta el exterior envuelta en una nube negra que le dificultaba la visión. Fuera de la casa, su familia y algunos vecinos se amontonaban al pie de la escalera que conducía al interior de una nave. Todos llevaban puestas sus ropas de dormir, unos camisones blancos, rectos, que cubrían todo el cuerpo hasta los pies y que, desde hacía años, era una moda generalizada en Candai en cuanto a ropa de descanso nocturno.
El predominio de la oscuridad de la noche sobre la claridad del alba que intentaba abrirse paso, el color oscuro de la nave y el negro de los uniformes que vestían los guardias de Altrus formaban un conjunto en perfecta armonía, donde el tupido grupo de camisones blancos (al que se unió Monnie empujada a machetazos) parecía un espectro de varias cabezas que miraba a su alrededor incrédulo ante la situación que se le presentaba, incapaz de procesar las órdenes que daban los guardias para subir a una nave cuadrada, de dimensiones colosales, que esperaba delante con una puerta abierta, de la que partía una escalera que descendía hasta tocar el suelo.
--- ¡Subid! ¡Inmediatamente! ---gritó el guardia que, por su actitud, parecía tener el mando de la situación.
Alguien se puso en marcha hacia las escaleras. Los demás le siguieron con paso lento y cansado.
Cuando el grupo alcanzó el último peldaño, fueron recibidos por otros guardias que esperaban dentro para guiarles hasta el fondo de una amplia sala, donde una puerta enrejada se abrió para cederles el paso, volviendo a cerrarse cuando entró el último. Uno de los guardias emitió un sonido gutural, inmediatamente la escalera se recogió plegándose sobre sí misma, la puerta se cerró y la nave se puso en marcha, silenciosa y solemne.
Continuaron el viaje de pie, en silencio y con la mirada perdida en la desnuda sala con forma de pentágono que se abría ante sus ojos a través de las rejas. La ausencia de objetos decorativos y aquel color negro brillante que cubría sus pulidas paredes, iluminadas con luces ocultas de tono azul metálico, oprimían más que cualquier cárcel.
La nave parecía estar completamente vacía. Ningún ruido ni movimiento delataba la presencia de tripulación alguna. El miedo llenaba todo el vacío, obligándoles a viajar apiñados para sentir el contacto físico con los demás, que les proporcionaba una pequeña expectativa de protección.
A Monnie le resultó imposible determinar la duración del viaje, pero le pareció una eternidad. Su espalda se resentía por los golpes recibidos, la cabeza le estallaba de dolor y, aunque estaba en medio del grupo, tiritaba de frío.
De repente las rejas de la celda se plegaron sobre sí mismas y ellos abandonaron la nave en perfecta alineación, cumpliendo las órdenes recibidas por megafonía. Ella se limitaba a no perder su posición en el grupo y caminaba por inercia hacia donde el resto la llevaba
Ya en el exterior, se encontraron en la esquina de una enorme explanada que, aunque en esos momentos estaba vacía, por los dibujos del suelo representando naves de todas las formas y tamaños imaginables se adivinaba que era el punto de aterrizaje de toda la flota de Magmalignus y que cada una tenía su lugar asignado dentro de aquella inmensidad, que colindaba con un edificio de una amplitud absolutamente desproporcionada e imposible de abarcar con la vista. Sus dimensiones eran tales que ni toda la población de Candai multiplicada por cien llegaría a ocuparlo.
El jefe volvió a dar órdenes de mantener la fila tal cual estaba y caminar siguiéndole a él. Entretanto, los demás guardias formaban una hilera paralela que caminaba a la par, se supone que para evitar sublevaciones o que su Jefe fuera atacado aprovechando la oportunidad de tenerle de espaldas.
Cuando el guía se paró, los demás lo hicieron también, procurando mantener la distancia que llevaban durante la marcha.
Después vino el silencio, la espera…,¿y ahora qué? se preguntaban todos ellos, temiendo por lo que el destino pudiera tenerles deparado.
De pronto se escuchó un pequeño chasquido que provenía de la pared lateral, seguido de un ligero ruido continuado que a Monnie volvió a recordarle las escaleras mecánicas que subían al palacio porque también se mantenían paradas y silenciosas cuando nadie las usaba, pero recibían al viajero con un sonido característico cuando se ponían en marcha. Miró hacia la pared. Allí se había abierto un boquete redondo que avanzaba de frente y se dirigía hacia ellos arrastrando detrás un tubo transparente también redondo que se iba desplegando a medida que avanzaba. La parte delantera, del mismo material y color que la fachada de la pared, se mantuvo cerrada hasta que llegó a la altura del Jefe de los guardias y, una vez allí, se abrió hacia un lado (de forma similar a las tapas de algunos tubos de pastillas alimenticias, que usaban cuando no había tiempo o ganas de cocinar) dejando al descubierto el interior vacío y una estrecha pasarela para poder caminar.
Nueva orden de ponerse en marcha hacia el tubo, esta vez con los guardias y su Jefe a la retaguardia.
La indecisión del primero de la fila para entrar en el extraño pasadizo la solventaron de la única forma que sabían: haciendo que el indeciso probara en su espalda la dureza del material con que estaba fabricada el arma que portaban. A partir de ese momento todos siguieron caminando con decisión.
Atravesaron el tubo y otra puerta se abrió al detectar la presencia del que encabezaba la fila y, sin necesidad de esperas, se encontraron en una sala cuadrada, iluminada hasta un límite que resultaba cegador. En el lateral derecho esperaban veinticinco urnas acristaladas que formaban una fila tan perfecta que delataba la meticulosidad de quien las había colocado allí. Su tamaño y una especie de colchón con almohada que se percibía a través de sus paredes transparentes no dejaban lugar a dudas sobre cual era su finalidad, especialmente para Monnie, que se había tomado la molestia de contar el número de tripulantes que habían viajado hasta aquel lugar (que suponía era el palacio de Magmalignus en Atia) y también contó rápidamente el número de urnas. Habían venido veinticinco y había veinticinco urnas esperándoles.
Pero… ¿por qué traernos tan lejos para matarnos aquí? ¿Por qué no nos eliminaron en Candai como a los demás? ¡Claro! Esos tubos son para torturarnos y sacarnos información… Su cabeza no paraba de dar vueltas a la situación, de hacerse preguntas y dar respuestas que deseaba no se confirmasen.
--- ¡Muévete! ---escuchó de pronto.
Sus cavilaciones la habían dejado inmóvil y no se dio cuenta de que los que iban delante de ella en la fila ya ocupaban sus puestos dentro de cada una de las urnas.
El duro acero de un arma se clavó en su espalda para conducirla hasta la siguiente urna vacía que, ante su presencia, se abrió por un lateral, invitándola a entrar. Ella se metió dentro, colocándose boca arriba con la cabeza apoyada sobre la pequeña almohada. La urna volvió a cerrarse herméticamente.
“¡Sati, ayúdame! ¡Abuela!”, pensaba Monnie, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas humedeciendo la almohada.
En la sala se había planteado un conflicto. Gonza, un bebé de pocos meses, también corría el mismo destino que todos ellos y había viajado en los brazos de su madre, pero ahora debían separarse para que el pequeño ocupara el puesto que le correspondía en su propia urna, y debía permanecer allí solo.
---Por favor, por favor… tenga compasión ¿no ve que sólo es un bebé? ---clamaba Ciosta, la madre, dirigiendo sus plegarias al Jefe de los guardias, que hacía caso omiso y se disponía a arrebatarle a su pequeña hija.
--- ¡No, no! ¡Ella se queda conmigo! Cabemos las dos en la misma caja. ---gritaba Ciosta, desafiando al Jefe.
Monnie tomó conciencia del coraje que da la maternidad.
--- ¡Guardias! ¡Quitadle a su hija y metedlas a cada una donde corresponde!
El Jefe fue implacable y, de inmediato, un grupo de unos diez guardias inmovilizaron a la madre de pies y manos mientras otros le arrebataban a su hija de los brazos, encerrando a cada una en la urna que tenían asignada.
El incidente con Ciosta y los llantos de Gonza sacaron de quicio a sus raptores y, para evitar más problemas, procuraron acelerar el proceso de encierro.
El alivio se dibujaba en sus rostros cada vez que una de aquellas cajas acristaladas y herméticas se cerraba. Aceleraban su trabajo hasta tal punto que los últimos de la fila entraron en las urnas a empujones. Monnie supuso que aquella rapidez que los guardias les exigían obedecía necesariamente a un ansia interior de terminar un trabajo sucio. Y eso significaba que no saldrían de allí con vida.
Los guardias abandonaron la sala cuando ya todos habían ocupado su propio ataúd, no sin antes comprobar debidamente la imposibilidad de huir de aquella muerte anunciada, cerciorándose de que los cierres estaban bien anclados.
--- ¡Abuela! ¡Abuela! ---gritaba Monnie, mientras golpeaba el duro cristal con todas sus fuerzas.
El cristal no se inmutaba, pero sus nudillos comenzaron a acusar un fuerte dolor que le obligó a desistir.
--- ¡Cállate Monnie! Aquí seguro que hay cámaras vigilando y nos pueden castigar si nos escuchan hablar---contestó Amand, conectando por telepatía.
---Abuela, tengo mucho miedo… ¿qué nos va a pasar?
---No lo sé, pero recuerda que debemos mantener la dignidad hasta el final. No supliques y no ruegues clemencia, pase lo que pase, porque el final que nos tengan preparado vendrá de todas maneras, por mucho que supliquemos. Y no vamos a darles el gusto de vernos morir humillados. ---contestó su abuela, dando muestras de su gran valentía.
--- ¿Tú también tienes miedo?
---Tengo mucho, muchísimo miedo. Sobre todo porque creo que no vamos a morir, al menos de momento. No nos han traído aquí para matarnos, porque eso lo podían haber hecho en Candai, ahorrándose las molestias de hacer este viaje con nosotros ¿no crees?
--- ¡Eso mismo he pensado yo! Pero me pregunto qué querrán de nosotros. ¿Sacarnos información, tal vez?
---No lo creo. Nosotros somos los que menos información tenemos porque no trabajábamos junto al Rey. Además, curiosamente, han matado a los que sí lo hacían. Creo que todos aquellos que colaboraban hombro con hombro con el Rey han muerto. Yo escuché los gritos de terror que provenían de las casas vecinas, seguidos del silencio repentino de la muerte, que todo lo acalla. Por eso estoy muy confundida y no creo que el fin de todo este montaje sea obtener información.
---Tienes razón, no había pensado en eso. ¡Eres un genio! Y todo esto será obra de Altrus… ¿verdad, abuela? ---seguía preguntando Monnie, ya más calmada.
---Nunca me gustó ese chico. Su mirada era gélida y dura como una roca. Y ese deseo de poder…
---Parece que le conoces muy bien.
--- ¡Más de lo que me gustaría! Yo ayudé a criarles, a él y a su hermano. Desde pequeños ya se marcaban grandes diferencias entre ellos y en sus juegos inocentes quedaba patente la bondad de uno y la perversidad del otro. Mahi, nuestro Rey, ganaba a su hermano en inteligencia, pero aún así siempre perdía en los juegos porque Altrus usaba artimañas tan sucias como demandara la victoria y se rodeaba siempre de aliados tan malvados como él. Cuando se marchó del palacio para instalar su vivienda en Atia sentí un gran alivio al saberle tan lejos.
--- ¿Y qué querrá ahora de nosotros? ---volvió a preguntar Monnie.
--- ¡Quien sabe! ¡Quien sabe! ---repetía Amand en tono melancólico y pensativo, como si estuviera entrando en un profundo sueño.
“¡Nos estamos durmiendo!” pensó Monnie, que también comenzaba a sentir un agradable sopor que le obligaba a cerrar los ojos, a pesar de que ella luchaba con todas sus fuerzas para mantenerlos abiertos.
……
Al instante siguiente (o eso le pareció a ella, porque en realidad, como supo poco después, habían transcurrido treinta y dos días) llegó a su mente una voz fuerte, profunda, misteriosa y aterradora, que le ordenaba despertarse. Sus ojos se abrieron lentamente y lo primero que percibió fue una intensa luz roja, brillante, artificial y cegadora que inundaba toda la sala y en el centro la figura velada de Altrus, que se dibujaba imponente con su estatura de más de dos escais, capaz de rebajar a la categoría de enano al más alto de los kimismanos, que apenas alcanzaría a rebasar su cintura. Aumentaban su envergadura sus ya de por sí anchos hombros, que él acentuaba aún más con unas hombreras superpuestas a un rafai de tela negra brillante, salteado con espectaculares y extraños dibujos de significado desconocido, si es que tenían alguno. Pero aún más temible resultaba su dura mirada escudriñando el entorno con un toque irónico.
--- ¡Salid! ¡Ya habéis dormido bastante! JA, JA, JA. ---dijo.
Las urnas se abrieron por un lado para permitirles la salida, pero nadie se atrevía a abandonarlas porque ofrecían una seguridad psicológica indescriptible, como si se tratara de salir del vientre materno a un mundo infectado de peligros.
--- ¡Rápido! ¡No tenemos toda la eternidad!, JA, JA, JA. ---dijo, sin que nadie lograra comprender el sentido de aquella ironía.
Trot fue el primer valiente en poner pie en la sala. Le siguieron los demás, con movimientos lentos y descoordinados, como zombis que abandonaban sus lugares de enterramiento.
--- Venid aquí, situaros en fila frente a mí y tumbaros boca abajo en el suelo, con las piernas y los brazos extendidos. La madre de aquel bebé, que lo coja en brazos y lo traiga también aquí. ---ordenaba Altrus, suavizando su voz hasta convertirla en un susurro.
---Habéis permanecido aquí durante treinta y dos días, con sus noches ---continuó diciendo cuando ya todos tenían la cara tocando el suelo---. Todas las células de vuestro cuerpo han sido tratadas, una a una, de tal modo que jamás envejecerán ni morirán.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Monnie. “¿Qué significa esto? Es evidente que nada bueno” pensaba. Las siguientes palabras de Altrus la sacaron de dudas.
---Viviréis por toda la eternidad tal cual estáis ahora. Los jóvenes serán jóvenes para siempre, los viejos permanecerán viejos y el bebé siempre será bebé. No conoceréis las enfermedades y, por supuesto, jamás moriréis. Pero tampoco podréis tener hijos. Alguno de vosotros estará pensando que por qué soy tan bueno, ya que alcanzar la inmortalidad es el deseo de todo mortal. La respuesta es sencilla: habéis permanecido fieles a vuestro Rey y a mí me gusta la fidelidad. Por ese motivo ordené matar a todos aquellos que, cuando comprobaron que mi hermano estaba derrotado, acudieron a mí suplicando para obtener favores. Vosotros viviréis para siempre, pero será en el lugar que yo os tengo reservado: una cueva. Y prestad atención: “SI LA LUZ DEL DIA TOCA VUESTRA PIEL, OS QUEMAREIS Y VIVIREIS PARA SIEMPRE SUMIDOS EN EL DOLOR MAS GRANDE QUE SE PUEDA CONOCER. SI LA LUZ DEL DIA ALCANZA VUESTROS OJOS, QUEDAREIS CIEGOS. TAMPOCO ABANDONAREIS LA CUEVA DE NOCHE, PUES, SI VUESTRA PIEL ENTRA EN CONTACTO CON EL AIRE DEL EXTERIOR, REACCIONARÁ CREANDO ERUPCIONES INCURABLES QUE OS CAUSARÁN UN DOLOR INSOPORTABLE”.
Ahora eran varios los escalofríos que recorrían el cuerpo de Monnie (y seguramente de todos los demás) de pies a cabeza y de la cabeza a los pies, sin parar. Temblaba y, aunque suponía que no se había alimentado durante los treinta y dos días pasados, sentía deseos incontenibles de vomitar y de evacuar lo poco que pudiera quedar en sus intestinos.
---Me he tomado la molestia ---continuó diciendo con su voz pausada, de ultratumba--- de prepararos la comida en vuestro futuro hogar. Allí os estará esperando. Es una planta que yo he creado, a la que deberéis cuidar con total dedicación. A cambio, ella os proporcionará alimento suficiente para que el hambre no taladre vuestros estómagos y también constituirá el tratamiento de continuación al que habéis recibido aquí para manteneros tal cual estáis para siempre. Y ahora, para que no dudéis de mi bondad, os voy a hacer un regalo: aquí tenéis unos bonitos rafais. Hay uno para cada uno de vosotros. ¡No querréis ir vestidos con esos horribles atuendos de dormir! Y cuidadlo bien, os tiene que durar una eternidad, JA, JA, JA….
Y desapareció envuelto entre las brumas de una niebla espesa que se formó a su alrededor.
La mente de Monnie quedó en blanco hasta que, no recuerda cuanto tiempo después, retomó conciencia ya en el interior de la cueva, abrazada a su abuela. Ella fue quien le contó que, simplemente, habían vuelto a Kimismo en la misma nave y aterrizaron en la boca de la cueva para dirigirse hacia sus entrañas a través de una especie de tubo que salió de un lateral de la nave, lo mismo que había ocurrido en la pared de la explanada en Atia.
……
--- ¡Monnie! ¡Despierta! ¿En qué estás pensando? ¿No ves dónde estás tirando la artea?
Era la voz de Frec, que sonaba lejana.
Desde el día que llegaron a la cueva había transcurrido muchísimo tiempo. Portio, que siempre contaba los días, decía que habían pasado quinientos años. Pero a ella le parecía que había sido ayer, pues tanta similitud tuvieron entre sí todos los días venideros que aquellos quinientos años se habían saldado como un solo día. Ahora la voz de su padre la devolvía a la realidad.
---Perdona, no me di cuenta.
---No te diste cuenta, no te diste cuenta… ---su padre repetía las frases como si fuera un niño en pleno berrinche--- ¿No sabes que la artea hay que llevarla al hoyo?
---Sí, sí que lo sé, pero la estaba tirando aquí sin querer.
--- ¡En qué estarás pensando…!
Estaban trabajando en lo que ellos llamaban “labores de expansión”. Era una ardua tarea que consistía en aumentar sus campos de cultivo a base de excavar en la mole endurecida que formaba la pared de la cueva, con las manos o valiéndose de alguna piedra que se prestase para la labor. Después transportaban la cantidad que cabía en el cuenco que formaban sus manos juntas y la amontonaban en un profundo hoyo que las aguas subterráneas habían abierto en la zona noroeste.
Al principio, durante muchos años, mantuvieron intacta la extensión de cultivos que les había entregado Altrus. Al fin y al cabo no se podían reproducir y, al no crecer la población, tampoco había necesidad de aumentar los terrenos.
Pero no tardaron en llegar las desavenencias entre ellos y se impuso la necesidad de repartir el terreno en cuatro partes, tantas como familias. Dos líneas de piedras que iban de norte a sur y de este a oeste dividieron el campo en cuatro partes iguales.
El reparto trajo consigo un nuevo concepto: el de la propiedad. Todos vieron que existía la posibilidad de tener posesiones en aquél inframundo y que se podían incrementar para enriquecerse más. La competencia por aumentar la extensión de los terrenos fue la consecuencia inevitable. Quien tenía más campos de cultivo era considerado más acaudalado, y la riqueza traía consigo el respeto y la admiración que alimentaban el orgullo, tan necesario en aquél submundo donde habían entrado desprovistos de él.
Llegaron al acuerdo de que cada familia podía extender sus terrenos cuanto quisiera, pero debían hacerlo por alguna de las dos partes que no colindaban con el campo de los vecinos.
Portio y su familia trabajaban sin descanso para mantener un estatus que les había catapultado a encabezar la lista de los más acaudalados del lugar. A pesar de que a Portio la maldición le había sorprendido en una edad avanzada y su cuerpo era menudo, de baja estatura y apariencia débil, siempre se le podía encontrar trabajando en los campos de cultivo, ya fuera cuidando las plantas de fangut o expandiendo los terrenos. Aurea, su compañera, y Alabel, la hija de ambos, también se regocijaban de poseer más terrenos que nadie y no dudaban en enemistarse con los demás si el territorio equivalente a una pulgada estaba en juego.
La ambición fue la causante de que entre la familia de Alabel y la de Monnie se diera una curiosa situación. Portio y Frec habían tenido algunas diferencias y llevaban más de cien años sin hablarse. Por su parte, Aurea y Rostie seguían el ejemplo de sus compañeros y tampoco intercambiaban palabras entre ellas. Se habían convertido en dos parejas de amistades y enemistades “cruzadas” ya que, sin embargo, Portio trataba con gran deferencia a Rostie y lo mismo hacía Frec con Aurea. A menudo Amand y Monnie bromeaban diciendo que la solución a tan absurda situación pasaba por un intercambio de parejas.
La codicia por las tierras había sido la causante de ambas enemistades. Todo comenzó cuando Portio acusó públicamente a Frec de mover las “marcas” (piedras que señalaban los límites de la propiedad de cada familia). Frec se defendió, además de negándolo, llamando a Portio “enano loco” y disponiéndose a asestarle unos cuantos puñetazos, que habrían alcanzado su objetivo de no ser por la rápida intervención de Trot, que se colocó en medio de ambos contrincantes para impedir la pelea. Y así comenzó aquella temporada de locura en la que ambos dedicaban las noches a espiarse mutuamente para evitar que las piedras cambiaran de lugar.
La sucesión de noches en vela despertó la ira de Aurea e iluminó su mente con la feliz idea de acudir a casa de Rostie para apelar a su condición femenina y exigirle que convenciera a Frec para que cesara el espionaje al que tenía sometido a Portio. Aurea fue mal recibida y salió de la casa con cajas destempladas, seguida de Rostie destellando ira y dispuesta a llegar a las manos, si era necesario, para defender la inocencia de Frec en todo aquel asunto del cambio de marcas.
Monnie y Alabel continuaron la tradición familiar y tampoco hacían buenas migas, aunque en ese caso no era debido a la codicia por los campos de cultivo. A Monnie esos asuntos le traían sin cuidado y, en cuestión de terrenos, sólo le importaba la ubicación de los mismos, a los efectos de no invadir propiedad ajena cuando salía a dar sus largos paseos para explorar los intestinos de la cueva. Se consideraba afortunada porque los que poseía su familia eran los mejores para sus propósitos. De un lateral de sus propiedades partía “El túnel del Velven”, un angosto pasadizo que llegaba hasta el otro lado de la montaña, donde habitaban “los del final de la cueva”, aunque hacía años que no les visitaba, simplemente se acabó cansando porque allí nunca pasaba nada. Todos los días repetían la misma rutina. Llegaban del trabajo arrastrando los pies tras una larga jornada, se acostaban en unos mugrientos colchones que les esperaban tendidos en el suelo, después la oscuridad se apoderaba de los barracones y ellos dormían un sueño que pretendía reparar los desajustes de su miserable vida. Nunca había novedades, por eso había dejado pasar más de diez años desde la última visita. Y ahora prefería dedicar sus escapadas a observar a “los de la entrada de la cueva”, cuya vida era mucho más interesante, sobre todo porque allí estaba él.
---Papi… ¿nunca sentiste curiosidad por saber a dónde conduce El túnel del Velvén? ---preguntó Monnie de repente, para saber lo que opinaba su padre y cuál sería su reacción en caso de que sus aventuras quedaran al descubierto.
--- ¿A qué viene ahora eso? ¿No sabes que no podemos salir de aquí? ---farfulló Frec.
---Claro que lo sé, pero… ¿tú no tienes curiosidad? ---reiteró ella.
---No, no tengo ninguna curiosidad. Sobre todo si pienso en lo que podría ocurrirme si la luz del exterior llegara a rozar mi piel. Y tú tampoco deberías tenerla porque eres lo suficientemente mayor como para conocer las consecuencias.
--- ¿Qué consecuencias? ---preguntó ella, intentando aparentar desconocimiento.
--- ¡¿Qué consecuencias?! ¡Pareces tonta! ¿No ves esa luz roja? ---preguntó Frec, malhumorado y señalando la tenue luz con tintes rojizos que llegaba hasta ellos procedente del interior del túnel.
Monnie sabía que era inofensiva y que no provenía del final de la cueva ni era originada por Asten, sino que salía de las mismas entrañas de Kimismo y por eso no les dañaba. Más bien era beneficiosa, porque todas las veces que se había bañado en aquella maravillosa luz mientras recorría el túnel buscando nuevas emociones, aún sin encontrarlas regresaba a su casa revitalizada y llena de vida.
Ahora lo único que le interesaba era averiguar si su secreto estaba a salvo de los demás. Era importante que todos ellos tuvieran miedo y se abstuvieran de inspeccionar el túnel para averiguar lo que había al final.
---Sí papi, sí que la veo, pero… ¿será cierto que puede quemarnos? ---preguntó Monnie con una ingenuidad cuyo fin era indagar el grado de temor que sentían los demás.
--- ¡¿Y aún lo dudas?! ¡Pareces tonta! ---repitió Frec con un gesto despectivo hacia su hija.
--- Lo dudo porque nunca lo hemos comprobado. Pero… ¿crees que ninguno de los demás ha inspeccionado el túnel? ¿Ellos también tienen miedo?
---Mira Monnie…, algunos de los que viven aquí son muy malos, perversos y hasta locos, diría yo, pero ninguno de ellos es tan tonto como para arriesgarse a que esa maldita luz les queme la piel, dejándoles sumidos en insufribles dolores para el resto de sus días, que son muchos. ¿Te ha quedado claro? ---preguntó Frec con mirada severa y gesto amenazante.
---Sí, muy claro. ---contestó ella, contenta de que su secreto estuviera a salvo.
--- ¡A trabajar! Ya hemos perdido tiempo suficiente con tonterías.
--- ¡No son tonterías! Son asuntos que me preocupan porque muchas veces me he planteado si merecerá la pena arriesgarse para ver lo que hay.
--- ¡Basta ya! ---gritó Frec--- ¡Estoy muy cansado de tanta insolencia!
---Pero papi… ¿por qué no? ---repitió Monnie, a sabiendas de que estaba rebasando el límite de paciencia de su padre.
--- ¡He dicho basta ya! ---volvió a gritar Frec--- ¡Vete a casa y acuéstate en la siara! ¡Estás castigada! Te quedarás sin cena.
Para evitar que cualquiera de sus gestos generara una mala interpretación que pudiera enfadar aún más a su padre, Monnie se tomó tiempo y cuidado en devolver al suelo la piedra que había usado para ganar a la cueva unos centímetros de campo de cultivo. Después abandonó el lugar sin atreverse a levantar la vista del suelo, conocedora de que en esos momentos cualquier gesto o mueca podría ser considerado un signo de rebeldía.
Cabizbaja recorrió también el camino que la separaba de la casa.
---Tengo que acostarme, tati. Órdenes de mi padre…
Dijo tan pronto rebasó el arco que intentaba adornar la entrada de la casa, adivinando que su abuela se encontraba donde siempre: en el rincón de la izquierda, tratando de sacar el utensilio de cocina que alguna piedra escondía en su interior y que, según decía ella, llevaba allí toda la vida, esperando que ella lo liberara a base de pulir y pulir.
--- ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal? ¿Habéis discutido? ¿O ambas cosas…?
--- Creo que hoy fue culpa mía. Comencé a hacerle preguntas sobre el Túnel del Velven y ya sabes...
--- ¿No le habrás insinuado que quieres ir a explorarlo?
---Más o menos… ---contestó Monnie, esbozando una sonrisa a medias.
---No sé por qué te empeñas en preocupar a tus padres de esa manera. ¿No te das cuenta de que ellos temen por tu seguridad?
--- Sí que me doy cuenta, pero…
--- ¿Entonces? ¿Por qué te regocijas causándoles preocupaciones?
---Eso me pregunto yo también, pero tienen tan poca paciencia… Ya viste cómo me castigó por sólo tres o cuatro preguntas que le hice. Nunca me ayudan en nada, no me comprenden, parece que vivimos en mundos distintos. No sé como explicarte, pero siempre pienso que no me quieren, es más, diría que incluso me odian.
Mientras Monnie hablaba sobre los sentimientos de sus padres hacia ella, Amand prestaba más atención a sus gestos que a sus palabras. Hablaba de que sus padres no la querían con absoluta indiferencia, como quien está meditando sobre algo intrascendente y llega a una conclusión cualquiera. Amand tuvo la certeza de que aquella joven había sufrido hasta tal punto que las cosas importantes de la vida se habían vuelto indiferentes para ella.
---Te equivocas, Monnie. ---dijo Amand ensayando su tono de voz más dulce, como si se dispusiera a contar a su nieta un cuento que la transportaría al sueño nocturno---. ¿Recuerdas lo preocupados que estaban aquel día?
--- ¿Qué día?
--- Cuando llegaste a casa asustada, herida, con el cuerpo manchado de sangre y una piedra en la mano, diciendo que era un arma que ibas a usar para defenderte de los monstruos. ¿No recuerdas que tus padres te abrazaron y te consolaron para que dejaras de llorar?
---Sí que lo recuerdo…
“¡Cómo no recordarlo!”, pensó Monnie. Después de la invasión de Candai, aquel había sido el día más trágico de su larga vida. Los hechos que había presenciado tenían todos los tintes de una tragedia pero, por motivos estratégicos y de conveniencia, no podía ponerlos en conocimiento de los suyos. Aquel día el miedo se apoderó de ella y, sin saber cómo, acertó a explicar lo sucedido dando la versión de que había sufrido una crisis nerviosa y, en medio de un ataque de ansiedad, le pareció ver que un monstruo traspasaba la pared y se dirigía hacia ella con intención de atacarla. Entonces cogió una piedra para defenderse y luchó contra él. Finalmente, la terrorífica alimaña resultó ser una escarpada pared de la cueva, adornada con formas extrañas. Su valentía se saldó con varias heridas superficiales, causadas en el fragor de la batalla.
--- ¡Ves como tus padre te quieren! Lo que ocurre es que son un poco huraños y no te lo demuestran tanto como deberían.
---Me voy a acostar tati. Si viene mi padre y me ve aquí, se enfadará muchísimo.
Monnie quería buscar refugio en la siara para disimular el temblor de piernas y los escalofríos que sentía al recordar lo que escuchó y, sobre todo, lo que presenció aquel día en la entrada de la cueva. Aunque había decidido desterrar ese horrible recuerdo, tratando de alejarlo cada vez que acudía a su mente, parecía que había venido para quedarse y no se dejaba desplazar tan fácilmente.
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